Entonces Jefri había botado ruidosamente, anunciando su llegada, y sus padres se habían callado. Johanna no tuvo valor para preguntarles. En Laboratorio Alto había visto cosas extrañas, e incluso cosas escalofriantes hacia el final. Ni siquiera la gente era igual. Pasaron unos minutos. Ahora estaban en plena atmósfera. El torrente de aire hizo zumbar la cápsula… ¿o era una turbulencia de la tobera? Pero el descenso era bastante estable y Jefri empezaba a ponerse inquieto. El fulgor que aureolaba la tobera tapaba gran parte del paisaje, pero el resto estaba más nítido que cuando se hallaban en órbita. Johanna se preguntó si alguien habría aterrizado en un mundo nuevo con menos reconocimiento previo que ellos. No tenían cámaras telescópicas ni sondas.
Físicamente, el planeta se aproximaba al ideal humano. Una increíble buena suerte después de tantas desgracias.
Era el paraíso comparado con las áridas rocas que habían visto al entrar en el sistema.
Por otra parte, había vida inteligente. Desde la órbita se veían carreteras y ciudades. Pero no había vestigios de una civilización técnica; no había rastros de aeronaves, ni radio, ni fuentes de energía intensa.
Descendían en un poco poblado rincón del continente. Con suerte nadie vería su aterrizaje entre los verdes valles y los picos blancos y negros, y Arne Olsndot podría pilotar la nave sin temor a causar daños, salvo en árboles y hierba.
Las islas costeras pasaron ante la cámara lateral. Jefri gritó y señaló algo. Ya no estaba, pero Johanna también lo había visto: un polígono irregular de muros y sombras en una de las islas. Le recordó los castillos de la Era de las Princesas, en Nyjora.
Ahora veía árboles cuyas sombras se alargaban bajo la oblicua luz del sol. El rugido de la tobera era atronador, estaban en plena atmósfera y no se alejaban del ruido.
—¡…Las cosas se complican! —gritó papá—. ¡Y no hay programas para enderezarlas! ¿Hacia dónde, amor?
Mamá miró una y otra ventana. Por lo que Johanna sabía, no podían mover las cámaras sin activar otras.
—Esa colina, sobre la línea boscosa, pero… creí ver una manada de animales huyendo del estruendo… hacia el oeste.
—¡Sí! —gritó Jefri—. ¡Lobos! —Johanna sólo había visto un pantallazo de manchas en movimiento.
Ahora estaban en plena desaceleración, a mil metros de las colinas. El ruido era doloroso, incesante, y ya era imposible hablar. Sobrevolaron lentamente el paisaje, en parte para examinarlo, en parte para alejarse del penacho de aire recalentado que subía hacia ellos.
La tierra era más bien ondulante, no muy escabrosa, y la «hierba» parecía musgo. Pero Arne Olsndot vacilaba. La tobera principal estaba diseñada para equilibrar la velocidad después de un salto interestelar; podían revolotear así un buen rato. Pero cuando descendieran, más valía dar con el sitio apropiado. Había oído a sus padres hablando de ello cuando Jefri trabajaba con las cajas y no podía oírles. Si había demasiada agua en el suelo, el borbotón perforaría la cápsula como un cañón de vapor. Aterrizar sobre los árboles tendría dudosas ventajas al amortiguar la caída y protegerlos de la salpicadura. Pero ahora habían optado por un contacto directo. Al menos veían dónde aterrizarían.
Trescientos metros. Papá arrastró la punta de la llamarada por el suelo. El blanco paisaje estalló. Un segundo después la nave se mecía en una columna de vapor. La cámara inferior se apagó. Continuaron el descenso y pronto cesaron los temblores: la llamarada había atravesado la capa de agua o hielo que había debajo. El aire de la cabina se recalentó.
Olsndot descendió despacio, guiándose por las cámaras laterales y el ruido de las salpicaduras. Apagó la tobera. Hubo una pasmosa caída de medio segundo, los crujientes soportes mordieron el suelo, se estabilizaron. Un flanco gruñó, cediendo un poco.
Silencio, excepto por los chillidos del calor en el casco. Papá miró el improvisado medidor de presión. Le sonrió a mamá.
—Ni una brecha. ¡Apuesto a que podría hacer subir de nuevo esta cosa!
Una hora de diferencia y la vida de Errabundo Wickwrackrum habría cambiado por completo.
Los tres viajeros se dirigían al oeste desde los Colmillos de Hielo hacia el Castillo de Reductor, en Isla Oculta. En ciertas épocas de su vida no habría soportado la compañía, pero en la última década, Errabundo, se había vuelto mucho más sociable. Ahora le gustaba viajar acompañado. En su última travesía por el Gran Arenal, el grupo se componía de cinco manadas. En parte era una cuestión de seguridad: algunas muertes eran casi inevitables cuando las distancias entre oasis superaban los mil kilómetros, y cuando los oasis mismos eran de tránsito. Pero, al margen de la seguridad, había aprendido mucho conversando con los demás.
No estaba tan conforme con sus compañeros de ahora. Ninguno de ambos era un auténtico peregrino, y ambos tenían secretos. Gramil Jaqueramaphan era bufonesco y una fuente de caótica información, y quizá fuera un espía, eso no importaba, mientras la gente no pensara que Errabundo era su colega. El tercer personaje era el que más le inquietaba. Tyrathect era una novicia que aún no estaba del todo integrada y no había adoptado un nombre. Tyrathect afirmaba que era maestra, pero había algo peligroso en ella (tal vez él, porque su preferencia sexual aún no estaba del todo definida). Esa criatura era evidentemente una fanática reductorista, envarada y altanera. Sin duda huía de la purga que había seguido al infructuoso intento de Reductor de tomar el poder en el este.
Les había encontrado en Puerta Este, en el lado republicano de los Colmillos de Hielo. Ambos querían visitar el Castillo de Isla Oculta. Y qué diablos, eso sólo representaba un desvío de cien kilómetros respecto de la carretera principal de Tallamaderas; todos tendrían que cruzar las montañas. Además, hacía años que Errabundo deseaba visitar el Dominio de Reductor. Tal vez uno de esos dos lograra hacerle entrar. Casi todo el mundo aborrecía a los reductoristas. Errabundo Wickwrackrum tenía una opinión ambigua sobre el mal; cuando se rompen suficientes reglas, a veces hay algo bueno en medio de la carnicería.
Esa tarde habían avistado las islas costeras. Errabundo había estado allí sólo cincuenta años antes. Aun así, no estaba preparado para la belleza de esa comarca. La Costa Noroeste era sin duda el ártico más templado del mundo. En los largos días estivales, los fondos de esos valles flanqueados por glaciares, reverdecían totalmente. Dios, el tallista, se había agachado para retocar esas tierras con cinceles de hielo. Ahora, del hielo y la nieve sólo quedaban arcos brumosos en el este y algunas franjas desperdigadas en las colinas cercanas. Esas franjas se derretían en verano, originando riachuelos que se fusionaban para despeñarse por los abruptos flancos de los valles. A la derecha, Errabundo trotó por un terreno uniforme pero anegado. Era maravilloso sentir esa frescura en los pies. Ni siquiera le importaban los mosquitos que revoloteaban en torno suyo.
Tyrathect iba por el otro lado del valle, en un rumbo paralelo, pero por encima de la línea de los arbustos. Había sido bastante parlanchín hasta que el valle se curvó y tuvieron a la vista las tierras de labranza y las islas. En las cercanías la aguardaba el Castillo de Reductor y una misteriosa cita.
Gramil Jaqueramaphan saltaba de aquí para allá, corriendo despreocupadamente por ambos lados del valle. Formando hileras dobles o triples, hacía cabriolas que hacían reír aun a la adusta Tyrathect; luego trepaba a una loma e informaba de lo que veía. Había sido el primero en ver la costa. Eso le había tranquilizado un poco. sus payasadas eran peligrosas y mucho más en la cercanía de conocidos violadores.
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