Alivio. La derrota había estado cerca, pero ahora…
Pasaron minutos y horas, el vasto período necesario para la construcción física: sistemas de comunicaciones, transporte. El nuevo Poder cambió de humor, se aplacó. Un humano habría definido ese sentimiento como «exaltación» o «ansiedad», pero «hambre» sería más apropiado. ¿Qué más se necesita cuando no hay enemigos?
El neonato escrutó las estrellas, planificando. Esta vez será diferente.
No había sueños en el sueñofrío. Tres días antes estaban preparándose para partir y ahora ya estaban aquí. El pequeño Jefri lamentaba haberse perdido toda la acción, pero Johanna Olsndot se alegraba de haber estado durmiendo después de haber conocido a algunos adultos de la otra nave.
Ahora Johanna se deslizaba entre las hileras de durmientes. El calor que desprendían los refrigeradores volvía tórrida la oscuridad. Un moho gris crecía por las paredes. Las cajas de sueñofrío estaban muy juntas, con angostos espacios cada diez hileras. Había lugares adonde sólo Jefri podía llegar. Trescientos niños dormían allí, todos los niños excepto Johanna y su hermano Jefri.
Las cajas eran modelos hospitalarios. Con buena ventilación y el debido mantenimiento, habrían durado cien años, pero… Johanna se enjugó el rostro y miró la lectura de una caja: como la mayoría de las que estaban en las filas internas, ésta se hallaba en mal estado. Durante veinte días había mantenido al niño que dormía en su interior, pero quizá le matara si se quedaba un día más. Los conductos de ventilación de la caja estaban limpios, pero Johanna los limpió de nuevo, en un gesto que era una plegaria supersticiosa más que una medida de mantenimiento.
Mamá y papá no tenían la culpa, aunque Johanna sospechaba que se sentían culpables. Habían organizado la fuga con los materiales de que disponían, en el último momento, cuando el experimento se volvió peligroso. La gente de Laboratorio Alto había hecho todo lo posible para salvar a sus hijos y protegerlos de mayores desastres. Y aun así, las cosas podrían haber resultado si…
— ¡Johanna! Papá dice que no hay más tiempo. Dice que termines lo que estás haciendo y vayas allá —gritó Jefri, asomando la cabeza por la escotilla.
—¡Vale!
De todos modos, Johanna no debía estar ahí abajo. Nada podía hacer para ayudar a sus amigos Tami y Giske y Magda… ¡cuidaos mucho! Subió flotando y casi chocó con Jefri, que venía en dirección contraria. Él le cogió la mano y se pegó a ella mientras ascendían hacia la escotilla. En los dos últimos días no había llorado, pero había perdido la independencia de que alardeaba el año anterior. Ahora tenía los ojos desorbitados.
—Bajaremos cerca del Polo Norte, junto a todas esas islas y el hielo.
En la cabina, sus padres se estaban abrochando los cinturones. El comerciante Arne Olsndot la miró y sonrió.
—Hola, pequeña. Siéntate. Estaremos en tierra en menos de una hora.
Johanna sonrió, casi contagiándose de su entusiasmo. A pesar de lo atestado que estaba todo y de los olores de veinte días de confinamiento, papá lucía tan gallardo como un aventurero de película. La luz de las pantallas titilaba sobre los costurones de su traje presurizado. Acababa de llegar de afuera.
Jefri entró en la cabina arrastrando a Johanna. Se acomodó en la malla, entre su hermana y su madre. Sjana Olsndot le revisó los cinturones.
—Esto será interesante, Jefri. Aprenderás algo.
—Sí, todo sobre el hielo. —Jefri cogía la mano de su madre.
Su madre sonrió.
—Hoy no. Me refiero al aterrizaje. Esto no será como un agrávido o un equipo balístico.
El agrávido estaba apagado. Papá acababa de desconectar la cápsula de carga del resto del transporte. La nave entera no podía aterrizar con una sola tobera.
Papá manipuló la maraña de controles que había sintonizado a su dataset. Sus cuerpos se asentaron en la malla. La cápsula de carga crujió y el soporte de las criocajas gruñó y protestó. Algo rechinó y chirrió al «caer» a lo largo de la cápsula. Johanna calculó que se desplazaban a una gravedad.
Jefri miró la pantalla, miró a su madre.
—¿Cómo es entonces? —preguntó con curiosidad, aunque con voz temblorosa. Johanna casi sonrió: Jefri sabía que deseaban distraerle y estaba dispuesto a seguir el juego.
—Será un descenso con cohetes encendidos casi continuamente. ¿Ves la ventana del medio? Esa cámara está enfocada hacia abajo. Puedes ver que perdemos aceleración.
En efecto, podían verlo. Johanna calculó que estaban a unos doscientos kilómetros de altura. Arne Olsndot usaba el cohete que había soldado a la popa de la cápsula de carga para anular la velocidad orbital. No había otra opción. Habían abandonado el transporte con su agrávido y su ultraimpulso. Les había llevado un buen trecho, pero sus controles automáticos estaban fallando. A cientos de kilómetros de distancia, les seguía obtusamente en su órbita.
Sólo les quedaba la cápsula de carga. Sin alas, sin agrávidos, sin aeroescudos, la cápsula era una caja de cien toneladas que dependía de una sola tobera.
Mamá no le describía estos detalles a Jefri, aunque sin embargo le decía la verdad y de algún modo logró que Jefri olvidara el peligro. Sjana Olsndot había sido una arqueóloga popular en el reino de Straumli, antes de mudarse a Laboratorio Alto.
Papá apagó los motores y entraron nuevamente en caída libre. Johanna sintió una oleada de náusea. Rara vez se mareaba en el espacio, pero esto era diferente. La imagen de la tierra y el mar creció lentamente en la ventana. Había algunas nubes deshilachadas. La línea costera era una borrosa repetición de islas, estrechos y calas. Un oscuro verdor cubría la costa y los valles, volviéndose gris y negro en las montañas. La nieve —y tal vez el hielo que tanto fascinaba a Jefri— se extendía en arcos y retazos. Todo era tan bello… ¡y caían directo contra todo ello!
La cápsula rechinó cuando las toberas direccionales la hicieron girar, apuntando la tobera principal hacia abajo. Ahora la ventanilla derecha mostraba el suelo. El cohete se encendió de nuevo a una gravedad. Una aureola llameante oscureció el borde de la pantalla.
—¡Vaya! —exclamó Jefri—. ¡Es como un ascensor! Bajas y bajas y bajas…
Habían descendido cien kilómetros con relativa lentitud, para que el aire no les despedazara.
Sjana Olsndot tenía razón: era un modo original de abandonar órbita, un método que nadie habría escogido en circunstancias normales. Por cierto, no estaba incluido en el plan de fuga. La idea era enncontrarse con la fragata, y con todos los adultos que pudieran escapar de Laboratorio Alto. El encuentro debía realizarse en el espacio, una transferencia fácil. Pero la fragata había desaparecido y quedaron abandonados a su suerte. Johanna miró involuntariamente el casco y vio esa decoloración familiar. Parecía una fungosidad gris que brotaba de la limpia cerámica. Ahora sus padres no hablaban mucho sobre ella, salvo para decirle a Jefri que no la tocara. Pero una vez Johanna les había oído hablar del tema, cuando ellos pensaban que Johanna y Jefri estaban en el otro extremo de la cápsula. —¡Todo esto para nada! —había murmurado su padre, casi llorando de rabia—. Creamos un monstruo y huimos, y ahora estamos perdidos en el Fondo.
—Por milésima vez, Arne, no fue para nada —había respondido su madre, con voz más baja—. Tenemos a los niños. —Señaló la rugosidad que se extendía por la pared—. Y teniendo en cuenta lo que esperábamos… las instrucciones que teníamos… creo que esto es lo mejor a que podíamos aspirar. De algún modo llevamos la respuesta a todo el mal que iniciamos.
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