Ish conducía lentamente, pero no por miedo. Cuando tenía ganas, se detenía a mirar algo, y a veces se entretenía tratando de oír algún sonido. A menudo, callado el motor, reinaba un silencio total, aun en las ciudades. Otras veces oía sólo el aleteo de un pájaro, o el débil zumbido de un insecto, o el murmullo del viento en las hojas. En una ocasión, y con una sensación de alivio, oyó el apagado rumor de una tormenta lejana.
Ahora, en las primeras horas de la tarde, había llegado a una meseta cubierta de pinos. Al norte asomaba un pico nevado.
Llegó a Williams. En la estación había un aerodinámico tren de acero. En Flagstaff, un incendio había destruido gran parte de la ciudad. No encontró a nadie.
Poco más allá de Flagstaff, después de una curva, vio dos cuervos que alzaban vuelo, abandonando su presa. Se acercó un poco atemorizado, pero era sólo un carnero. El animal yacía tiesamente en el camino, con el cuello ensangrentado. Había otros cadáveres a orilla de la carretera. Ish contó veintiséis.
¿Perros o coyotes? No podía decirlo, pero no era difícil reconstruir la escena. Acorralados, los carneros habían huido por la pradera, y los que se encontraban a los lados del rebaño habían sido separados de sus compañeros.
Un poco más lejos se le ocurrió tomar el camino que llevaba al monumento nacional de Walnut Canyon. La casa del conservador dominaba el profundo cañón, sembrado de ruinas, vestigio de moradas trogloditas. Faltaba una hora para la puesta del sol, e Ish se entretuvo en seguir el estrecho sendero y contemplar con una sonrisa sin alegría aquellos escombros donde habían vivido otros hombres. Volvió sobre sus pasos, y pasó la noche en la casa a orillas del cañón. El agua de una tormenta había entrado por debajo de la puerta, estropeando el piso. Caerían otras lluvias, año tras año, y muy pronto la hermosa casa no sería muy distinta de aquellos otros refugios al pie de los acantilados. Y se confundirían las ruinas de las dos civilizaciones.
Las ovejas resistirán también un cierto tiempo. Aunque las fieras las ataquen sin descanso, no es posible exterminar millones de ovejas en un día o un mes, y miles de corderos seguirán viniendo al mundo. ¿Qué significan algunos cientos entre millones? Sin embargo, no sin motivo, «las ovejas sin pastor» fueron para los hombres símbolo de un pueblo condenado a la extinción. Pasará el tiempo, y las ovejas desaparecerán…
En el invierno vagan sin rumbo, cegadas por la nieve; en el verano se alejan del agua y no saben volver; en la primavera, las inundaciones las sorprenden y cientos se ahogan. Caen estúpidamente en los precipicios, y los cuerpos en descomposición se amontonan en las hondonadas. Y los asesinos se multiplican: perros que vuelven al estado salvaje, coyotes, pumas, osos. De los grandes rebaños sólo quedarán algunos grupos desperdigados. Un poco más, y los corderos habrán desaparecido de la faz de la tierra.
Hace miles de años, aceptaron la protección del pastor y perdieron su agilidad e independencia. Ahora, desaparecido el pastor, las ovejas lo siguen a la muerte .
Al día siguiente, Ish atravesó las altas llanuras de las Montañas Rocosas. Era una región dedicada a la cría de ovejas, y había más cadáveres. Muy lejos, en la falda de una loma, creyó ver unas ovejas que huían rápidamente, pero no podía asegurarlo.
Pero vio, otra vez, una escena aún más extraña. En un prado verde, a orillas de un arroyo, algunas ovejas pacían tranquilamente. Ish miró, casi buscando al pastor. Sólo vio dos perros. El pastor había desaparecido, pero los perros seguían con su acostumbrada tarea, juntaban los animales, no permitían que se alejaran del agua y, sin duda, mantenían a distancia a los merodeadores nocturnos. Ish detuvo el coche y sujetó a Princesa para que no perturbara la pacífica escena. Los dos perros, al oír el auto, ladraron furiosamente y devolvieron al rebaño a algunos animales dispersos. En las ciudades, la electricidad corría aún por los cables después de la desaparición del hombre. Del mismo modo, en las grandes praderas, los perros guardaban aún los rebaños. Pero, pensó Ish, eso no duraría mucho.
La carretera atravesaba amplias llanuras. U.S. 66, se leía en los mojones. Había sido en otro tiempo una ruta importante, el camino de los Okies a California, como decía la canción. Ahora la carretera estaba desierta. Ningún autobús iba a Los Ángeles; los camiones no corrían hacia el este y el oeste; no había carromatos cargados de muebles y gentes que iban a la recolección de frutas; no pasaban bruñidos autos de turistas, ni siquiera carretas tiradas por escuálidos caballos.
Ish descendió al valle del río Grande, franqueó el puente y subió por el largo camino de Albuquerque. Albuquerque era la más grande de las ciudades que había cruzado hasta entonces. Tocó la bocina y prestó atención. Nadie respondió y le pareció inútil retrasarse.
Aquella noche durmió en un hotel de las afueras de Albuquerque, en lo alto de una cuesta que bajaba a la ciudad. El hotel estaba en sombras. No había ya corriente eléctrica.
Al día siguiente, subió a la montaña y se encontró ante unos picos separados por vastas planicies. Sintió otra vez el frenesí de la velocidad y echó a correr por la recta carretera. Los picos desaparecieron a lo lejos. Texas se abrió ante él con la monotonía del Panhandle. El calor se hizo de pronto tórrido. A su alrededor se extendían hasta el infinito los campos de rastrojos. Los segadores habían segado el trigo poco antes que los alcanzara la muerte. Aquella noche durmió en los suburbios de Oklahoma.
Por la mañana bordeó la ciudad y tomó la ruta 66 hacia Chicago. Pero al cabo de unos kilómetros encontró un árbol que bloqueaba la carretera. Bajó a estudiar la situación. Una tromba huracanada había cruzado sin duda la llanura. El álamo cerraba la ruta en una confusión de ramas y hojas. Se necesitaría medio día de trabajo para limpiar el camino. Ish sintió de pronto que el episodio era como un símbolo del drama que se había propuesto observar. ¡La famosa carretera 66! ¡Bloqueada por un árbol! Aunque lo quitara del camino, habría habido otros accidentes similares, o los habría pronto. Las tormentas cubrirían la ruta de barro, los taludes se desmoronarían, una crecida se llevaría un puente. Pocos años más, y sólo un pionero en una carreta podría tomar la ruta 66 de Chicago a Los Ángeles.
Ish pensó en dar un rodeo por el campo, pero las lluvias recientes habían ablandado la tierra. El mapa indicaba que a quince kilómetros había un camino que lo devolvería a la ruta principal. Dio media vuelta y partió.
Pero después de recorrer quince kilómetros comprendió que no necesitaba volver a la carretera 66. El camino lateral lo llevaba directamente al este, y esta dirección era tan buena como cualquier otra. Ese árbol caído, pensó, ha cambiado quizás el curso futuro de la historia humana. Quién sabe qué podría hacer yo en Chicago. Ahora ocurrirá algo distinto.
Cruzó, pues, Oklahoma hacia el este. Los campos estaban desiertos. Las lomas onduladas, con verdes robles achaparrados, eran las de siempre. En las llanuras se sucedían los sembrados de trigo y algodón. El cereal estaba alto, y las espigas asomaban sobre los matorrales. Pero el algodón se marchitaba rápidamente.
El calor era aplastante, y poco a poco destruía en Ish los hábitos de la vida civilizada. Se afeitaba aún todos los días, porque se sentía así más cómodo, no porque le preocupara su propio aspecto. Pero el cabello, mal recortado, le caía en largas mechas. Vestía un par de pantalones y una camisa de cuello abierto. Todas las mañanas tiraba la camisa y se ponía una limpia. Había perdido su sombrero de fieltro gris, y en un bazar de Oklahoma había tomado uno de esos ordinarios sombreros de paja que usaban los cosechadores para protegerse del sol.
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