George Stewart - La Tierra permanece

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En esta novela, que fue calificada como verdadera suma antropológica de un posible futuro, Stewart narra con admirable verosimilitud y una minuciosa precisión —donde la ciencia aparece a veces en breves intermedios de insólito y poético dramatismo— la historia de una colonia humana en una Tierra de pronto casi desierta. El mundo antiguo carece de significado, es un mundo mítico que inspira nuevas cosmogonías: y sin embargo, aunque las generaciones pasan, “la tierra permanece”.

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No hay tiempo en el desierto. Mil años son un día. La arena vuela, los vientos desplazan los guijarros; pero los cambios son imperceptibles. De cuando en cuando, quizás una vez por siglo, el cielo deja escapar una tromba de agua, y el agua bulle en los cauces de los falsos arroyos, y los cantos rodados se entrechocan en la corriente. Diez siglos más, y quizá las grietas de la tierra se abran otra vez y vuelva a surgir la lava.

Con la misma lentitud con que cedió a los hombres, el desierto borrará las huellas humanas. Pasarán los años y se verán aún los bloques de piedra en la arena, y la larga carretera se extenderá hasta las lomas acuchilladas del horizonte. Los rieles estarán en su sitio, con un poco de herrumbre. Tal es el desierto, la soledad; da lentamente, quita lentamente .

La aguja del velocímetro quedó un rato en los ciento diez. Ish disfrutó de su libertad, sin pensar en accidentes. Más tarde, aminoró un poco la marcha y miró alrededor con nuevo interés. Su ojo experimentado de geógrafo intentó reconstruir el drama de la desaparición del hombre. Allí nada había cambiado.

En Needles, el indicador de gasolina señalaba casi el cero. No había electricidad, y las bombas no funcionaban. Después de algunas búsquedas, Ish descubrió un depósito de gasolina en un barrio apartado, y llenó el depósito. Luego volvió al camino.

Cruzó el río Colorado, entró en Arizona, y la carretera subió entre rocosos y afilados desfiladeros. Una media docena de bueyes y dos vacas con sus terneros pastaban en una cañada. Ish detuvo el auto y los animales alzaron perezosamente la cabeza. Aquellas bestias del desierto, cuando no se acercaban a la ruta, pasaban meses sin ver a un hombre. Los vaqueros venían a juntarlas sólo dos veces por año. La desaparición de la especie humana pasaría aquí casi inadvertida; los rebaños se reproducirían quizá más rápidamente. Después de algún tiempo, las praderas devastadas no podrían alimentar a todos, y pronto el lobo aullaría en las hondonadas y limitaría el número de los rebaños. Al fin, sin embargo, Ish no lo dudaba, vacunos y lobos llegarían a un acuerdo inconsciente, y el rebaño, libre de amos, crecería y engordaría como antes.

Más lejos, cerca de la villa minera de Oatman, Ish vio dos burros. No podía saber si en los días de la catástrofe estaban ya en los alrededores del pueblo, o eran burros salvajes. De todos modos, parecían contentos con su suerte. Descendió del coche e intentó acercarse, pero los animales escaparon manteniéndose a distancia. Ish permitió entonces que Princesa dejara el auto y arremetiera contra los extraños animales. El macho, con las orejas bajas y mostrando los dientes, la enfrentó alzando las patas. Princesa dio media vuelta y corrió a buscar la protección de su amo. El burro, pensó Ish, podría medirse favorablemente con un lobo, y hasta el puma podía lamentar el ataque.

Atravesó la cumbre de Oatman, y del otro lado se encontró por vez primera con el camino parcialmente bloqueado. Hacía uno o dos días una violenta tormenta debía de haber devastado la región. Torrentes de agua habían descendido sin duda por la pendiente arrastrando arena al camino. Ish bajó a examinar los daños. En tiempos normales, una cuadrilla de peones camineros hubieran sacado rápidamente los detritus, abriendo las zanjas de desagüe y poniendo todo en orden. Ahora una capa de arena cubría la carretera. Más abajo, el agua había roto el asfalto en los bordes. Pasarían unos años y el asfalto se agrietaría, y la arena y los pedruscos formarían una barrera infranqueable. El obstáculo era por ahora poco serio, e Ish pasó sin dificultades.

Basta que se rompa un eslabón, y toda una carretera es inservible, pensó Ish, preguntándose durante cuánto tiempo sería posible pasar. Aquella noche durmió otra vez en cama, en el mejor hotel de Kingman.

Los vacunos, los caballos, los asnos han vivido libremente miles de siglos errando por bosques, estepas y desiertos. Luego el hombre conquistó el poder y empleó para sus propios fines a vacunos, caballos y asnos. Ahora, acabado el reino del hombre, los animales recuperaban la libertad.

Encerradas en los establos, las vacas, torturadas por la sed, mugieron un tiempo y al fin callaron. Los caballos murieron en las cuadras, lentamente.

Los asnos recorren ahora los desiertos, como en los viejos días. Huelen el viento del este, trotan por los lechos de los lagos secos, suben las lomas pedregosas y se alimentan de espinos, acompañados por los borregos de largos cuernos.

Pero los Hereford de cara blanca encontraron cómo subsistir en las praderas, y aun en las granjas el ganado rompió los cercados y recobró la libertad, uniéndose a caballos y asnos…

Los caballos prefirieron la extensión ilimitada de las llanuras. Comen el pasto verde de la primavera, y el pasto seco del otoño, y en invierno buscan bajo la nieve algunas briznas marchitas, acompañados por rebaños de cuernos afilados.

Las vacas buscan las tierras más verdes y los bosques. Ocultan en los matorrales a los recién nacidos, hasta que éstos pueden seguir a las madres. Los bisontes son sus compañeros y sus rivales. Entre los machos estallan sangrientas peleas. Vencen los más fuertes, y los bisontes recuperan sus antiguos dominios. Entonces el ganado se refugia en las profundidades de los bosques.

En Kingman no había electricidad, pero el agua corría aún. Un depósito de gas líquido alimentaba la cocina del hotel y la presión era normal. La falta de refrigeración eléctrica privó a Ish de huevos, manteca y leche. Pero después de asaltar un almacén pudo prepararse un excelente desayuno: pomelos en su jugo, salchichas en lata, mermeladas. Preparó una buena cantidad de café y le añadió leche condensada y azúcar. Princesa se hartó de carne de caballo en conserva. Después del desayuno, y con la ayuda del martillo y un cincel, Ish agujereó el tanque de un camión, recogió la gasolina en una lata y pasó el combustible a su coche. En la ciudad había algunos cadáveres, pero el calor seco de Arizona los había momificado.

Más allá de Kingman, unos densos pinares se perdían a lo lejos. La carretera era casi el único testimonio de la actividad del hombre. No había hilos telefónicos; las cercas eran raras. Las praderas se extendían a derecha e izquierda, verdes por las lluvias del verano y salpicadas de arbustos. El pastoreo había cambiado el aspecto de los campos, y la desaparición del hombre traería otras modificaciones. Libres de la amenaza de los mataderos, los rebaños se multiplicarían, y antes que sus enemigos pudieran diezmarlos habrían devorado las hierbas hasta las raíces, cambiando la faz de la tierra. O era posible también que la fiebre aftosa cruzase la frontera de México acabando con los vacunos. Y quizá los lobos y pumas se propagarían muy rápidamente. De todos modos, al cabo de veinticinco o cincuenta años, la situación se estabilizaría, y el mundo sería otra vez como antes de la llegada del hombre blanco.

Los dos primeros días, Ish había sentido miedo; el tercero había reaccionado lanzándose por los caminos a toda velocidad. Hoy no había en él más que serenidad y calma. Se sentía penetrado por el silencio que había caído sobre el mundo. En el tiempo que había pasado en las montañas, había gustado del silencio sin analizarlo, y no había advertido que el ruido era una invención humana. Había muchas definiciones del hombre, y él añadiría otra: «El animal que creó el ruido». No oía ahora sino el ronroneo casi imperceptible del motor, y no necesitaba recurrir a la bocina. No había camiones con ruidosos tubos de escape, silbidos de trenes, rugidos de aviones en el cielo. Todo había callado. Los pueblos habían enmudecido también, sin sirenas, campanas, vociferantes aparatos de radio, voces de seres humanos. Aquella era quizá la paz de la muerte, pero de todos modos era la paz.

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