George Stewart - La Tierra permanece

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En esta novela, que fue calificada como verdadera suma antropológica de un posible futuro, Stewart narra con admirable verosimilitud y una minuciosa precisión —donde la ciencia aparece a veces en breves intermedios de insólito y poético dramatismo— la historia de una colonia humana en una Tierra de pronto casi desierta. El mundo antiguo carece de significado, es un mundo mítico que inspira nuevas cosmogonías: y sin embargo, aunque las generaciones pasan, “la tierra permanece”.

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Se dominó, pero el perro, que había visto en seguida su cambio de humor, se le restregaba ya contra las piernas. Ish lo miró y el animal se escurrió, con un temor fingido o real, describió un círculo interrumpido por dos saltos de costado, se dejó caer otra vez con la cabeza entre las patas, y lanzó un corto ladrido ansioso que terminó en un gemido. Ish sonrió de nuevo, esta vez abiertamente, y el perro comprendió sin duda que había ganado la partida. Echó a correr otra vez, cambiando rápidamente de dirección, como si persiguiera un conejo. Al fin se arrojó osadamente a los pies de Ish, y alargó la cabeza como esperando una caricia y diciendo: «¿No estuve bien?» Ish comprendió y le puso la mano en la cabeza y le acarició el lustroso pelaje. El perro lanzó un pequeño gruñido de satisfacción, y movió con tanta fuerza la cola, que se le estremecieron las orejas. Puso los claros ojos en blanco. Era la imagen misma de la adoración. Unas arruguitas le cruzaban la frente. Un caso de amor a primera vista. Parecía que el perro dijera: «No hay otro hombre en el mundo para mí».

Ish confesó su derrota. Se agachó y acarició francamente al nuevo amigo. Bueno, pensó, quiéralo o no, tengo un perro. Es decir, el perro me tiene a mí.

Abrió la puerta de la camioneta y el perro saltó y se instaló en el asiento como si estuviese en su casa.

En un almacén, Ish encontró una caja de galletas para perro. Le dio una. El perro la aceptó sin demostrar cariño o agradecimiento. El hombre tenía el deber de alimentarlo, y toda muestra de gratitud era por lo tanto superflua. Ish notó entonces por primera vez que en realidad el animal no era un perro sino una perra. Bien, pensó, he hecho una verdadera conquista.

Volvió a su casa y recogió algunas cosas: trajes, un par de anteojos de campaña, libros. Se preguntó si necesitaría algo más. El viaje podía llevarlo a la otra orilla del continente. Al fin se encogió de hombros.

En la cartera tenía diecinueve dólares, en billetes de cinco y de uno. Era más que suficiente. Pensó en tirar la cartera, pero al fin la guardó. Estaba tan acostumbrado a llevarla en el bolsillo que sin ella se sentiría incómodo. El dinero no molestaba.

Sin muchas esperanzas, escribió una nota y la dejó bien a la vista en la sala. Si sus padres regresaban, sabrían que podían esperarlo, o dejarle un mensaje.

De pie junto al auto, echó una mirada de despedida a la avenida San Lupo. La calle estaba desierta. Las casas y los árboles no habían cambiado, pero notó otra vez en el césped y los jardines la falta de riego y cuidados. A pesar de las nieblas nocturnas, el seco verano californiano marchitaba las plantas.

Era media tarde. Pero Ish decidió partir en seguida. Deseaba alejarse y pasar la noche en otra ciudad.

Las plantas y flores que el hombre había cuidado mueren como los gatos y los perros. Tréboles y hierbas inclinan la cabeza, y los dientes de león amarillean. Las ásteres, que aman el agua, se marchitan en los macizos. Florecen las cizañas. La savia se consume en los tallos de las camelias; no habrá capullos la primavera próxima. En las enredaderas y los rosales las hojas se retuercen luchando contra la sequía. Las calabazas silvestres extienden sus brazos sobre jardines y terrazas. Como los bárbaros que en otro tiempo, desaparecidos los ejércitos romanos, invadieron las delicadas provincias, así las malezas silvestres avanzan y destruyen las plantas regaladas que había mimado el hombre.

Un zumbido firme y regular subía del motor. La mañana del segundo día Ish manejó con exagerada prudencia, temiendo siempre que se le reventara un neumático, que se le descompusieran los frenos, o que alguna vaca se le cruzara en el camino. Con los ojos fijos en el velocímetro, trataba de no superar los sesenta kilómetros por hora.

Pero el motor era poderoso, y la aguja subía a cada instante a los setenta y los ochenta.

La velocidad lo fue sacando poco a poco de aquella depresión. El mero cambio era ya un alivio; la huida, un solaz. Pero Ish sabía que escapaba sobre todo, por un tiempo, a la necesidad de decidir. Inclinado sobre el volante, viendo cómo se alzaba a cada momento el telón de un nuevo decorado, no hacía planes para el futuro, no pensaba cómo iba a vivir, ni si iba a vivir. Sólo le preocupaba cómo doblar la próxima curva.

La perra estaba echada en el asiento. De cuando en cuando ponía la cabeza en las rodillas de su nuevo amo; en general dormía apaciblemente, y su presencia era también un alivio.

El espejo retrovisor no mostraba nunca un auto. Ish, por costumbre, lo miraba a menudo, y veía las imágenes de la carabina y el fusil, el saco de dormir y las latas de conserva en el asiento de atrás. Era como un marino en alta mar, con su barca llena de provisiones, preparada para cualquier emergencia; y sentía, también, esa profunda desesperación del náufrago, la desolación de la inmensidad.

Siguió la carretera 99, que cruzaba el valle de San Joaquín. No se apresuraba, pero la velocidad media era excelente. No había camiones que lo obligasen a aminorar la marcha, y no era necesario detenerse obedeciendo a las luces del tránsito —aunque la mayoría funcionaba aún—, ni disminuir la velocidad en las ciudades. En realidad, y a pesar de sus temores, debía reconocer que la carretera 99 era ahora más segura que antes, con su tránsito denso y alocado.

No vio ningún hombre. Si buscara en las ciudades y pueblos, quizá pudiera descubrir a alguien; pero ¿para qué? Podía encontrar a algún individuo aislado en cualquier momento. Quería comprobar ahora si no había alguna ciudad con vida.

La amplia llanura se extendía hasta el horizonte: viñedos, huertas, campos de melones, sembrados de algodón. El ojo experimentado de un campesino habría podido descubrir quizá los efectos de la desaparición del hombre, pero para Ish no había ningún cambio.

En Bakesfield dejó la carretera 99 y tomó el tortuoso camino que llevaba al paso de Tehachapi. Los campos se transformaron en laderas cubiertas de robles, y luego en pinares parecidos a parques. La soledad pesaba menos en estos sitios, que habían estado casi siempre deshabitados. Ish llegó al extremo del desfiladero. El desierto asomaba en el horizonte. Sintió miedo, otra vez. Aunque el sol estaba todavía muy alto, se detuvo en el pueblo de Mojave y empezó a prepararse.

Para atravesar aquellos trescientos kilómetros de desierto, aun en la vieja época, el automovilista debía llevar su provisión de agua. En algunos lugares, si el coche sufría una avería había que caminar todo un día para encontrar un puesto caminero. Ish, que sólo podía contar consigo mismo, debía multiplicar las precauciones.

Encontró una ferretería. La puerta maciza estaba cerrada con dos vueltas de llave. Ish rompió un escaparate con el martillo y entró. Tomó tres grandes cantimploras y las llenó en un grifo de donde salía aún un débil hilo de agua. De un almacén sacó una garrafa con cinco litros de vino tinto.

Todo esto no le pareció, sin embargo, suficiente. Los peligros del desierto lo obsesionaban. Sin saber muy bien qué quería, retrocedió por la calle principal hasta que se encontró con una motocicleta. Era negra y blanca, como las de los guardias de tránsito. A pesar de sentirse asustado y desanimado, sintió ciertos escrúpulos. Robarle la motocicleta a un policía era algo demasiado insólito.

Al fin, después de algunos titubeos, saltó del coche y probó la motocicleta, dando algunas vueltas por la calle.

Bajo el pesado calor de las últimas horas de la tarde, trabajó una hora preparando unas tablas. Quería subir la motocicleta al portaequipajes. No sería sólo un marino en su barca; tendría también una chalupa en caso de naufragio. Sin embargo, sus temores crecían constantemente y se sorprendió varias veces echando una ojeada por encima del hombro.

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