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George Martin: Choque de Reyes

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  • Название:
    Choque de Reyes
  • Автор:
  • Издательство:
    Gigamesh
  • Жанр:
  • Год:
    2003
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-932-7022-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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Choque de Reyes: краткое содержание, описание и аннотация

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Un cometa del color de la sangre hiende el cielo cargado de malos augurios. Y hay razones sobradas para pensar así: los Siete Reinos se ven sacudidos por las luchas intestinas entre los nobles por la sucesión al Trono de Hierro. En la otra orilla del océano, la princesa Daenerys Targaryen conduce a su pueblo de jinetes salvajes a través del desierto. Y en los páramos helados del Norte, más allá del Muro, un ejército implacable avanza impune hacia un territorio asolado por el caos y las guerras fraticidas. George R.R. Martin, con pulso firme y enérgico, nos deleita con un brillante despliegue de personajes, engranando una trama rica, densa y sorprendente. Nos vuelve testigos de luchas fraticidas, intrigas y traiciones palaciegas en una tierra maldita por la guerra, donde fuerzas ocultas se alzan de nuevo y acechan para reinar en las noches del largo invierno que se avecina.

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—Ayúdame —pidió a Pylos.

Una vez en sus aposentos, Cressen ordenó salir al joven y cojeó otra vez hacia el balcón para estar entre sus gárgolas mientras contemplaba el mar. Uno de los navíos de guerra de Salladhor Saan navegaba por las aguas que rodeaban el castillo, su alegre casco con rayas pintadas cortaba las aguas verde grisáceo a medida que los remos se alzaban y volvían a hundirse en ellas. Lo estuvo observando hasta que lo perdió de vista tras un cabo.

«Ojalá mis temores pudieran desaparecer con tanta facilidad.» ¿Había vivido tanto tiempo sólo para ver aquello?

Cuando un maestre se ponía su collar, renunciaba a tener hijos, pero Cressen se había sentido padre de todos modos. Robert, Stannis, Renly… tres hijos a los que había criado después de que la furia del mar se cobrara la vida de Lord Steffon. ¿Lo había hecho tan mal como para que uno de ellos acabara matando a otro? No podía permitirlo. No iba a permitirlo.

La mujer estaba en el núcleo de todo aquello. Lady Selyse no, la otra. La mujer roja, como la llamaban los criados, que tenían miedo de decir su nombre en voz alta.

—Yo pronunciaré su nombre —dijo Cressen a su sabueso infernal de piedra—. Melisandre. Ella.

Melisandre de Asshai, hechicera, portadora de sombras y sacerdotisa de R’hllor, el Señor de la Luz, el Corazón de Fuego, el Dios de la Llama y la Sombra. Melisandre, cuya locura no debía extenderse más allá de Rocadragón. No lo podía permitir.

Sus ojos, acostumbrados a la luz de la mañana, tardaron en habituarse a la penumbra de la estancia. El anciano encendió una vela con manos temblorosas y la llevó al taller que había bajo las escaleras de la pajarera, donde tenía los ungüentos, pócimas y medicinas bien ordenados en estantes. En el más bajo, entre una hilera de remedios en frascos cuadrados de barro, encontró una pequeña redoma de cristal color índigo, no más grande que su dedo meñique. El contenido resonó cuando la agitó. Cressen sopló para quitar una espesa capa de polvo y se la llevó a la mesa. Se dejó caer en la silla, quitó el tapón y vertió el contenido de la redoma. Una docena de cristales del tamaño de semillas cayó sobre el pergamino que había estado leyendo. A la luz de la vela, brillaban como piedras preciosas, de un color tan púrpura que el maestre pensó que jamás había visto nada igual.

La cadena que llevaba en torno al cuello le parecía muy pesada. Rozó uno de los cristales con la punta del dedo meñique. «Que una cosa tan diminuta contenga el poder de la vida y la muerte…» Estaban hechos a partir de una planta que sólo crecía en las islas del mar de Jade, a medio mundo de distancia. Había que dejar secar las hojas y macerarlas en agua de limas, azúcar y unas raras especias de las Islas del Verano. Luego se tiraban, y la poción se espesaba con ceniza y se dejaba reposar hasta que cristalizaba. El proceso era lento y dificultoso; y los ingredientes, caros y casi imposibles de encontrar. Pero los alquimistas de Lys conocían sus secretos, así como los Hombres sin Rostro de Braavos… y los maestres de su orden, aunque no era cosa que se comentara más allá de los muros de la Ciudadela. Todo el mundo sabía que un maestre forjaba su eslabón de plata cuando aprendía el arte de la curación… pero preferían olvidar que un hombre que sabe curar también sabe cómo matar.

Cressen no recordaba ya el nombre que daban los de Asshai a la hoja, ni cómo llamaban los envenenadores lysenos al cristal. En la Ciudadela lo llamaban sencillamente «estrangulador». Se disolvía en vino y hacía que los músculos de la garganta se apretaran más que los de un puño, cerrando la tráquea. Según se contaba, el rostro de la víctima se ponía tan púrpura como la pequeña semilla de cristal de la que nacía su muerte, pero lo mismo le pasaba a quien se ahogaba con un bocado de comida.

Aquella misma noche, Lord Stannis daría un banquete a sus vasallos, y en él estarían su señora esposa… y la mujer roja, Melisandre de Asshai.

«Tengo que descansar —se dijo el maestre Cressen—. He de conservar todas mis fuerzas para cuando oscurezca. No me deben temblar las manos, ni debe flaquear mi valor. Lo que voy a hacer es espantoso, pero alguien ha de hacerlo. Si hay dioses, sin duda sabrán perdonarme.»

Hacía tiempo que dormía muy mal. Una cabezada haría que estuviera más fresco para la dura prueba que lo aguardaba. Se dirigió hacia la cama, estaba cansado. Pero, cuando cerró los ojos, siguió viendo la luz del cometa, roja, llameante, viva entre la oscuridad de sus sueños.

«Puede que sea mi cometa —pensó entre neblinas, justo antes de quedar dormido—. Un presagio de sangre que augura un asesinato… sí…»

Cuando despertó ya había oscurecido por completo, la estancia estaba a oscuras, le dolían todas las articulaciones. Cressen se incorporó, con la cabeza palpitante. Cogió el bastón y se puso en pie, inseguro. «Es muy tarde —pensó—. No me han llamado.» Siempre lo llamaban para los banquetes, tenía un lugar asignado próximo a la sal, cerca de Lord Stannis. Se le apareció el rostro de su señor, no el hombre que era ya, sino el niño que había sido, siempre entre las sombras mientras el sol brillaba sobre su hermano mayor. Hiciera lo que hiciera, Robert lo había hecho antes y mejor. Pobre muchacho… por él, por su bien, tenía que darse prisa.

El maestre recogió los cristales del pergamino donde los había dejado. Cressen no tenía anillos huecos, como los que se decía que llevaban los envenenadores de Lys, sino incontables bolsillos grandes y pequeños, cosidos en el interior de las amplias mangas de su túnica. Ocultó en uno de ellos los cristales estranguladores y abrió la puerta.

—¡Pylos! ¿Dónde estás? —llamó. No recibió respuesta, así que volvió a llamarlo de nuevo, más alto—. ¡Pylos, te necesito!

Siguió sin obtener contestación. Era muy extraño, la celda del joven maestre estaba sólo medio tramo de peldaños más abajo, siempre lo oía cuando lo necesitaba. Al final, Cressen tuvo que llamar a los criados.

—Deprisa —les dijo—. He dormido demasiado. Ya habrá empezado el banquete… ya estarán bebiendo… tendrían que haberme despertado.

¿Qué le había pasado al maestre Pylos? No comprendía nada.

Tuvo que cruzar una vez más la larga galería. El viento nocturno soplaba a través de los grandes ventanales, impregnado de olor a mar. Las llamas de las antorchas se agitaban a lo largo de los muros de Rocadragón, y en el campamento al otro lado de las murallas se divisaban cientos de hogueras para cocinar, como si un manto de estrellas hubiera caído sobre la tierra. En el cielo el cometa brillaba, rojo, malévolo.

«Soy demasiado viejo y sabio para tener miedo de semejantes cosas», se dijo el maestre.

Las puertas del salón principal estaban situadas en la boca de un dragón de piedra. Una vez ante ellas, ordenó a los criados que se fueran. Sería mejor que entrara solo, no quería parecer débil. Cressen se apoyó en el bastón, subió los últimos peldaños y caminó con dificultad para pasar bajo los dientes del arco. Un par de guardias abrieron ante él las pesadas puertas rojas, dejando salir una ráfaga de luz y ruido. Cressen entró en las fauces del dragón.

—Bailar, mi señor; bailar, mi señor… —La cancioncilla de Caramanchada, al ritmo del sonido de los cencerros, se oía por encima del tintineo de cuchillos y platos, y el murmullo bajo de las conversaciones. La misma tonadilla espantosa que había cantado aquella mañana—. Las sombras se van a quedar, mi señor; quedar, mi señor; quedar, mi señor.

Las mesas más bajas estaban abarrotadas de caballeros, arqueros y capitanes de los mercenarios, que partían con las manos las grandes hogazas de pan negro para mojar los trozos en el guiso de pescado. Allí no se oían carcajadas estrepitosas, ni los gritos broncos que enturbiaban la dignidad de los festines de otros señores. Lord Stannis jamás permitiría semejante cosa.

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