George Martin - Tormenta de espadas

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Tormenta de espadas: краткое содержание, описание и аннотация

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Las huestes de los fugaces reyes de Poniente, descompuestas en hordas, asolan y esquilman una tierra castigada por la guerra e indefensa ante un invierno que se anuncia inusitadamente crudo. Las alianzas nacen y se desvanecen como volutas de humo bajo el viento helado del Norte. Ajena a las intrigas palaciegas, e ignorante del auténtico peligro en ciernes, la Guardia de la Noche se ve desbordada por los salvajes. Y al otro lado del mundo, Daenerys Targaryen intenta reclutar en las Ciudades Libres un ejército con el que desembarcar en su tierra.

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Brienne lanzó un grito. En lugar de bajar por el tronco, se dejó caer.

—Al bote. Deprisa. He visto una vela.

Se apresuraron todo lo que les fue posible, aunque Jaime apenas podía correr y su primo tuvo que tirar de él para meterlo en el esquife. Brienne se impulsó con un remo e izó la vela a toda velocidad.

—Ser Cleos, necesito que reméis conmigo.

Hizo lo que le ordenaban. El esquife comenzó a cortar el agua con más celeridad; la corriente, el viento y los remos trabajaban en su favor. Jaime permanecía sentado y encadenado mirando río arriba. Lo único que se divisaba era el extremo superior de la otra vela. Según las curvas del Forca Roja, parecía estar más allá de los campos, moviéndose hacia el norte tras una muralla de árboles, mientras ellos iban hacia el sur, pero sabía que se trataba de una sensación engañosa. Levantó ambas manos para protegerse los ojos.

—Rojo cieno y azul aguado —anunció.

Brienne abría y cerraba la enorme boca sin emitir sonido alguno, eso le daba el aspecto de una vaca rumiando el pasto.

—Más deprisa, ser.

La posada desapareció pronto a sus espaldas y también perdieron de vista la punta de la vela, pero eso no quería decir nada. Cuando los perseguidores dieran la vuelta al recodo se harían visibles de nuevo.

—Es de esperar que los caballerosos Tully se detengan a enterrar a las putas muertas.

A Jaime, la perspectiva de volver a su celda no le resultaba atractiva.

«Seguro que a Tyrion se le ocurriría algo genial en este momento, pero a mí lo único que se me ocurre es atacarlos con una espada.»

Durante casi una hora jugaron al escondite con los perseguidores, mientras se deslizaban por los recodos o entre isletas frondosas. Y cuando comenzaban a tener esperanzas de que, de alguna manera, habían logrado eludir la persecución, la vela distante volvió a hacerse visible. Ser Cleos dejó de remar.

—Que los Otros se los lleven —dijo, secándose el sudor de la frente.

—¡Remad! —ordenó Brienne.

—Lo que nos persigue es una galera fluvial —anunció Jaime después de escudriñar un rato. A cada golpe de remo parecía hacerse más grande—. Nueve remos a cada lado, lo que quiere decir dieciocho hombres. Más, si llevan soldados además de remeros. Y su vela es más grande que la nuestra. No podemos escapar.

—¿Has dicho dieciocho? —preguntó Ser Cleos, se había quedado paralizado con el remo en la mano.

—Seis para cada uno de nosotros. Yo me encargaría de ocho, pero estos brazaletes me molestan un poco. —Jaime levantó las muñecas—. A no ser que Lady Brienne tenga la bondad de quitármelos.

Ella no le prestó atención y puso todo su esfuerzo en bogar.

—Teníamos media noche de ventaja sobre ellos —dijo Jaime—. Han estado remando desde el amanecer, dejando descansar dos remos por turno. Deben de estar agotados. En este momento, la vista de nuestra vela les ha dado nuevos ánimos, pero no les durarán. No tendremos problemas para matar a muchos de ellos.

—Pero… —Ser Cleos tragó en seco—. Son dieciocho.

—Por lo menos. Lo más probable es que sean veinte o veinticinco.

—No podemos derrotar a dieciocho —gimió Ser Cleos.

—¿Acaso dije que los derrotaríamos? Lo mejor que nos puede pasar es morir con la espada en la mano.

Era totalmente sincero. Jaime Lannister no había temido nunca a la muerte.

Brienne dejó de remar. El sudor le había pegado en la frente algunos mechones color lino, y con la cara que ponía estaba más fea que nunca.

—Estáis bajo mi protección —dijo, con la voz tan iracunda que era casi un rugido.

Ante tanta ferocidad Jaime no tuvo más remedio que echarse a reír.

«Es como un mastín con tetas —pensó—. O lo sería, de tener tetas.»

—Entonces protegedme, moza. O liberadme para que pueda protegerme a mí mismo.

La galera, una gran libélula de madera, se deslizaba a toda velocidad río abajo. El agua en torno a ella se tornaba blanca ante la furia de los remos. Acortaba distancias de manera visible y, a medida que se aproximaba, los hombres se agrupaban en la cubierta de proa. En las manos se les veían destellos metálicos y Jaime alcanzó a distinguir los arcos.

«Arqueros.» Detestaba a los arqueros.

En la proa de la galera se hallaba de pie un hombre robusto de cabeza calva, cejas muy pobladas y brazos musculosos. Sobre la cota llevaba un jubón blanco manchado, con un sauce llorón bordado en verde pálido, pero se sujetaba la capa con un broche en forma de trucha plateada.

«El capitán de la guardia de Aguasdulces.» En su día, Ser Robin Ryger había sido un luchador de notable tenacidad, pero su tiempo había pasado, tenía la misma edad que Hoster Tully y había envejecido junto a su señor.

Cuando los botes estaban a cuarenta metros de distancia, Jaime ahuecó las manos en torno a la boca para que se le oyera mejor.

—¿Venís a desearme buenos vientos, Ser Robin?

—Vengo a llevarte de vuelta, Matarreyes —vociferó a su vez Ser Robin Ryger—. ¿Cómo has perdido tu cabellera dorada?

—Espero cegar a mis enemigos con el brillo de mi calva. Con vos ha funcionado bastante bien.

Ser Robin no parecía divertido. La distancia entre el esquife y la galera disminuyó a treinta y cinco metros.

—Soltad los remos y tirad vuestras armas al río, y nadie resultará herido.

—Jaime, dile que nos ha liberado Lady Catelyn… —dijo Ser Cleos volviéndose—. Un intercambio de prisioneros, algo permitido por la ley…

Jaime lo dijo, pero no sirvió de nada.

—Catelyn Stark no manda en Aguasdulces —gritó Ser Robin en respuesta. Cuatro arqueros formaron a cada uno de sus lados, dos de pie y dos de rodillas—. Tirad vuestras espadas al agua.

—No tengo espada —replicó Jaime—, pero si la tuviera, te la clavaría en las tripas y les rebanaría las pelotas a esos cuatro cobardes.

Le respondieron con varios flechazos. Uno se clavó en el mástil, otros dos atravesaron la vela y el cuarto pasó a un palmo de Jaime.

Otro de los anchos recodos del Forca Roja apareció delante de ellos. Brienne ladeó el esquife en la curva. La verga osciló cuando giraron, y la vela chasqueó al llenarse de viento. Había una isla grande en mitad de la corriente; el canal principal iba por su derecha. A la izquierda había un atajo que pasaba entre la isla y los altos acantilados de la ribera norte. Brienne movió el timón y el esquife viró a la izquierda, con la vela tremolando. Jaime le observó los ojos.

«Ojos bonitos y serenos —pensó. Sabía interpretar la mirada de una persona y sabía qué aspecto tenía el miedo—. Está llena de decisión, no de desesperación.»

A veinticinco metros por detrás de ellos, la galera entraba en el recodo.

—Ser Cleos, tomad el timón —ordenó la moza—. Matarreyes, coged un remo y mantenednos lejos de las rocas.

—Como ordene mi señora.

Un remo no era una espada, pero la pala podía romperle la cara a un hombre si el golpe llevaba suficiente impulso, y la caña serviría para detener una estocada.

Ser Cleos puso el remo en la mano de Jaime y se trasladó a popa. Cruzaron la punta de la isla y giraron bruscamente hacia el atajo, salpicando la pared del risco cuando el bote se inclinó. La isla estaba cubierta por un denso bosque, una maraña de sauces, robles y altos pinos cuyas sombras oscuras se proyectaban sobre la corriente y escondían los escollos y los troncos podridos de árboles hundidos. A babor, el risco se alzaba abrupto y rocoso, y al pie del mismo el río cubría con una espuma blanca los peñones y trozos de roca que habían caído al agua.

Pasaron de la luz solar a la sombra, escondidos de la vista de la galera por el muro de vegetación que formaban los árboles y el peñón color pardo grisáceo.

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