Orson Card - La memoria de la Tierra

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La memoria de la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde hace 40 millones de años la colonia humana del planeta Armonía ha sido regida por un poderoso ordenador conocido como Alma Suprema, que es venerado casi como un dios. Su misión consiste en mantener alejado al hombre de la capacidad destructiva que le obligó a abandonar la Tierra. La tecnología apenas existe en Armonía. Hay ordenadores y placas solares, pero el medio de transporte es el caballo y la única arma, la espada «energética». Alma Suprema, sin embargo, ha detectado fallos en sus propios sistemas y sólo podrá evitar una guerra catastrófica viajando a la Tierra de nuevo. Para ello debe escoger a un hombre íntegro y revelarle el antiguo conocimiento de los viajes a través de las estrellas.

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—¿Y que todos debían marcharse?

—Supongo. Sí, ¿qué otra cosa? Luet calló, pero lo miró fijamente.

—No —dijo Padre con voz sorprendida—. No era eso. No iba a advertirles de que se marcharan.

Luet se inclinó hacia adelante, con expresión intensa, menos analítica.

—Hace un momento, cuando decías que querías avisarles que se marcharan de la ciudad…

—Pero no era eso lo que iba a hacer.

—Pero cuando pensaste eso por un instante, cuando supiste que ibas a avisarles que se fueran de la ciudad… ¿qué sensación tuviste? Cuando nos dijiste eso, ¿por qué supiste que estaba mal?

—No sé. Tuve la sensación de que… estaba mal.

—Esto es muy importante. ¿Cómo es esa sensación? De nuevo Padre cerró los ojos.

—No estoy acostumbrado a reflexionar sobre mi modo de pensar. Y ahora trato de recordar qué sentí al pensar que recordé algo que en realidad no recordé…

—No hables —le aconsejó Luet.

Padre guardó silencio.

Nafai sintió ganas de gritar. ¿Qué era eso de escuchar a esa chiquilla fea y estúpida, de consentir que le ordenara a Padre —el Wetchik, por si lo habían olvidado— que cerrara la boca?

Pero todos los demás estaban tan alerta que Nafai también guardó silencio. Issib se enorgullecería de él por haberse abstenido de decir algo que había pensado.

—No sentí nada —dijo Padre, cabeceando despacio—. Cuando hiciste la pregunta y yo respondí… Claro, tú te quedaste mirando y yo no tenía nada en la cabeza.

—Estúpido —dijo ella.

Padre enarcó una ceja. Para alivio de Nafai, al fin estaba notando que Luet era irrespetuosa.

—Te sentiste estúpido —repitió ella—. Así supiste que lo que habías dicho estaba mal.

—Sí, supongo que sí.

—¿Qué es esto? —dijo Issib—. ¿Analizar tu análisis del análisis de una alucinación totalmente objetiva?

Bien hecho Issya, dijo Nafai para sus adentros. Me has quitado las palabras de la boca.

—Podemos seguir con esto toda la mañana, pero sólo acumuláis sentidos encima de una experiencia absurda. Los sueños son sólo imágenes aleatorias de recuerdos, que el cerebro luego interpreta para inventar conexiones causales, elaborando historias a partir de nada.

Padre miró a Issib un instante, sacudió la cabeza.

—Tienes razón, desde luego —convino—. Aunque yo estaba despierto y jamás he sufrido una alucinación, sólo fue la activación aleatoria de las sinapsis de mi cerebro.

Nafai supo, al igual que Issib y Madre, que Padre estaba siendo irónico, que le estaba diciendo a Issib que su visión del fuego en la roca era mucho más que un mero sueño. Pero Luet no conocía a Padre, así que ella pensó que se estaba retractando de su misticismo para replegarse hacia la realidad.

—Te equivocas —dijo—. Era una verdadera visión, porque se te presentó del modo correcto. La comprensión precedió a la visión… por eso te hice esas preguntas. El sentido es intrínseco, y luego tu cerebro aporta las imágenes para permitir que lo comprendas. Así es como nos habla el Alma Suprema.

—Como les habla a los locos, querrás decir —objetó Nafai.

Se arrepintió de inmediato, pero ya era demasiado tarde.

—¿Locos como yo? —preguntó Padre.

—Y te aseguro que Luet es tan cuerda como tú —añadió Madre.

Issib no pudo perderse la oportunidad de disparar un dardo verbal.

—¿Cuerda como Nyef? Entonces está en apuros. Padre interrumpió las bromas de Issib.

—Hace un instante tú opinabas lo mismo.

—No dije que nadie fuera loco —replicó Issib.

—No, no tenías la… acerada elocuencia de Nafai.

Nafai sabía que podía salvarse si cerraba el pico y dejaba que Issib recibiera el impacto. Pero era escéptico y la contención no era su fuerte.

—Esa chica —prosiguió—. ¿No ves que ella guiaba tus palabras, Padre? Ella te hace una pregunta, pero no te dice de antemano la respuesta… así que digas lo que digas, puede afirmar que es una visión verdadera, la voz del Alma Suprema.

Padre no respondió de inmediato. Nafai se volvió triunfalmente hacia Luet, ansiando verla temblar. Pero Luet no temblaba. Lo observaba con calma. Había perdido su fervor y estaba serena. La fijeza de su mirada le resultaba molesta.

—¿Qué miras? —preguntó Nafai.

—A un necio —respondió Luet. Nafai se levantó de un brinco.

—No toleraré que me llames…

—¡Siéntate! —rugió Padre. Nafai se sentó, hirviendo de rabia.

—Tú acabas de tildarla de farsante —dijo Padre—. Aprecio que mis hijos estén cumpliendo el propósito para el cual los llamé, el de contar con un público escéptico para mi historia. Tú analizaste el proceso con inteligencia y tu versión de las cosas explica todo lo que sabes al respecto, tanto como la versión de Luet.

Nafai intervino para ayudarle a llegar a la conclusión correcta:

—Entonces la regla de la simplicidad requiere que tú…

—La regla de tu padre requiere que tú contengas la lengua, Nafai. Ambos olvidáis que existe una diferencia fundamental entre vosotros y yo.

Padre se inclinó hacia Nafai.

—Yo vi el fuego.

Se irguió nuevamente.

—Luet no me dijo qué pensar ni qué sentir en ese momento. Y sus preguntas me ayudaron a recordar cómo sucedió todo. Pues yo lo estaba desfigurando para adaptarlo a mis prejuicios. Ella sabía que sería extraño… del modo exacto en que lo fue. Por supuesto, no puedo convencerte a ti.

—No —convino Nafai—. Sólo puedes convencerte a ti mismo.

—Al fin y al cabo, Nafai, uno sólo puede convencerse a sí mismo.

La batalla estaba perdida si Padre ya estaba elaborando aforismos. Nafai se dispuso a aguardar el final. Se consoló pensando que a fin de cuentas todo había sido un sueño. No era algo que le cambiaría la vida.

Padre aún no había concluido.

—¿Sabes lo que quería hacer, cuando sentí la urgencia de venir a la ciudad? Quería advertir a la gente… prevenirle que siguiera las viejas tradiciones, que regresara a las leyes del Alma Suprema o este lugar ardería.

—¿Qué lugar? —preguntó Luet con renovada intensidad.

—Este lugar. Basílica. La ciudad. Es lo que vi arder. De nuevo Padre guardó silencio, mirándole los ojos ardientes.

—No la ciudad —dijo al fin—. La ciudad fue sólo la imagen que aportó mi mente, ¿verdad? No la ciudad. El mundo entero. Toda Armonía, en llamas.

—La Tierra —jadeó Rasa.

—Oh, por favor —bufó Nafai. Ahora Madre iba a asociar la visión de Padre con esa vieja monserga de que el Alma Suprema había incinerado el planeta originario para castigar a la humanidad por algún fallo contra el cual el narrador deseaba predicar. El mito coercitivo multiuso: Si no hacéis lo que yo digo (es decir, lo que dice el Alma Suprema) el mundo entero arderá.

—Yo no vi el fuego —dijo Luet, ignorando a Nafai—. Quizá no hayamos visto lo mismo.

—¿Qué has visto? —preguntó Padre.

Nafai se irritó al ver que la trataba con tanto respeto.

—Vi el Lago Hondo de Basílica, cubierto de sangre y ceniza.

Nafai aguardó a que ella terminara. Pero la niña no dijo más.

—¿Eso es todo? ¿Nada más? —Nafai se levantó, dispuesto a marcharse—. Es magnífico veros comparar visiones. Yo vi una ciudad en llamas. Vaya, pues yo vi un lago cubierto de porquerías.

Luet se levantó para observarlo. No, para erguirse sobre él. Lo cual era ridículo, pues Nafai le llevaba casi medio metro.

—Sólo te opones a mí porque no quieres creer lo que te dije acerca de Eiadh —dijo acaloradamente.

—Eso es ridículo —respondió Nafai.

—¿Tuviste una visión con Eiadh? —preguntó Rasa.

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