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Gene Wolfe: La Urth del Sol Nuevo

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Gene Wolfe La Urth del Sol Nuevo
  • Название:
    La Urth del Sol Nuevo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1996
  • Город:
    Buenos Aires
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7145-9
  • Рейтинг книги:
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La Urth del Sol Nuevo: краткое содержание, описание и аннотация

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`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

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No me importó. A mi alrededor se extendían los Corredores del Tiempo, ondulantes prados techados por el cielo bajo del Tiempo, susurrando con los arroyos que se rizan desde el más hasta el menos sobrenatural de los universos.

Junto a uno de esos arroyos se agitaban las brillantes alas de la pequeña Tzadkiel. A orillas de otro se apresuraba el hombre verde. Elegí uno que corría solitario como yo y me dejé llevar. Detrás de mí, sobre una línea que rara vez existe, Apu-Punchau, Cabeza del Día, salió de la casa y se agachó a comer el maíz hervido y la carne asada que le habían dejado. Yo también tenía hambre. Lo saludé con la mano y no lo vi más.

Cuando volví al mundo llamado Ushas, me encontré en una playa de arena —la playa que había dejado al sumergirme en el mar en busca de Juturna— y, me pareció, casi en el mismo lugar y en el mismo momento.

Caminando por la arena mojada, a cincuenta codos pasó un hombre con pescado ahumado en un plato de madera. Lo seguí, y veinte pasos después lo vi llegar a un cenador chorreante de espuma de mar pero envuelto en flores silvestres. Allí dejó el plato en la arena, dio dos pasos atrás y se arrodilló.

Acercándome, le pregunté en la lengua de la Comunidad quién iba a comerse el pescado.

Se volvió a mirarme; lo noté sorprendido de ver que yo era un forastero.

—El Durmiente —dijo—. El que duerme aquí y tiene hambre.

—¿Quién ese Durmiente? —pregunté.

—El dios solitario. Se lo siente aquí, siempre durmiendo, siempre hambriento. Traigo pescado para mostrarle que somos amigos suyos, para que cuando se despierte no nos devore.

—¿Lo sientes ahora? —pregunté.

Sacudió la cabeza. —Hay veces que es más fuerte; tan fuerte que a la luz de la luna lo vemos aquí acostado, aunque cuando nos acercamos desaparece. Hoy no lo sentía para nada.

—¿Sentías?

—Ahora sí —dijo—. Desde que ha llegado usted. Me senté en la arena y tomé un gran trozo de pescado, invitando al hombre a que me acompañara. El pescado estaba tan caliente que me quemó los dedos; así supe que lo habían cocido cerca. El hombre se sentó, pero no empezó a comer hasta que yo se lo indiqué.

—¿Siempre eres el encargado? Asintió.

—Todos los dioses tienen a alguien; hombre para un dios, mujer para una diosa.

—Sacerdotes o sacerdotisas. Volvió a asentir.

—No hay más Dios que el Increado, y todos los demás son criaturas suyas. —Incluso Tzadkiel, tuve la tentación de añadir.

—Sí —dijo él. Y apartó la cara porque no deseaba, creo, ver mi expresión si me había ofendido—. Así es para los dioses, cierto. Pero para las criaturas humildes como los hombres, posiblemente hay dioses menores. Para los hombres pobres y desgraciados estos dioses son muy eminentes. Nos esforzamos por complacerlos.

Sonreí mostrando que no me había enfadado. —¿Y qué hacen esos dioses menores para ayudar a los hombres?

—Cuatro dioses hay.

El sonsonete me indicó que el hombre había recitado esas palabras muchas veces, sin duda enseñando a niños.

—Primero y más grande es el Durmiente, un dios hombre. Siempre tiene hambre. Una vez devoró toda la tierra, y si no lo alimentamos quizá lo vuelva a hacer. Aunque el Durmiente se ha ahogado, no puede morir; y así duerme aquí en la playa. Al Durmiente pertenecen los peces: para pescar has de pedirle permiso. Yo pesco para él peces de plata. La tempestad es su ira, la calma su caridad.

¡Me había convertido en el Oannes de esa gente! —El otro dios-hombre es Odilo. Suyas son las tierras del fondo del mar. Ama el aprendizaje y la conducta recta. Odilo enseñó a los hombres a hablar y a las mujeres a escribir. Es el juez de dioses y hombres, pero a nadie castiga que no peque tres veces. Una vez sostuvo la copa del Increado. Rojo es su vino. Vino es lo que el hombre le ofrece.

Yo había tardado un aliento en recordar quién era Odilo. De pronto me di cuenta de que la Casa Absoluta y nuestra corte era ahora el marco de una borrosa pintura, con el Increado como Autarca. Dado lo que había ocurrido, parecía inevitable.

—También hay dos diosas mujeres. Pega es la diosa del día. Bajo el sol todo es suyo. Pega ama la limpieza. Ella enseñó a las mujeres a encender fuego, hornear y tejer. Se duele de ellas en el parto y acompaña a todas en la muerte. Es la consoladora. Pan moreno es la ofrenda que la mujer le lleva. Asentí, aprobando.

—Thais es la diosa de la noche. Todo es suyo bajo la luna. Ama las palabras de los amantes y a los amantes abrazados. Todos los que se acoplan han de pedirle permiso, pronunciando juntos las palabras en la oscuridad. Si no lo hacen, Thais enciende una llama en un tercer corazón y encuentra un cuchillo para la mano. Enardecida, va hacia los niños anunciando que dejarán la infancia. Es la seductora. Miel dorada es la ofrenda que la mujer le lleva.

—Parece que tenéis dos dioses buenos y dos dioses malos —dije—, y que los dioses malos son Thais y el Durmiente.

—¡Oh, no! ¡Todos los dioses son buenos, sobre todo el Durmiente! ¡Cuántos se morirían de hambre sin él! ¡El Durmiente es muy muy grande! Y cuando Thais no viene, la reemplaza un demonio.

—O sea que también tenéis demonios. —Todo el mundo tiene demonios. —Supongo que sí —dije.

El plato estaba casi vacío y yo había comido hasta hartarme. El sacerdote —mi sacerdote, debería escribir— había tomado solamente una pizca. Me levanté, recogí lo que quedaba, y no sabiendo qué otra cosa hacer, lo tiré al mar.

—Para juturna —dije—. ¿Conoce a juturna tu gente? Al ver que me levantaba, él se había puesto en pie de un salto.

—No… —Vaciló, y advertí que había estado a punto de pronunciar el nombre que me había atribuido, pero tenía miedo.

—Entonces para vosotros tal vez sea un demonio. La mayor parte de mi vida la creí un demonio yo también; puede que ni vosotros ni yo nos equivocáramos mucho.

Se inclinó, y aunque era algo más alto y en modo alguno rollizo, en esa inclinación vi a Odilo claro como al hombre que tenía enfrente.

—Ahora debes llevarme ante Odilo —le dije—. Ante el otro dios-hombre.

Recorrimos juntos la playa en la dirección de donde él había venido. Las colinas, que a mi partida habían sido barro yermo, estaban cubiertas de blanda hierba verde y salpicadas de flores silvestres y árboles jóvenes.

Intenté calcular cuánto tiempo había estado ausente y contar los años que había pasado en el pueblo de piedra de los autóctonos; y aunque no podía estar seguro de ninguna de las dos cifras, barrunté que debían ser muy semejantes. Entonces me maravilló pensar en el hombre verde, que me había ido a buscar a la jungla del norte en el momento exacto en que yo lo requería. Ambos habíamos transitado los Corredores del Tiempo, pero él había sido maestro mientras yo era apenas aprendiz.

Le pregunté a mi sacerdote cuándo había devorado las tierras el Durmiente.

Tenía el rostro enrojecido por el sol; aun así noté que palidecía.

—Hace mucho —dijo—. Antes de que los hombres llegaran a Ushas.

—¿Entonces cómo lo supieron?

—Nos lo enseñó el dios Odilo. ¿Está enfadado? De modo que Odilo había oído mi conversación con Eata. Yo había pensado que estaba durmiendo. —No —dije—. Sólo deseo oír lo que sepas. ¿Fue tu padre quien vino a Ushas?

Sacudió la cabeza. —El padre de mi padre y la madre de mi madre. Cayeron del cielo, arrojados como semillas por la mano del Dios de todos los dioses.

—Sin conocer ni el fuego ni nada —dije, y recordé entonces lo que había transmitido el joven oficial: que los hieródulos habían depositado un hombre y una mujer en los terrenos de la Casa Absoluta. Una vez recordado esto, fue harto sencillo imaginar quiénes eran los ancestros de mi sacerdote: los marineros vencidos en mis recuerdos habían pagado la derrota con el peso del pasado, así como yo habría perdido el futuro de mis descendientes si mi propio pasado hubiera sido vencido.

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