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Gene Wolfe: La Urth del Sol Nuevo

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Gene Wolfe La Urth del Sol Nuevo
  • Название:
    La Urth del Sol Nuevo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1996
  • Город:
    Buenos Aires
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7145-9
  • Рейтинг книги:
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La Urth del Sol Nuevo: краткое содержание, описание и аннотация

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`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

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El maestro Palaemon nos había enseñado que el cliente encerrado en una celda puede aguantar tres días sin agua; pero para quien se afana bajo el sol ese tiempo es demasiado. Creo que ese día yo me habría muerto si no hubiese encontrado agua fresca, cosa que sucedió cuando mi sombra parecía ya muy larga. Era sólo un arroyuelo, apenas más ancho que el arroyo que en mi visión llevaba a Briah, y tan hundido en la pampa que no lo vi hasta que casi rodé por el barranco.

Rápido como un mono, bajé a cuatro manos la orilla rocosa y me sacié con esa agua entibiada por el sol; para quien había bebido la limpieza del mar tenía sabor a lodo. De haber estado tú conmigo, lector, apremiándome a que siguiéramos caminando, creo que te habría matado. Me derrumbé entre las piedras, demasiado exhausto para dar un paso más, y antes de cerrar los ojos ya estaba dormido.

Pero creo que no dormí mucho. Cerca rugió un gran felino, y me desperté temblando de un miedo más viejo que la primera morada humana. De niño, cuando dormía en la Torre Matachina con otros aprendices, muchas veces oía ese rugido en la Torre del Oso y no tenía miedo. Lo que cambia las cosas, creo, es la ausencia de paredes. En la torre yo sabía que unos muros me protegían, y que otros aprisionaban a los esmilodontes y átroxes. Ahora sabía que estaba expuesto y a la luz de las estrellas me puse a juntar piedras, apilándolas, me dije, como proyectiles, pero en verdad (como creo ahora) para alzar una pared.

¡Qué raro era! Mientras nadaba o caminaba en el fondo de la corriente, me había imaginado una deidad, o al menos algo más que un hombre; ahora me sentía algo menos. Y con todo, si lo pienso, al fin de cuentas no es tan raro. En ese lugar yo estaba quizás en una época muy anterior a aquella en que Zak había hecho lo que hizo en la nave de Tzadkiel. Allí el Sol Viejo aún no se había debilitado, y era posible que ni siquiera lograran alcanzarme esas influencias que arrojaban sombras detrás de mí cuando había llegado al barranco.

Por fin vino el alba. El sol del día anterior me había dejado enrojecido y frágil; no salí del barranco, donde a veces había un poco de sombra, y caminé cruzando el arroyo o por la orilla, y encontré el cuerpo de un pecarí que alguien había matado cuando el animal bajaba a beber. Arranqué un pedazo de carne, lo mastiqué, y lo lavé con agua barrosa.

Alrededor de las nonas avisté la primera bomba de riego. El barranco tenía casi siete anas de profundidad, pero los autóctonos habían construido una serie de presas pequeñas y escalonadas apilando piedras del río. Una noria provista de cubos de cuero colgantes entraba ávidamente en el agua, movida por dos hombres agachados, del color de las momias, que gruñían de satisfacción cada vez que un cubo se vaciaba en la batea de arcilla.

Me gritaron en una lengua que no conocía, pero no intentaron pararme. Yo agité la mano y seguí andando, extrañado de verlos regar los campos, porque entre las constelaciones de la noche anterior había distinguido los crótalos, esas estrellas de invierno que traen el crujido de las ramas envainadas en hielo.

Pasé frente a una docena de norias semejantes antes de llegar al pueblo, donde había una escalera de piedra que bajaba hasta el agua. Allí iban las mujeres a lavar ropa y llenar cántaros, y se quedaban a contar chismes. Me miraron; y yo exhibí las manos mostrando que estaba desarmado, aunque dada mi desnudez el gesto habrá sido superfluo.

Las mujeres hablaron entre ellas en un lenguaje cadencioso. Me señalé la boca para indicar que tenía hambre y una mujer macilenta, un poco más alta que las demás, me dio una faja de una tela vieja y tosca para que me la atara a la cintura, ya que esté uno donde esté, las mujeres se parecen mucho.

Como los hombres de la bomba de riego, aquéllas tenían ojos pequeños, boca estrecha y anchas mejillas chatas. Tardé más de un mes en comprender por qué parecían tan diferentes de los autóctonos que yo había visto en la Feria de Saltus, en el mercado de Thrax y otros lugares, aunque sólo se trataba de que éstos tenían orgullo y eran mucho menos inclinados a la violencia.

En la escalera el barranco era ancho y no echaba sombra. Cuando advertí que ninguna mujer pensaba darme comida, subí los peldaños y me senté en el suelo a la sombra de una de las casas de piedra. Tengo la tentación de insertar aquí toda clase de meditaciones, cosas que en realidad pensé avanzada ya mi estancia en el pueblo de piedra; pero la verdad es que en aquel momento no pensé nada. Estaba muy cansado y muy hambriento, y un poco dolorido. Me aliviaba librarme del sol y no caminar más, y eso era todo.

Poco después la mujer alta me trajo una torta chata y un jarro de agua; los dejó a tres codos de mí y se fue a toda prisa. Comí la torta y bebí el agua, y esa noche dormí en el polvo de la calle.

A la mañana siguiente vagué por el pueblo. Las casas estaban hechas con piedras del río. Los techos eran casi planos, de leños delgados cubiertos de barro mezclado con paja, vainas y varas. En una puerta una mujer me dio la mitad de una negruzca torta de cereal. Los hombres que vi no me prestaron atención. Más tarde, cuando llegué a conocerlos mejor, comprendí que tenían el deber de explicar todo lo que vieran; y como no tenían noción de quién era yo ni de dónde venía, simulaban no verme.

Esa noche me instalé en el mismo lugar que la anterior, pero cuando regresó la mujer alta, esta vez dejando la torta y el jarro algo más cerca, los levanté y la seguí hasta su casa, una de las más viejas y más pequeñas. Al verme apartar la raída estera que hacía de puerta, la mujer se asustó, pero yo me senté a comer y beber en un rincón y procuré demostrarle que no tenía malas intenciones. Junto a su pequeño fuego la noche era más tibia que la de fuera.

Me puse a trabajar en la casa retirando las partes de los muros que parecían a punto de caerse y volviendo a apilar las piedras. La mujer me miró largo rato antes de irse al pueblo. No volvió hasta el atardecer.

Al otro día la seguí y descubrí que iba a una casa más grande donde trituraba maíz en un molino de mesa, lavaba la ropa y barría. A esas alturas yo manejaba los nombres de algunos objetos simples y cuando entendía lo que estaba haciendo la ayudaba.

El dueño de la casa era un chamán. Servía a un dios cuya terrorífica imagen se alzaba en las afueras del pueblo, hacia el este. Después de trabajar varios días para la familia, aprendí que el principal acto de devoción se llevaba a cabo por las mañanas, antes de que yo llegase. En adelante me levanté más temprano y llevé leña al altar donde él quemaba carne y aceite, y en la fiesta del solsticio de verano degollé un coipo a un son de pies danzantes y un redoble de tamboriles. Así viví entre esa gente, compartiendo todo lo que podíamos compartir.

La madera era preciosa en alto grado. En la pampa no se desarrollaban bien los árboles, y sólo se les permitía crecer en los linderos de los cultivos. El fuego de la mujer alta, como el de todos, era de madera, mazorcas y vainas mezcladas con estiércol seco. A veces aparecía algún leño, incluso en el fuego que el chamán encendía cada mañana, cuando con cantos y salmodias atrapaba los rayos del Sol Viejo en el cuenco sagrado.

Aunque yo había reconstruido los muros de la casa de la mujer alta, lo que se podía hacer por el techo, en apariencia, era poco. Los postes eran pequeños y viejos, y algunos estaban muy agrietados. Consideré un tiempo la posibilidad de alzar una columna de piedra para sostenerlo, pero habría reducido el espacio dentro de la casa.

Tras cierta reflexión eché abajo toda la estructura desvencijada y la reemplacé por unos arcos intersectantes como viera en el cobertizo del pastor donde había dejado el chal de las Peregrinas, todos de piedras sin mezcla, todos apuntando al centro de la casa. Utilicé más piedras, tierra molida y las vigas del techo hasta que estuvieron completos los arcos, y reforcé las paredes con nuevas piedras del río como soporte exterior. Mientras avanzaba la construcción la mujer y yo tuvimos que dormir fuera; pero ella no se quejó y, cuando estuvo todo listo y yo hube revocado el panal del techo con adobe, como antes, tuvo una vivienda nueva, alta y maciza.

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