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Gene Wolfe: La Urth del Sol Nuevo

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Gene Wolfe La Urth del Sol Nuevo
  • Название:
    La Urth del Sol Nuevo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1996
  • Город:
    Buenos Aires
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7145-9
  • Рейтинг книги:
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La Urth del Sol Nuevo: краткое содержание, описание и аннотация

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`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

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—Pero estoy muerto, y ni siquiera aquí… Estoy muerto allá, en la nave de Tzadkiel.

—El que está muerto allí es un gemelo tuyo —me dijo Barbatus—. Y aquí está muerto otro. Diría de paso que si no estuvieran muertos no habríamos podido hacer lo que hicimos, porque todo ser viviente es más que mera materia. —Se detuvo y miró a Famulimus pidiendo ayuda, pero no la recibió.¿Qué sabes del ánima?

Entonces pensé en Ava y en lo que me había dicho: Como todos los ignorantes, es materialista. Pero no por eso el materialismo es verdad. La pequeña Ava había muerto con Foila y los otros.

—Nada —murmuré—. No sé nada del ánima.

—En cierta manera es como los versos de un poema. ¿Cómo eran, Famulimus, aquellos que me citaste?

La mujer cantó: —¡Despertad!, pues al cuenco de la noche la Mañana ya lanzó la Piedra que ahuyenta las estrellas.

—Sí —dije—. Entiendo. Barbatus alzó la mano. —Imagina que yo escribiera esos versos en un muro, y luego los escribiera de nuevo en otro. ¿Cuáles serían los versos verdaderos?

—Ambos —dije yo—. Y ninguno. Los versos verdaderos no son escritura; tampoco habla. No sé decir qué son.

—Así ocurre con el ánima tal como yo la entiendo. Estaba escrita allí. —Señaló al hombre muerto. Ahora está escrita en ti. Cuando la luz de la Fuente Blanca toque a Urth, estará escrita allí una vez más. Pero esa escritura no borrará el ánima en ti. A menos que…

Esperé a que continuara.

Ossipago dijo: —A menos que te acerques demasiado. Si escribes un nombre en el polvo y lo repasas con el dedo, no hay dos nombres sino uno. Si por un conductor fluyen dos corrientes, hay una sola.

Mientras yo lo observaba, incrédulo, Famulimus cantó: —Una vez te acercaste demasiado a tu doble, ¿sabes?; fue aquí, en este pobre pueblo de piedras. Luego él se marchó y sólo quedaste tú. Nuestros éidolones son siempre de los muertos. ¿No te has preguntado porqué? ¡Ten cuidado!

Barbatus asintió. —Pero en cuanto a devolverte a tu tiempo, no podemos ayudarte. Tal vez tu hombre verde sabía más que nosotros; o al menos disponía de más energía. Te dejaremos comida, agua y una luz; pero tendrás que esperar a la Fuente Blanca. Como dijo Famulimus, no puede tardar mucho.

Ella ya se estaba desvaneciendo en el pasado, y fue como si su canto llegara desde muy lejos.

—No destruyas el cadáver, Severian. No caigas en la tentación… ¡ten cuidado!

Mientras yo miraba a Famulimus, Barbatus y Ossipago se habían desvanecido. Cuando se apagó la voz de ella, no hubo otro sonido en la casa que el de una débil respiración.

LI — La Urth del Sol Nuevo

Todo el resto de aquel día estuve sentado a oscuras, maldiciéndome por idiota. La Fuente Blanca iba a brillar en el cielo negro, como habían insinuado los hieródulos, pero yo sólo lo había entendido después de que ellos se fueran.

Cien veces reviví la noche de diluvio en que había bajado del techo de esa misma estructura para ayudar a Hildegrin. ¿Cuán cerca había llegado a estar de Apu-Punchau antes de fundirme con él? ¿Cinco codos? ¿Tres anas? No había ninguna certeza. Pero sin duda no era un misterio que Famulimus me hubiera dicho que no intentara destruirlo; si me acercaba lo bastante para dar un golpe nos fundiríamos en uno solo, y él, que tenía en ese universo raíces más hondas, me apabullaría como iba a apabullarlo yo en el futuro inconcebiblemente lejano en que viajaría al lugar con Dorcas y Jolenta.

Sin embargo, si yo hubiera tenido necesidad de misterio (como por cierto no era el caso), lo habría habido de sobra. La Fuente Blanca ya brillaba, eso parecía seguro, pues de lo contrario yo no habría sido capaz de llegar a ese lugar antiguo ni de curar a los enfermos. ¿Por qué, entonces, no había podido entrar en los Corredores del Tiempo como hiciera desde el monte Tifón? Había dos explicaciones probables.

La primera era, simplemente, que en el monte Tifón el miedo me había espoleado. En las crisis somos más fuertes, y aquel día los soldados de Tifón avanzaban hacia mí sin duda para matarme. Sin embargo ahora me enfrentaba con otra crisis, porque en cualquier momento Apu-Punchau podía levantarse y abalanzarse sobre mí.

La segunda era que el poder y la luz que yo recibía de la Fuente Blanca disminuían cuando ella se alejaba. En la época de Tifón tenía que haber estado mucho más cerca de Urth que en la de Apu-Punchau; pero si en verdad había disminuido tanto, el curso de un día apenas cambiaría las cosas, y con mi otra personalidad viva y tan cerca, un día era la mayor esperanza que cabía en mí. Tendría que huir lo antes posible y esperar en otra parte.

Fue el día más largo de mi vida. De haber estado simplemente aguardando el ocaso, habría podido recrearme recordando la maravillosa mañana de mi caminata por la Vía de Agua, los cuentos oídos en el lazareto de las Peregrinas o las breves vacaciones junto al mar que una vez había compartido con Valeria. Lo cierto es que no me atreví; y cada vez que bajaba la guardia me encontraba la mente abocada por cuenta propia a cosas horribles. Una vez fui encerrado por Vodalus en el zigurat de la jungla y pasé el año entre los ascios, la huida de los lobos blancos en la Casa Secreta y mil espantos similares, hasta que al cabo me pareció que un demonio deseaba que rindiese mi miserable existencia a Apu-Punchau, y que el demonio era yo.

Lentamente los ruidos del pueblo de piedra fueron muriendo. La luz, que antes había provenido de la pared más cercana a mí, ahora entraba por la del altar en donde yacía Apu-Punchau, cortando la tiniebla con láminas de oro repujado metidas en los resquicios.

Al fin se extinguió. Me levanté, con todas las coyunturas rígidas, y empecé a tantear la pared buscando puntos débiles.

La habían construido con piedras ciclópeas, y otras menores incrustadas entre ellas. Estaban tan firmemente asentadas que tuve que probar más de cincuenta antes de encontrar una que pudiera sacar; y comprendí que para pasar al otro lado tendría que desplazar una de las piedras grandes.

Ya la piedra pequeña me exigió una guardia al menos de esfuerzos y tironeos. Raspé con un cuchillo de jaspe el barro de los cantos, y en el intento rompí ese cuchillo y tres más. En un momento abandoné disgustado la tarea y trepé la pared como una araña, esperando encontrar en el techo una manera más fácil de escapar, como la paja en la estancia de los magos. Pero la cúpula era tan sólida como los muros, y salté de nuevo al suelo a ensangrentarme los dedos con la piedra suelta.

De pronto, cuando parecía que no iba a desprenderse nunca, la piedra resbaló hasta suelo con un golpeteo. Durante cinco largos alientos esperé paralizado, temiendo que Apu-Punchau se despertara. Por lo que pude juzgar, nunca se movió.

Pero otra cosa se estaba moviendo. La inmensa piedra de arriba empezaba a inclinarse a la izquierda. El barro seco crujió, como hielo que se quiebra en el silencio, y cayó a mi alrededor tableteando.

Retrocedí. Hubo un chirrido como de muela y una segunda lluvia de barro. Me hice a un lado y la gran piedra cayó estrepitosamente, dejando en su lugar un tosco círculo negro lleno de estrellas.

Miré una y me reconocí: un alfilerazo de luz casi perdido en la bruma opalina de otros diez mil.

Está claro que habría tenido que esperar; era muy posible que una docena de grandes piedras siguiesen a la primera. Un salto me llevó a la caída, otro a la abertura en la pared, un tercero a la calle. Por supuesto, el ruido había despertado a la gente; oí las voces airadas; por las puertas vi el tenue fulgor rojo de las ascuas sopladas por las mujeres, mientras los maridos buscaban a tientas lanzas y mazas dentadas.

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