Alma Katsu - Inmortal

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¿Para qué usaríamos la inmortalidad? Una historia de amor y venganza a través de los siglos, con Maine, Boston, París y
Hungría como telón de fondo.
En St. Andrews, un pequeño pueblo de Maine, ingresa en urgencias una joven acusada de haber matado a un hombre. Luke, el médico de guardia, un hombre atormentado por demonios interiores tras haber abandonado a esposa e hijas, está dispuesto a escuchar la versión de la bella Lanore. Dice ser una inmortal desde hace doscientos años.
Tiempo atrás, con el corazón roto, Lanore se vio obligada a esconder la vergüenza de un embarazo incómodo lejos de casa, en Boston. Pero antes de llegar al convento, cayó en las garras de un hombre a la vez fascinante y aterrador: Adair, un noble de origen húngaro, que le prometió un mundo de sensualidad y placer ignotos, de poder sin límites… Lanore creyó que si se unía a su séquito recuperaría a Jonathan. Pero ¿a qué precio?
Inmortal es una historia sobre la fuerza del amor, capaz de corromper, capaz de empujarnos a actos terribles en su nombre, y también sobre el valor que requiere sacrificarse por amor y redimirse.

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– Señorita McIlvrae, debo protestar. No puede quedarse sin compañía en un establecimiento público ni andar sola a medianoche por las calles de Camden para llegar a tu barco -dijo Titus-. Pero a mí me esperan en casa de mi primo y me resulta imposible quedarme con usted el resto del día.

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? -pregunté-. Si eso tranquiliza su conciencia, acompáñeme a la posada y vea usted mismo si es respetable, y después haga lo que le dicte su parecer. No consideraré que haya faltado a la palabra que dio a mi padre.

La única posada que yo conocía era el sencillo establecimiento de Daughtery en Saint Andrew, y aquella posada de Camden dejaba en ridículo la de Daughtery, con dos camareras y largas mesas con bancos, y comida caliente para consumir allí. También la cerveza era de muy buena calidad, y comprendí con una punzada de dolor que la gente de mi pueblo estaba privada de muchas cosas. Aquella injusticia me dolió, aunque en aquel momento no me sentí privilegiada por tener acceso a ellas. Sobre todo sentía nostalgia y pena por mí misma, pero se lo oculté a Titus, quien, ansioso de seguir su camino, convino en que no parecía ser un sitio de mala reputación y me dejó bajo la tutela del posadero.

Después de haber comido y haberme hartado de mirar como una pueblerina a los desconocidos que entraban en la taberna, acepté la invitación del posadero a echar una siesta en un camastro que tenía en el almacén, hasta que llegara la hora de subir a bordo del barco. Al parecer, era corriente que los pasajeros hicieran tiempo en aquella posada en particular, y el posadero estaba acostumbrado a ofrecer aquel servicio. Prometió despertarme después de la puesta de sol, con tiempo de sobra para llegar al puerto.

Me tumbé en el camastro del almacén sin ventanas y pasé revista a mi situación. Fue entonces -acurrucada en la oscuridad, con los brazos apretados alrededor del pecho- cuando me di cuenta de lo sola que estaba. Me había criado en un lugar donde todos me conocían y no cabía duda de cuál era mi sitio y quién se ocuparía de mí. Ni en Camden ni en Boston me conocía nadie, y a nadie le interesaba conocerme. Gruesas lágrimas de autocompasión me corrieron por la cara. En aquel momento no podía imaginar un castigo más brutal que hubiera podido ocurrírsele a mi padre.

Me desperté en la oscuridad al oír los golpes de los nudillos del posadero en la puerta.

– ¡Es hora de que te levantes -gritó desde el otro lado de la puerta-, o vas a perder el barco!

Pagué con unas pocas monedas que saqué del forro de mi capa, acepté su oferta de acompañarme hasta la oficina del capitán del puerto, y volví sobre mis pasos por el pueblo costero hasta el muelle.

La noche había caído con rapidez, lo mismo que la temperatura, y empezaba a extenderse una niebla procedente del mar. Había pocas personas en la calle, y las que había se apresuraban a volver a casa para resguardarse del frío y la niebla. El efecto general era fantasmagórico, como si estuviera andando por un gran cementerio. El posadero estuvo bastante amable, a pesar de lo tarde que era, y seguimos el sonido de las olas hasta el puerto.

A través de la niebla vi el barco que me llevaría a Boston. La cubierta estaba salpicada de faroles que iluminaban los preparativos para hacerse a la mar: marineros trepando por los palos, desplegando algunas de las velas; barriles rodando por una pasarela para ser almacenados en la bodega; el barco balanceándose suavemente bajo el cambiante peso.

Ahora sé que solo era un pequeño barco de carga, vulgar y corriente, pero en aquel momento me pareció un extraordinario buque comercial de la marina británica… o una bagala árabe; era el primer barco de verdad capaz de surcar los mares que veía. El miedo y la ansiedad me atenazaron el cuello -ya eran mis compañeros inseparables; el temor a lo desconocido y una incontenible ansia de aventuras- cuando me acerqué a la pasarela para subir al carguero; otro paso que me alejaba más de cuanto conocía y amaba, y a la vez otro paso que me acercaba más a mi misteriosa vida nueva.

15

Varios días después, el carguero llegó al puerto de Boston. Atracamos por la tarde, pero yo esperé hasta el atardecer para salir sigilosamente a la cubierta del barco. Todo estaba en silencio ya; los otros pasajeros habían desembarcado en cuanto el buque quedó sujeto en su amarradero, y al parecer ya habían bajado a tierra la mayor parte del cargamento. Los miembros de la tripulación, al menos aquellos cuyas caras recordaba, no estaban a la vista; probablemente habrían ido a disfrutar de los placeres de estar en tierra, visitando alguna de las tabernas que había frente al muelle. A juzgar por el número de establecimientos de aquella clase que había en la calle, las tabernas formaban parte integrante del negocio naviero, y eran más importantes que la madera o la lona de las velas.

Habíamos llegado a puerto mucho antes de lo previsto gracias a los vientos favorables, pero era solo cuestión de tiempo que el convento recibiera un aviso y enviara a alguien a recogerme. A decir verdad, el capitán me había mirado con curiosidad una o dos veces cuando yo me quedé bajo cubierta, preguntándose por qué no había desembarcado ya, y hasta se ofreció a buscarme un transporte que me llevara a mi destino si no conocía bien el camino.

Yo no quería ir al convento. Me había formado la idea de que sería algo intermedio entre una casa de trabajo para pobres y una prisión. Iba a ser mi castigo, un lugar diseñado para «corregirme» por todos los medios posibles, para curarme por estar enamorada de Jonathan. Me quitarían a mi hijo, mi última y única conexión con mi amado. ¿Cómo podía permitir tal cosa? Era la cobardía lo que me impedía huir del barco inmediatamente: la cobardía y la indecisión.

Pero por otra parte, me aterraba tener que arreglármelas sola. Las dificultades con las que me había encontrado en Camden serían cien veces peores en Boston, que parecía una ciudad enorme y rebosante de vida. ¿Cómo iba a abrirme camino? ¿A quién podía pedir ayuda, y más en mi situación? Sentía de pronto que no era sino una campesina ignorante de los territorios salvajes, completamente fuera de su lugar.

Al final, lo que me decidió a marcharme fue pensar en perder a mi hijo. Prefería dormir en una callejuela inmunda y ganarme el sustento fregando suelos a dejar que alguien me arrebatara a mi niño. En un estado de absoluto frenesí, me lancé a las calles de Boston, con solo mi pequeña bolsa de mano, abandonando el baúl en la oficina del capitán del puerto. Esperaba poder recuperarlo cuando hubiera encontrado un lugar donde vivir. Es decir, si el convento no lo confiscaba en mi nombre cuando descubrieran que yo había desaparecido.

Aunque esperé hasta el anochecer para escabullirme del barco, me sorprendió y asustó la febril actividad que seguía habiendo. La gente salía en grupos de las tabernas a las calles, llenaba las aceras, circulaba en ruidosos carruajes. Por las concurridas calles rodaban carros cargados de barriles y cajas tan grandes como ataúdes. Me metí por una y después por otra, sorteando a otros peatones, esquivando carros, incapaz de asimilar el trazado de las calles de una manera que tuviera sentido, sin saber, después de quince minutos de haber estado andando, dónde quedaba el puerto. Empecé a pensar que Boston era un lugar sombrío y cruel: cientos de personas se habían cruzado conmigo aquella noche, pero ni una se fijó en mi expresión aterrada, en la mirada perdida de mis ojos, en cómo vagaba sin rumbo. Nadie me preguntó si necesitaba ayuda.

El crepúsculo dio paso a la oscuridad. Se encendieron las farolas de las calles. El tráfico empezó a reducirse y la gente se apresuraba a volver a sus casas para pasar la noche, mientras los tenderos bajaban persianas y cerraban puertas. Volví a sentir la opresión del pánico en el pecho. ¿Dónde iba a dormir aquella noche? ¿Y la noche siguiente, y la siguiente, puestos a ello? No, me dije; no debía pensar con mucha anticipación, o caería en la desesperación. Ya tenía bastante con preocuparme por pasar aquella primera noche. Necesitaba un buen plan, o empezaría a desear haberme entregado al convento.

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