¿Compañeros?, preguntó una joven, alzando la mano. ¿Más de un marido? ¿O de una mujer?
Los ojos del predicador titilaron. Sí, habíamos oído bien: compañeros, porque un hombre debería tener tantas esposas como mujeres por las que se sintiera espiritualmente atraído, lo mismo que una mujer. Él mismo tenía dos esposas, dijo, y había encontrado esposas espirituales en todos los pueblos que había visitado.
Unas risitas furtivas se extendieron por el grupo, y la habitación se cargó de lujuria reprimida.
El predicador metió los pulgares bajo las solapas de su levita. No esperaba que la gente ilustrada de Saint Andrew aceptara el desposorio espiritual de buenas a primeras, solo porque él lo recomendara. No, suponía que tendríamos que pensar en la idea, reflexionar hasta qué punto dejábamos que la ley determinara nuestras vidas. Sabríamos en nuestros corazones si él nos decía la verdad.
Entonces dio una palmada y borró la expresión seria de su cara, y todo su porte cambió cuando sonrió. ¡Ya estaba bien de tanta charla! Habíamos pasado toda la tarde escuchándole y ya era hora de un poco de diversión. «¡Cantemos algunos himnos, himnos animados, y pongámonos en pie y bailemos!» Aquello era un cambio revolucionario respecto a nuestro habitual oficio en la iglesia. ¿Cánticos animados? ¿Bailar? La idea era herética. Tras un momento de vacilación, varias personas se pusieron en pie, comenzaron a dar palmadas y al poco rato habían empezado a cantar una tonada que más parecía una canción de marineros que un himno.
Le di un codazo a mi hermano.
– Llévame a casa, Nevin.
– Ya has oído bastante, ¿no? -dijo, incorporándose con dificultad-. Yo también. Estoy harto de escuchar las tonterías de este hombre. Espera a que les pida una luz a los Dale. Seguro que el camino está oscuro.
Me situé junto a la puerta de forma bien visible, deseando que Nevin se diera prisa. Aun así, los himnos del predicador me atronaban en los oídos. Vi la cara que ponían las mujeres del grupo cuando él les dirigía su poderosa mirada, las sonrisas en sus rostros. Seguramente imaginaban que estaban con él, o tal vez con otro hombre del pueblo con el que sentían un lazo espiritual… y lo único que ansiaban era que aquellos deseos se pudieran llevar a la práctica. El predicador había defendido el concepto más inimaginable, el desenfreno moral… y sin embargo, era un hombre de la Biblia, un predicador. Había hablado en algunas de las iglesias más respetables de la zona costera, a juzgar por las habladurías que habían llegado al pueblo antes que él. Me pregunté si en realidad aquello le daba algún tipo de autoridad.
Me sentía encendida bajo la ropa, de calor y vergüenza, porque, si había de decir la verdad, a mí también me habría gustado tener libertad para compartir mi cariño con cualquier hombre al que deseara. Por supuesto, en aquel momento, el único hombre al que yo deseaba era Jonathan, pero ¿quién podía asegurar que algún día no se cruzaría otro en mi camino? Alguien, tal vez, tan encantador y atractivo como, por ejemplo, aquel predicador. Entendía que las mujeres lo encontraran interesante. Me pregunté a cuántas esposas espirituales habría conocido el predicador itinerante.
Estando en la puerta, perdida en mis pensamientos y viendo a mis vecinos bailar un reel (¿era mi imaginación o se estaban intercambiando miradas de deseo entre hombres y mujeres mientras se cruzaban girando en la improvisada pista de baile?), me di cuenta de la repentina presencia del predicador ante mí. Con sus ojos penetrantes y sus facciones marcadas, resultaba seductor y parecía consciente de su ventaja, y sonreía de tal manera que se le veían los incisivos, afilados y blancos.
– Te agradezco que hayas venido conmigo y con tus vecinos esta tarde -dijo, inclinando la cabeza-. Supongo que eres una buscadora espiritual, que busca más iluminación, señorita…
– McIlvrae -dije yo, retrocediendo medio paso-. Lanore.
– Reverendo Judah van der Meer. -Me cogió la mano y me apretó las puntas de los dedos-. ¿Qué te ha parecido mi sermón, señorita McIlvrae? Espero que no estés demasiado escandalizada… -Sus ojos titilaron de nuevo, como si se estuviera burlando de mí para divertirse-. Lo digo por la franqueza con que expongo mis creencias.
– ¿Escandalizada? -Me costó pronunciar la palabra-. ¿Por qué, señor?
– Por la idea del desposorio espiritual. Seguro que una joven como tú puede simpatizar con el principio básico, la idea de ser fiel a nuestras pasiones… porque si no me equivoco, pareces una mujer de grandes e intensas pasiones.
Iba ganando vehemencia mientras hablaba, y sus ojos -y no creo que esto me lo imaginara- recorrían mi cuerpo como si lo estuviera haciendo con las manos.
– Y dime, señorita Lanore, pareces estar en edad de casarte. ¿Ya te ha atado tu familia a la esclavitud del compromiso? Sería una pena que una joven como tú pasara el resto de su vida en un lecho matrimonial con un hombre por el que no siente atracción. Qué lástima no conocer la auténtica pasión… -Sus ojos volvieron a brillar como si estuviera a punto de atacar-. La pasión es un regalo de Dios a sus hijos.
El corazón estaba a punto de estallar en mi pecho, y yo era como un conejo encogido ante la visión del lobo. Pero entonces él se echó a reír, me puso una mano en el brazo -enviando un estremecimiento directamente a mi cabeza- y se acercó más a mí, lo suficiente para que sintiera su aliento en la cara y para que un rizo rebelde me rozara la mejilla.
– Vaya, parece que te vayas a desmayar. Creo que necesitas un poco de aire. ¿Quieres ir afuera conmigo?
Ya me había cogido el brazo y no esperó a que yo respondiera, sino que me arrastró al porche. El aire de la noche era mucho más fresco que la atmósfera de la abarrotada casa, y yo respiré hondo hasta que las ballenas de mi corsé no me dejaron aspirar más.
– ¿Mejor? -Cuando yo asentí, él continuó-. Debo decirte, señorita McIlvrae, que me ha alegrado mucho que te unieras a nosotros en este ambiente más íntimo. Tenía la esperanza de que vinieras. Esta tarde en el campo me he fijado en ti y he sabido al instante que tenía que conocerte. He sentido inmediatamente un lazo contigo. ¿Lo has sentido tú también? -Antes de que tuviera ocasión de responder, me cogió la mano-. He pasado la mayor parte de mi vida viajando por el mundo. Tengo sed de conocer gente. De vez en cuando encuentro a alguien extraordinario. Alguien cuya singularidad se puede ver incluso a través de un campo lleno de gente. Alguien como tú.
Tenía los ojos tan brillantes que parecía que tuviera fiebre, la mirada salvaje de alguien que persigue un pensamiento pero es incapaz de centrarse, y yo empecé a asustarme. ¿Por qué me había elegido a mí? Aunque a lo mejor no me había elegido, puede que aquello fuera una tentación a la que sometía a todas las chicas lo bastante impresionables para considerar su oferta de desposorio espiritual. Se apretaba contra mí de una manera demasiado familiar para ser educada, y parecía que disfrutaba con mi angustia.
– ¿Extraordinario? Señor, usted no me conoce de nada. -Lo empujé a un lado, pero él siguió tercamente plantado delante de mí-. Yo no tengo nada de extraordinario.
– Ah, claro que sí. Puedo sentirlo. Tú también tienes que sentirlo. Posees una sensibilidad especial, una naturaleza primordial muy notable. Lo veo en tu delicada y encantadora cara. -Su mano se cernía sobre mi mejilla, como si fuera a tocarme, como si no tuviera más remedio que hacerlo-. Estás llena de deseo, Lanore. Eres una criatura sensual. Te mueres por conocer este lazo físico entre hombre y mujer. Es uno de tus pensamientos obsesivos. Tienes hambre de ello. ¿Existe tal vez un hombre concreto…?
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