Alma Katsu - Inmortal

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¿Para qué usaríamos la inmortalidad? Una historia de amor y venganza a través de los siglos, con Maine, Boston, París y
Hungría como telón de fondo.
En St. Andrews, un pequeño pueblo de Maine, ingresa en urgencias una joven acusada de haber matado a un hombre. Luke, el médico de guardia, un hombre atormentado por demonios interiores tras haber abandonado a esposa e hijas, está dispuesto a escuchar la versión de la bella Lanore. Dice ser una inmortal desde hace doscientos años.
Tiempo atrás, con el corazón roto, Lanore se vio obligada a esconder la vergüenza de un embarazo incómodo lejos de casa, en Boston. Pero antes de llegar al convento, cayó en las garras de un hombre a la vez fascinante y aterrador: Adair, un noble de origen húngaro, que le prometió un mundo de sensualidad y placer ignotos, de poder sin límites… Lanore creyó que si se unía a su séquito recuperaría a Jonathan. Pero ¿a qué precio?
Inmortal es una historia sobre la fuerza del amor, capaz de corromper, capaz de empujarnos a actos terribles en su nombre, y también sobre el valor que requiere sacrificarse por amor y redimirse.

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6

Una tarde de verano, cuando yo tenía quince años, todo el pueblo se congregó en el prado de McDougal para oír hablar a un predicador itinerante. Todavía puedo ver a mis vecinos dirigiéndose hacia el campo dorado de hierba alta reluciendo al sol y volutas de polvo levantándose del sinuoso camino. A pie, a caballo y en carro, casi todos los habitantes de Saint Andrew acudieron aquel día al prado de McDougal, aunque os puedo asegurar que no fue por un exceso de devoción. Hasta los predicadores errantes eran una rareza en nuestro rincón de los bosques; aceptábamos cualquier entretenimiento que se nos ofreciera para mitigar el aburrimiento de un largo día de verano en aquel lugar desolado.

Aquel predicador en particular había surgido aparentemente de la nada, y en pocos años se había hecho merecedor de muchos seguidores, además de una reputación de oratoria incendiaria y un lenguaje subversivo. Corría el rumor de que había dividido a los fieles en el pueblo más próximo -Fort Kent, a un día a caballo hacia el norte-, enfrentando a los congregacionistas tradicionales con una nueva hornada de reformistas. También se decía que Maine iba a convertirse en estado, librándose de la tutela de Massachusetts, así que había una especie de movimiento en el aire -religioso y político- que apuntaba a una posible rebelión contra la religión que los colonos habían traído de Massachusetts.

Fue mi madre la que convenció a mi padre de que acudiéramos, aunque ella jamás habría pensado en dejar el catolicismo; solo quería pasar una tarde fuera de la cocina. Extendió una manta en el suelo y esperó a que empezara el sermón. Mi padre se sentó a su lado inclinando la cabeza con aire receloso, echando miradas alrededor para ver quién más estaba allí. Mis hermanas estaban cerca de mi madre, metiéndose recatadamente las faldas bajo las piernas, y Nevin se había alejado en cuanto el carro se detuvo, ansioso por encontrarse con los chicos que vivían en las granjas vecinas a la nuestra.

Yo me quedé de pie, protegiéndome los ojos de la fuerte luz del sol con una mano, observando la multitud. El pueblo entero estaba allí, algunos con mantas como mi madre, algunos con comida dentro de los cestos. Yo estaba buscando a Jonathan, como de costumbre, pero parecía que no se encontraba allí. Su ausencia no me sorprendía: su madre era probablemente la congregacionista más estricta del pueblo, y la familia de Ruth Bennet Saint Andrew no participaría en aquella insensatez reformista.

Pero entonces vislumbré el brillo de un pelaje negro entre los árboles. Sí, era Jonathan bordeando el prado a lomos de su inconfundible caballo. No fui la única que lo vio; un murmullo se extendió visiblemente por algunas partes de la multitud. ¿Cómo sería tener conciencia de que docenas de personas te están mirando arrebatadas, siguiendo con los ojos el contorno de tus largas piernas contra los costados del caballo, de tus fuertes manos sujetando las riendas? Había tanto deseo reprimido ardiendo sin llama aquel día en el pecho de tantas mujeres en aquel prado seco, que me extraña que la hierba no se incendiara.

Cabalgó hacia mí y, soltándose de los estribos, saltó de la silla. Olía a cuero y a tierra cocida por el sol, y yo estaba deseando tocarle hasta las partes más insignificantes, incluso su manga, medio mojada por el sudor.

– ¿Qué ocurre? -Jonathan se quitó el sombrero y se pasó aquella manga por la frente.

– ¿No lo sabes? Llega al pueblo un predicador que no es de por aquí. ¿No has venido a escucharle?

Jonathan miró por encima de mi cabeza, como si tratara de calcular cuánta gente había acudido.

– No, he estado fuera, supervisando la nueva parcela que vamos a cosechar. El viejo Charles no se fía del nuevo agrimensor. Cree que bebe demasiado. -Miró de soslayo para ver mejor qué chicas lo estaban contemplando-. ¿Está aquí mi familia?

– No, y además no creo que tu madre apruebe que estés aquí. El predicador tiene una reputación malísima. Podrías ir al infierno solo por escucharle.

Jonathan me sonrió.

– ¿Por eso has venido tú? ¿Tienes ganas de ir al infierno? Ya sabes que hay caminos que conducen a la perdición mucho más agradables que escuchar a predicadores disidentes.

Había un mensaje en el brillo de sus profundos ojos castaños, pero yo no supe interpretarlo. Antes de que pudiera pedirle que se explicara, él se echó a reír y dijo:

– Parece que está aquí todo el pueblo. Qué pena que no pueda quedarme, pero, como tú dices, pagaría con el infierno si mi madre se enterara.

Puso el pie en el estribo y volvió a subir a la silla, pero después se inclinó sobre mí.

– ¿Y tú, qué, Lanny? Nunca te han gustado los sermones. ¿Qué haces aquí? ¿Esperas encontrar a alguien, a algún chico en particular? ¿Acaso te has encaprichado con algún muchacho?

Aquello fue toda una sorpresa: el tono desdeñoso, la mirada penetrante. Nunca había dado la más mínima señal de que le importara saber si yo estaba interesada en otro.

– No -dije, sin aliento, apenas capaz de balbucear una respuesta.

Él agarró las riendas despacio, como sopesándolas igual que sopesaría sus palabras.

– Sé que llegará el día en que te veré con otro chico, ¡mi Lanny con otro chico!, y no me va a gustar. Pero así es la vida.

Antes de que yo pudiera recuperarme de la impresión y decirle que estaba en su mano impedirlo – ¡seguro que ya lo sabía!-, había hecho dar la vuelta al caballo y se había adentrado a medio galope en el bosque, dejándome confusa una vez más con la vista fija en él. Jonathan era un enigma. La mayor parte del tiempo, me trataba como a su mejor amiga, con una actitud platónica hacia mí, pero en ocasiones creía reconocer una invitación en su manera de mirarme, o un destello – ¿me atrevería a esperarlo?- de deseo en su inquietud. Ahora que se había alejado, yo no podía seguir pensando en ello… o me volvería loca.

Me apoyé en un árbol y miré al predicador abrirse camino hasta el centro de un pequeño claro frente a la multitud. Era más joven de lo que yo había esperado -Gilbert era el único predicador que yo había conocido, y había llegado a Saint Andrew ya canoso y malhumorado- y caminaba derecho como una baqueta, como si estuviera seguro de que Dios y la justicia estaban de su parte. Era atractivo de una manera que resulta inesperada e incluso incómoda cuando se ve en un predicador, y las mujeres que estaban sentadas más cerca de él se agitaron como pajaritos cuando les dedicó una amplia e inmaculada sonrisa. Y sin embargo, viendo cómo miraba a la multitud mientras se preparaba para empezar (tan seguro como si fueran ya suyos), experimenté un escalofrío siniestro, como si estuviera a punto de ocurrir algo malo.

Empezó a hablar en voz alta y clara, rememorando sus andanzas por el territorio de Maine y describiendo lo acaecido en ellas. Aquella zona se estaba convirtiendo en una copia de Massachusetts, con sus costumbres elitistas. Un puñado de hombres ricos controlaba el destino de sus vecinos. ¿Y qué había significado aquello para las personas normales? Malos tiempos. A la gente corriente no le salían las cuentas. Hombres honrados, padres y maridos, iban a la cárcel y sus tierras se vendían sin contar con las mujeres y los niños. Me sorprendió ver entre la multitud cabezas que asentían.

Lo que la gente quería -lo que los americanos querían, insistió, esgrimiendo su Biblia en el aire- era libertad. No habíamos luchado contra los británicos solo para tener nuevos amos en lugar del rey. Los terratenientes de Boston y los comerciantes que vendían a los colonos no eran más que ladrones que imponían precios escandalosos de usurero, y la ley era su perrito faldero. Sus ojos resplandecían mientras observaba a la multitud, animado por sus murmullos de asentimiento, y dio unas zancadas en su círculo de hierba pisoteada. Yo no estaba acostumbrada a oír opiniones disidentes en voz alta, en público, y me sentí vagamente alarmada por el éxito del predicador.

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