El corazón se le retorcía en el pecho. ¿Y si la sangre de demonio de Sebastian lo había envenenado? La Marca de Caín no podía ayudarlo en ese caso. Lo había hecho voluntariamente, por sí mismo. Por ella. Simon.
– Ah, Miguel. -La voz de Lilith era casi una carcajada mientras avanzaba hacia Jace-. El capitán de la horda del Señor. Lo conocí.
Jace levantó su cuchillo serafín; relucía como una estrella, tanto brillaba que Clary se preguntó si la ciudad entera podría verlo, como un reflector taladrando el cielo.
– No te acerques más.
Lilith, sorprendiendo a Clary, se detuvo.
– Miguel asesinó al demonio Sammael, al que yo amaba -dijo-. ¿Por qué será, pequeño cazador de sombras, que tus ángeles son tan fríos y despiadados? ¿Por qué destrozan a todo aquel que no les obedece?
– No tenía ni idea de que fueras una defensora del libre albedrío -dijo Jace, y su manera de decirlo, su voz cargada de sarcasmo, devolvió a Clary, más que cualquier otra cosa lo habría hecho, la confianza de que volvía a ser él-. ¿Qué tal, entonces, si permites que nos marchemos todos de esta terraza? ¿Simon, Clary y yo? ¿Qué me dices, diablesa? Se ha acabado. Ya no me controlas. No pienso hacerle ningún daño a Clary, y Simon no te obedecerá. Y ese pedazo de mierda que intentas resucitar… te sugiero que te lo quites de encima antes de que empiece a pudrirse. Porque no volverá, y su fecha de caducidad está más que superada.
El rostro de Lilith se contorsionó, y escupió a Jace. Su saliva fue una llama negra que al tocar el suelo se convirtió en una serpiente que culebreó hacia él con las mandíbulas abiertas. La aplastó con la bota y se abalanzó hacia la diablesa, blandiendo el cuchillo, pero Lilith desapareció como una sombra cuando el arma se iluminó, apareciendo de nuevo justo detrás de él. Cuando Jace se volvió, ella alargó el brazo, casi con desidia, y le golpeó el pecho con la mano abierta.
Jace salió volando. Miguel se deslizó de su mano y rebotó en las losas de piedra del suelo. Jace navegó por los aires y chocó contra el pequeño muro de la terraza con tanta fuerza que la piedra se resquebrajó. Cayó con dureza al suelo, visiblemente conmocionado.
Jadeando, Clary corrió para recoger el cuchillo serafín, pero no consiguió darle alcance. Lilith atrapó a Clary con dos manos finas y gélidas y la lanzó por los aires con una fuerza increíble. Clary se precipitó contra un seto, sus ramas le arañaron la piel, abriéndole extensos cortes. Trató de salir de allí, pero tenía el vestido enredado en el follaje. Después de escuchar el sonido de la tela de seda al rajarse, consiguió liberarse y vio que Lilith estaba levantando a Jace del suelo, con la mano pegada a la ensangrentada parte frontal de la camisa.
Lilith sonreía a Jace, con dientes negros y relucientes como metal.
– Me alegro de que te hayas levantado, pequeño nefilim. Quiero ver tu cara cuando te mate, en lugar de apuñalarte por la espalda como tú le hiciste a mi hijo.
Jace se restregó la cara con la manga de la camisa; tenía un corte sangrante en la mejilla y el tejido se manchó de rojo.
– No es tu hijo. Le donaste algo de sangre. Pero eso no lo convierte en tu hijo. Madre de los brujos… -Giró la cabeza y escupió sangre-. No eres la madre de nadie.
Los ojos de serpiente de Lilith se agitaron con furia. Clary, liberándose por fin del seto, observó que cada cabeza de serpiente tenía su propio par de ojos, brillantes y rojos. Sintió náuseas viendo el movimiento de aquellas serpientes; sus miradas recorrían de arriba abajo el cuerpo de Jace.
– Destrozando mi runa… Qué vulgaridad -espetó Lilith.
– Sí, pero muy efectivo -dijo Jace.
– No podrás vencerme, Jace Herondale -dijo ella-. Tal vez seas el cazador de sombras más grande que ha conocido este mundo, pero yo soy algo más que un demonio mayor.
– Entonces, lucha conmigo -dijo Jace-. Elige arma. Yo usaré mi cuchillo serafín. Luchemos cuerpo a cuerpo y veremos quién gana.
Lilith se quedó mirándolo, moviendo lentamente la cabeza, su oscuro cabello se agitaba como humo a su alrededor.
– Soy el demonio más antiguo -dijo-. No soy un hombre. Carezco de orgullo masculino con el que poder engatusarme, y un combate cuerpo a cuerpo no me interesa. Es una debilidad de los de tu sexo, no del mío. Soy una mujer. Utilizaré cualquier arma y todas las armas posibles para conseguir lo que quiero. -Lo soltó entonces, con un empujón casi despreciativo; Jace se tambaleó un instante, pero se enderezó en seguida y alcanzó el brillante cuchillo Miguel .
Lo cogió justo cuando Lilith reía a carcajadas y levantaba los brazos. De sus manos abiertas surgieron como una explosión unas sombras medio opacas. Incluso Jace se sorprendió cuando las sombras se solidificaron en forma de dos demonios negros con brillantes ojos rojos. Cayeron al suelo, dando zarpazos y gruñendo. Eran perros, pensó Clary asombrada, dos perros negros de aspecto siniestro y malévolo que recordaban vagamente un par de doberman.
– Cerberos -jadeó Jace-. Clary…
Se interrumpió cuando uno de los perros se abalanzó sobre él, con la boca abierta como la de un tiburón y un aullido estallando en su garganta. Un instante después, el segundo dio un salto y se lanzó directamente sobre Clary.
– Camille. -A Alec le daba vueltas la cabeza-. ¿Qué haces aquí?
Al momento se dio cuenta de la estupidez de su pregunta. Reprimió las ganas de darse un golpe en la frente. Lo último que deseaba era quedar como un tonto delante de la ex novia de Magnus.
– Ha sido Lilith -dijo la vampira con una vocecilla temblorosa-. Sus seguidores irrumpieron en el Santuario. No está protegido contra los humanos, y ellos son humanos… a duras penas. Cortaron mis cadenas y me trajeron aquí. Me llevaron a su presencia. -Levantó las manos; las cadenas que la sujetaban a la tubería traquetearon-. Me torturaron.
Alec se agachó hasta que sus ojos quedaron al mismo nivel que los de Camille. Los vampiros no sufrían magulladuras -se curaban tan rápido que no daba ni tiempo para ello-, pero el pelo de Camille estaba manchado de sangre en el lado izquierdo de su cabeza, lo que invitaba a pensar que estaba diciendo la verdad.
– Supongamos que te creo -dijo Alec-. ¿Qué quería de ti? Nada de lo que sé acerca de Lilith indica que tenga un interés especial por los vampiros…
– Ya sabes por qué me retenía la Clave -dijo-. Debes de haberlo oído.
– Mataste a tres cazadores de sombras. Magnus dijo que alguien te lo había ordenado… -Se interrumpió-. ¿Lilith?
– ¿Me ayudarás si te lo cuento? -Le temblaba el labio inferior. Tenía los ojos abiertos de par en par, verdes, suplicantes. Era muy bella. Alec se preguntó si alguna vez habría mirado a Magnus de aquella manera. Le entraron ganas de zarandearla.
– Tal vez -dijo, pasmado ante la frialdad de su voz-. En estas condiciones, tienes poco poder negociador. Podría largarme y dejarte en manos de Lilith y no supondría una gran diferencia para mí.
– Sí que lo supondría -replicó ella. Hablaba en voz baja-. Magnus te quiere. Si fueses el tipo de persona capaz de abandonar a un ser indefenso, no te querría.
– A ti también te quería -dijo Alec.
Camille esbozó una sonrisa melancólica.
– Me parece que desde entonces ha aprendido.
Alec se balanceó levemente.
– Mira -dijo-. Cuéntame la verdad. Si lo haces, te cortaré las cadenas y te llevaré ante la Clave. Te tratarán mejor de lo que te trataría Lilith.
Camille se miró las muñecas, encadenadas a la tubería.
– La Clave me encadenó -dijo-. Lilith me ha encadenado. Veo poca diferencia en el trato que me han dado las dos partes.
– Supongo, en este caso, que debes elegir. Confiar en mí o confiar en ella -dijo Alec. Era una apuesta arriesgada, y lo sabía.
Читать дальше