– Sinceramente, Jace -comenzó, con la misma delicadeza con la que le había tocado-, ¿es que no sabes que no se debe jugar con cristales rotos?
Él profirió un sonido parecido a una risa estrangulada antes de alargar las manos y envolverla en un abrazo. Clary era consciente de que Luke les observaba desde la ventana, pero cerró los ojos con firmeza y enterró el rostro en el hombro de Jace. El muchacho olía a sal y a sangre, y sólo cuando su boca se acercó a la oreja de ella comprendió qué era lo que decía, lo que había estado murmurando antes, y era la letanía más simple de todas: el nombre de Clary, sólo su nombre.
La ascensión seduce
El pasillo del hospital era cegadoramente blanco. Tras tantos días de vivir a la luz de las antorchas, las lámparas de gas y la sobrenatural luz mágica, la luz fluorescente hacía que las cosas parecieran planas y anormales. Cuando Clary dio su nombre en el mostrador de recepción, advirtió que la enfermera que le entregaba la hoja de visita tenía una piel que resultaba extrañamente amarilla bajo la fuerte iluminación.
«Tal vez sea un demonio», pensó Clary, devolviendo la hoja.
– La última puerta al final del pasillo -informó la enfermera, lanzándole una sonrisa amable.
«O tal vez estoy enloqueciendo.»
– Lo sé -respondió-. Estuve aquí ayer.
«Y el día anterior, y el día anterior a ése.»
Eran las primeras horas de la tarde, y el pasillo no estaba atestado. Un anciano avanzaba arrastrando unos pies calzados con zapatillas de felpa y vestido con una bata, llevando a rastras un equipo móvil de oxígeno tras él. Dos médicos con dos batas quirúrgicas verdes sostenían sendas tazas de poliestireno, con una columna de vapor alzándose de la superficie del líquido en el aire gélido. Dentro del hospital la refrigeración estaba al máximo, aunque en el exterior el tiempo había empezado a ser por fin más otoñal.
Clary encontró la puerta del final del pasillo. Estaba abierta. Miró al interior, no deseando despertar a Luke si éste dormía en la silla situada junto a la cama, tal y como lo había estado haciendo las últimas dos veces que ella había aparecido. Pero estaba en pie y consultando con un hombre alto vestido con los hábitos color pergamino de los Hermanos Silenciosos. El hombre volvió la cabeza, como percibiendo la llegada de Clary, y ésta vio que se trataba del hermano Jeremiah.
Cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿Qué es lo que sucede?
Luke tenía aspecto agotado, con una desaliñada barba de tres días y las gafas subidas sobre la cabeza. La muchacha pudo ver el bulto de los vendajes que todavía le rodeaban la parte superior del pecho bajo la holgada camisa de franela.
– El hermano Jeremiah se iba en estos momentos -dijo. Alzando la capucha, Jeremiah fue hacia la puerta, pero Clary le cortó el paso.
– ¿Y? -le interrogó-. ¿Va a ayudar a mi madre?
Jeremiah se acercó más, y ella pudo sentir el frío que emanaba de su cuerpo, como vapor de un iceberg.
«No puedes salvar a otros hasta que te hayas salvado a ti mismo primero», dijo la voz en su mente.
– Este rollo de las galletitas de la suerte se está quedando muy pasado de moda -repuso Clary-. ¿Qué le pasa a mi madre? ¿Lo sabe? ¿Pueden ayudarla los Hermanos Silenciosos tal y como ayudaron a Alec?
«Nosotros no ayudamos a nadie -dijo Jeremiah-. Ni tampoco es de nuestra incumbencia asistir a aquellos que se han separado voluntariamente de la Clave.»
La muchacha se echó hacia atrás mientras Jeremiah pasaba junto a ella y salía al pasillo. Le contempló alejarse, mezclándose con la multitud, sin que ni una sola persona le mirara dos veces. Cuando dejó que sus propios ojos se entrecerraran, vio la reluciente aura del glamour que lo envolvía, y se preguntó qué veían ellos: ¿Otro paciente? ¿Un médico que andaba apresuradamente con una bata quirúrgica? ¿Un visitante afligido?
– Decía la verdad -dijo Luke desde detrás de ella-. Él no curó a Alec; lo hizo Magnus bane. Y tampoco sabe qué es lo que le pasa a tu madre.
– Lo sé -replicó Clary, volviendo la cara hacia la habitación.
Se acercó a la cama con paso fatigado. Resultaba difícil conectar a la pequeña figura blanca que yacía allí recubierta por encima y por debajo por un enjambre de tubos, con su efervescente madre de cabellos llameantes. Desde luego, sus cabellos seguían siendo rojos, extendidos sobre la almohada igual que un chal de hilo cobrizo, pero su tez estaba tan pálida que a Clary le recordaba a la Bella Durmiente del museo de Madame Tussaud, cuyo pecho ascendía y descendía sólo porque le daba vida un mecanismo de relojería.
Tomó la delgada mano de su madre y la sostuvo, tal y como había hecho el día anterior y el anterior a ése. Sentía el pulso latiendo en la muñeca de Jocelyn, firme e insistente.
«Quiere despertar -pensó Clary-. Sé que quiere hacerlo.»
– Desde luego que quiere -dijo Luke, y Clary se sobresaltó al comprender que había hablado en voz alta-. Lo tiene todo para querer ponerse bien, incluso más de lo que podría imaginar.
Clary volvió a dejar la mano de su madre sobre la cama, con delicadeza.
– Te refieres a Jace.
– Por supuesto que me refiero a Jace -replicó Luke-. Le ha llorado diecisiete años. Si pudiera decirle que ya no necesita llorarle… -Se interrumpió.
– Dicen que la gente en coma a veces puede oírte -ofreció ella.
Desde luego, los médicos habían dicho que aquello no era un coma corriente: ninguna herida, ninguna falta de oxígeno, ningún repentino fallo cardíaco o cerebral lo había causado. Era como si sencillamente estuviera dormida, y no se la pudiera despertar.
– Lo sé -dijo Luke-. He estado hablando con ella. Casi sin pausa. -Le lanzó una sonrisa cansada-. Le he contado lo valiente que has sido. Lo orgullosa que estaría de ti. Su hija guerrera.
Algo agudo y doloroso se alzó en el interior de la garganta de la muchacha, y ella lo empujó hacia abajo, apartando la mirada de Luke para dirigirla a la ventana. A través de ella podía ver la pared de ladrillo liso del edificio de enfrente. Allí no había hermosas vistas de árboles o de un río.
– He hecho las compras que me pediste -indicó-. Compré mantequilla de cacahuete, leche, cereales y pan. -Hundió la mano en el bolsillo de los vaqueros-. Tengo el cambio…
– Quédatelo -respondió Luke-. Puedes usarlo para pagarte un taxi de vuelta.
– Simón va a llevarme en coche -informó Clary; comprobó el reloj de mariposas que colgaba del llavero-. De hecho, probablemente esté abajo ahora.
– Estupendo, me alegro de que vayas a pasar un rato con él. -Luke pareció aliviado-. Quédate el dinero de todos modos. Cómprate comida para llevar esta noche.
La muchacha abrió la boca para protestar, luego la cerró. Luke era, como su madre siempre había dicho, una roca en tiempos difíciles, sólida, con la que se podía contar y totalmente inquebrantable.
– Ve a casa luego, ¿de acuerdo? También tú necesitas dormir.
– ¿Dormir? ¿Quién necesita dormir? -Se mofó él, pero ella le vio el cansancio en el rostro cuando volvió a sentarse junto al lecho de su madre y, con delicadeza, alargó la mano para apartar un mechón de pelo del rostro de Jocelyn.
Clary se dio la vuelta con lágrimas en los ojos.
La furgoneta de Eric estaba parada al ralentí junto al bordillo cuando salió por la puerta principal del hospital. El cielo describía un arco en lo alto, con el perfecto azul de un cuenco de cerámica, y se oscurecía hasta alcanzar un tono zafiro sobre el río Hudson, donde el sol empezaba a descender. Simón se inclinó para abrirle la puerta desde dentro, y ella se encaramó al asiento del copiloto.
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