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Cassandra Clare: Ciudad de hueso

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Cassandra Clare Ciudad de hueso

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Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella… Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo. Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.

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– Ya te dije que no estaba lejos.

Ahora, Valentine estaba de pie en lo que parecía una arcada dorada, con los cabellos agitándose bajo el mismo viento que agitaba las hojas en los lejanos árboles.

– ¿Está como tú lo recuerdas, Jonathan? ¿No ha cambiado nada?

Clary sintió que el corazón se le contraía en el pecho. No tenía la menor duda de que se trataba de la casa de la infancia de Jace, presentada para tentarle del mismo modo que uno podría tentar a un niño con un caramelo o un juguete. Miró en dirección a Jace, pero él no pareció verla en absoluto. Tenía los ojos fijos en el Portal, y en la vista que había al otro lado de los campos verdes y la casa solariega. Vio que el rostro se le suavizaba, su boca, como si contemplara a alguien que amara, se curvó con nostalgia.

– Todavía puedes venir a casa -insistió su padre.

La luz del cuchillo serafín que Jace sostenía proyectó su sombra hacia atrás de modo que ésta pareció cruzar el Portal, oscureciendo los luminosos campos y el prado del otro lado.

La sonrisa desapareció de la boca de Jace.

– Ésa no es mi casa -dijo-. Mi casa ahora está aquí.

Con un ataque de rabia contorsionando sus facciones, Valentine miró a su hijo. Clary jamás olvidaría aquella mirada: le hizo sentir un repentino anhelo de estar con su madre. Porque por muy enfadada con ella que hubiera estado su madre, Jocelyn jamás la habría mirado de aquel modo. Siempre la había mirado con amor.

Clary sintió tanta lástima por Jace entonces, que era imposible sentir más.

– Muy bien -dijo Valentine, y dio un veloz paso atrás a través del Portal de modo que sus pies se posaron en el suelo de Idris; sus labios se curvaron en una sonrisa-. Ah -indicó-, el hogar.

Jace avanzó a trompicones hasta el borde del Portal antes de detenerse, con una mano sobre el marco dorado. Una extraña vacilación parecía haberse apoderado de él, al mismo tiempo que Idris rielaba ante sus ojos como un espejismo en el desierto. Haría falta sólo un paso…

– Jace, no -dijo Clary rápidamente-. No vayas tras él.

– Pero la Copa -repuso él.

La muchacha era incapaz de saber qué pensaba él, pero el arma que empuñaba temblaba violentamente junto con la mano.

– ¡Deja que la Clave la consiga! Jace, por favor.

«Si cruzas ese Portal, podrías no regresar jamás. Valentine te matará. Tú no quieres creerlo, pero lo hará.»

– Tu hermana tiene razón.

Valentine estaba de pie entre la hierba verde y las flores silvestres, con las briznas de hierba agitándose alrededor de sus pies, y Clary se dio cuenta de que, a pesar de que se encontraban a centímetros de distancia el uno del otro, se hallaban en países diferentes.

– ¿Realmente crees que puedes ganarme? ¿Aunque tú tengas un cuchillo serafín y yo esté desarmado? No sólo soy más fuerte que tú, sino que dudo que seas capaz de matarme. Y tendrás que matarme, Jonathan, antes de que te entregue la Copa.

Jace cerró con más fuerza la mano sobre el arma del ángel.

– Puedo…

– No, no puedes.

Alargó la mano, a través del Portal, y agarró la muñeca de Jace, arrastrándola al frente hasta que la punta de la hoja serafín tocó su pecho. Allí donde la mano y la muñeca de Jace atravesaron el Portal, éstas parecieron rielar como si estuvieran hechas de agua.

– Hazlo, pues -indicó Valentine-. Hunde la hoja. Siete… tal vez nueve centímetros.

Tiró de la cuchilla hacia él, con la punta de la daga cortando la tela de la camisa. Un círculo rojo como una amapola floreció justo sobre el corazón. Jace, con una exclamación ahogada, desasió la mano de un tirón y retrocedió trastabillando.

– Lo que yo pensaba -dijo su padre-. Un corazón demasiado blando.

Y con una sorprendente brusquedad lanzó el puño en dirección a Jace. Clary chilló, pero el golpe jamás alcanzó al joven: en su lugar, golpeó la superficie del Portal entre ellos con un sonido parecido al de un millar de cosas frágiles que se rompen. Grietas en forma de telas de araña resquebrajaron el cristal que no era cristal; lo último que Clary oyó antes de que el Portal se desvaneciera en un diluvio de fragmentos irregulares fue la risa burlona de Valentine.

El cristal recorrió el suelo como una lluvia de hielo, una cascada extrañamente hermosa de fragmentos plateados. Clary retrocedió, pero Jace se quedó muy quieto mientras el cristal llovía sobre él, con la mirada fija en el marco vacío del espejo.

Clary había esperado que lanzara una palabrota, que gritara o maldijera a su padre, pero en lugar de ello se limitó a esperar a que los fragmentos dejaran de caer. Cuando lo hicieron, se arrodilló en silenció y con cuidado en el maremágnum de cristales rotos y recogió uno de los pedazos más grandes, dándole vueltas en las manos.

– No.

Clary se arrodilló a su lado, dejando en el suelo el cuchillo que había estado empuñando. La presencia del arma ya no la reconfortaba.

– No había nada que pudieras haber hecho.

– Sí, lo había. -Seguía con la vista puesta en el cristal; con el cabello salpicado de esquirlas rotas de éste-. Podía haberle matado -Giró el fragmento hacia ella-. Mira -dijo.

Miró. En el trozo de cristal pudo ver aún un pedazo de Idris…, un poco de cielo azul, la sombra de hojas verdes. Exhaló dolorosamente.

– Jace…

– ¿Estáis bien?

Clary alzó los ojos. Era Luke, de pie junto a ellos. Iba desarmado, con los ojos hundidos en círculos azules de agotamiento.

– Estamos bien -dijo ella.

Pudo ver una figura desmadejada en el suelo detrás de él, medio cubierta con el largo abrigo de Valentine. Una mano sobresalía de debajo del borde de la tela, rematada por unas zarpas.

– ¿Alaric…?

– Está muerto -dijo Luke.

Había gran cantidad de dolor controlado en su voz; aunque apenas había conocido a Alaric, Clary supo que el aplastante peso de la culpa permanecería con él para siempre. «Y éste es el modo en el que pagas la lealtad ciega que adquiriste a tan bajo precio, Lucian -dijo-. Dejando que mueran por ti.»

– Mi padre ha escapado -dijo Jace-. Con la Copa. -Su voz era apagada-. Se la entregamos justo a él. He fracasado.

Luke dejó que una de sus manos cayera sobre la cabeza de Jace, quitándole los cristales de los cabellos. Aún tenía las zarpas fuera, los dedos manchados de sangre, pero Jace soportó su contacto como si no le importara, y no dijo nada en absoluto.

– No es tu culpa -repuso Luke, bajando los ojos hacia Clary.

Los ojos azules mostraron una mirada firme y dijeron a la muchacha: «Tu hermano te necesita; permanece junto a él».

Ella asintió, y Luke les dejó y fue a la ventana. La abrió de par en par, dejando entrar en la habitación una ráfaga de aire que hizo parpadear las velas. Clary le oyó chillar, llamando a los lobos que había abajo.

La joven volvió a arrodillarse junto a Jace.

– Todo va bien -dijo con voz entrecortada, aunque estaba claro que no era así, y podría no volver a ser así jamás; le puso la mano sobre el hombro.

La tela de la camisa tenía un tacto áspero bajo sus dedos, estaba empapada de sudor y resultaba extrañamente reconfortante.

– Hemos recuperado a mi madre. Te tenemos a ti. Tienes todo lo que importa.

– Él tenía razón. Por eso yo era incapaz de obligarme a cruzar el Portal -murmuró Jace-. No podía hacerlo. No podía matarle.

– Sólo habrías fracasado si lo hubieses hecho.

No le contestó, se limitó a murmurar algo por lo bajo. Ella no consiguió oír del todo las palabras, pero alargó la mano y le quitó el trozo de cristal. Jace sangraba por dos finos y estrechos cortes allí donde lo había sujetado. Ella colocó el fragmento en el suelo y le cogió la mano, cerrándole los dedos sobre la palma herida.

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