– Eso no suena nada sospechoso -dijo-. ¡Y luego te preguntas por qué la gente habla de ti!
– No me pregunto por qué hablan -dije-. Me pregunto qué dicen.
Por el mosaico de tejados
La ciudad que había ido creciendo alrededor de la Universidad con el paso de los siglos no era muy extensa. En realidad era poco más que un pueblo grande.
Sin embargo, el comercio prosperaba en nuestro extremo del Gran Camino de Piedra. Los comerciantes llegaban con carretas llenas de materias primas: brea y arcilla, gibatita, potasa y sal marina. Traían artículos de lujo como café de Lenatt y vino víntico. Traían tinta negra y brillante de Arueh, arena pura y blanca para nuestras fábricas de vidrio, y muelles y tornillos ceáldicos de delicada elaboración.
Cuando esos comerciantes se marchaban, sus carretas iban cargadas de artículos que solo podías encontrar en la Universidad. En la Clínica hacían medicinas. Medicinas auténticas, no aguachirle coloreada ni panaceas de pacotilla. El laboratorio de alquimia producía sus propias maravillas, de las que yo solo tenía un vago conocimiento, así como materias primas como nafta, esencia de azufre y doblecal.
Quizá mi opinión sea tendenciosa, pero creo que es justo decir que la mayoría de las maravillas tangibles de la Universidad salían de la Artefactoría. Lentes de vidrio esmerilado. Lingotes de tungsteno y acero de Glantz. Láminas de pan de oro tan finas que se rasgaban como el papel de seda.
Pero hacíamos muchas más cosas. Lámparas simpáticas y telescopios. Devoracalores y termógiros. Bombas de sal. Brújulas de trifolio. Una docena de versiones del torno de Teccam y del eje de Delevari.
Quienes fabricábamos esos objetos éramos los artífices como yo, y cuando los comerciantes los compraban, nosotros nos llevábamos una comisión del sesenta por ciento de la venta. Esa era la única razón por la que yo tenía algo de dinero. Y como durante el proceso de admisiones no había clases, tenía por delante todo un ciclo para trabajar en la Factoría.
Me dirigí a Existencias, el almacén donde los artífices nos proveíamos de herramientas y materiales. Me sorprendió ver a un alumno alto y pálido de pie junto a la ventana; parecía profundamente aburrido.
– ¡Jaxim! ¿Qué haces aquí? Este no es trabajo para ti.
Jaxim asintió con aire taciturno.
– Kilvin todavía está un poco… enfadado conmigo -dijo-. Ya sabes, por lo del incendio y eso.
– Lo siento -dije. Jaxim era Re'lar, como yo. Habría podido estar realizando un montón de proyectos propios. Verse obligado a ocuparse de una tarea de tan baja categoría como aquella no solo era aburrido, sino que humillaba a Jaxim públicamente al mismo tiempo que le costaba dinero y le impedía dedicarse a estudiar. Como castigo, era considerablemente riguroso.
– ¿De qué andamos escasos? -pregunté.
Escoger los proyectos que realizarías en la Factoría era todo un arte. No se trataba de fabricar la lámpara simpática más luminosa ni el embudo de calor más eficaz de la historia de la Artificería. Si nadie los compraba, no te llevarías ni un penique abollado de comisión.
Había muchos trabajadores que ni siquiera se planteaban esa cuestión. Podían permitirse el lujo de esperar. Yo, en cambio, necesitaba algo que se vendiera rápidamente.
Jaxim se apoyó en el mostrador que nos separaba.
– Caravan acaba de comprar todas tus lámparas marineras -dijo-. Solo queda esa tan fea de Veston.
Asentí. Las lámparas simpáticas eran perfectas para los barcos. No se rompían fácilmente; salían más baratas, a la larga, que las de aceite, y no tenías que preocuparte por si le prendían fuego al barco.
Hice unos cálculos mentalmente. Podía fabricar dos lámparas a la vez, ahorrando algo de tiempo al duplicar el esfuerzo, y estaba casi convencido de que se venderían antes de que terminara el plazo para pagar mi matrícula.
Por desgracia, las lámparas marineras eran un trabajo tremendamente monótono. Me esperaban cuarenta horas de labor concienzuda, y si hacía alguna chapuza, no funcionarían. Entonces mi esfuerzo no habría servido de nada, y solo habría conseguido endeudarme con Existencias por los materiales que habría desperdiciado. Sin embargo, no tenía muchas opciones.
– En ese caso, creo que haré lámparas -dije.
Jaxim asintió y abrió el libro de contabilidad. Empecé a recitar de memoria lo que necesitaba:
– Necesitaré veinte emisores medianos. Dos juegos de moldes altos. Una aguja de diamante. Un matraz. Dos crisoles medianos. Cuatro onzas de zinc. Seis onzas de acero fino. Dos onzas de níquel…
Jaxim asentía con la cabeza mientras iba anotándolo todo en el libro.
Ocho horas más tarde, entré por la puerta principal de Anker's oliendo a bronce caliente, brea y humo de carbón. Era casi medianoche, y la taberna estaba casi vacía, con la excepción de un puñado de bebedores concienzudos.
– Pareces cansado -observó Anker cuando me acerqué a la barra.
– Estoy cansado -confirmé-. Supongo que ya no queda nada en la olla, ¿verdad?
Anker negó con la cabeza.
– Hoy estaban todos muy hambrientos. Me quedan unas patatas frías que pensaba echar en la sopa de mañana. Y media calabaza cocida, creo.
– Hecho -dije-. ¿No tendrás también un poco de mantequilla salada?
Anker asintió y se apartó de la barra.
– No hace falta que me lo calientes -dije-. Me lo llevaré a mi habitación.
Regresó con un cuenco con tres patatas de buen tamaño y media calabaza dorada con forma de campana. En el centro de la calabaza, de donde había retirado las semillas, había una generosa porción de mantequilla.
– También me llevaré una botella de cerveza de Bredon -dije mientras cogía el cuenco-. Tapada, porque no quiero derramarla por la escalera.
Mi habitacioncita estaba en el tercer piso. Después de cerrar la puerta, le di con cuidado la vuelta a la calabaza, puse la botella encima y lo envolví todo con un trozo de tela de saco, formando un hatillo que podría llevar bajo el brazo.
A continuación abrí la ventana y salí al tejado de la posada. Desde allí solo tenía que dar un salto para llegar a la panadería del otro lado del callejón.
El creciente de luna que brillaba en el cielo me proporcionaba suficiente luz para ver sin ser visto. Y no es que me preocupara mucho que alguien pudiera verme. Era cerca de medianoche, y las calles estaban tranquilas. Además, es asombroso lo poco que la gente mira hacia arriba.
Auri me esperaba sentada en una ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un halo que se desplazaba con el más leve soplo de brisa.
Pisé con cuidado al centro de una plancha de chapa del tejado. La plancha produjo un sonido hueco bajo mis pies, como un lejano y melodioso tambor. Auri dejó de balancear los pies y se quedó quieta como un conejillo asustado. Entonces me vio y sonrió. La saludé con la mano.
Bajó de un salto de la chimenea y vino corriendo hasta mí, la melena ondeando.
– Hola, Kvothe. -Dio un pasito hacia atrás-. Hueles mal.
Compuse mi mejor sonrisa del día.
– Hola, Auri -dije-. Tú hueles como una muchacha hermosa.
– Sí -coincidió ella, jovial.
Dio unos pasitos hacia un lado, y luego otra vez hacia delante, de puntillas.
– ¿Qué me has traído? -me preguntó.
– Y tú, ¿qué me has traído? -repliqué.
Ella sonrió.
– Tengo una manzana que piensa que es una pera -dijo sosteniéndola en alto-. Y un bollo que piensa que es un gato. Y una lechuga que piensa que es una lechuga.
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