Andrzej Sapkowski - La torre de la golondrina

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Tras una larga espera por fin ha llegado esta Torre de la golondrina de Sapkowski, perteneciente a la mal llamada saga de Geralt de Rivia, ya que el protagonismo del brujo se va diluyendo conforme avanza la saga para dejar paso a la verdadera protagonista de la serie, la joven Ciri de Cintra, pieza central de todo lo que pasa en el mundo que la rodea. Esto se hace aun más evidente en esta entrega en la que Geralt aparece solo un par de capítulos en los que continua su marcha en busca de Ciri en compañía de Jaskier y el grupo que se reunión en la anterior entrega de la serie.
La acción comienza con Ciri llegando a una cabaña de un ermitaño al que va contando su historia, y así en un enorme flashback nos pone al día de sus andanzas. A lo largo de los recuerdos de Ciri tendremos momentos llenos de acción, de crueldad, Ciri lo pasa mal, muy mal, de ternura, de humor. Todo esto esta narrado, no solo por Ciri, sino por los numerosos personajes que van apareciendo en sus andanzas, conformando un complejo puzle, que a veces es difícil de seguir, pero que consigue recrear un fresco de las aventuras de la joven en el que una vez que todo encaja asistimos a un final tan climático y abierto que nos dejará ansiosos por comenzar a leer La dama del lago, última entrega de la serie, donde suponemos que asistiremos a un final a la altura de las novelas, en realidad una sola, que conforman la serie.
Como en todas las entregas anteriores destaca la habilidad de Sapkowski para dotar de voces personales a todos y cada uno de los personajes que aparecen, tanto a los viejos amigos como a los nuevos que se incorporan en esta entrega, como el ermitaño o algunos de los bandidos,merito compartido con la excelente traducción, entrelazar una estructura narrativa alambicada en la que las distintas lineas de acción van concordando con la precisión de un reloj, aunque en esta ocasión flojean un tanto las historias de Geralt y Yennefer, mas que nada por lo poco que aportan al destino final de la serie, en comparación con la importancia del personaje de Ciri, lo que lastra el resultado final de esta entrega, que aun así es sin duda uno de los títulos imprescindibles de la fantasía.

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Se detuvo, seguía observándolo con atención. Vysogota guardó silencio, hacía esfuerzos para que su rostro no delatara nada.

– Por eso pienso -dijo Ciri, echando la cabeza hacia atrás en un movimiento típico suyo, orgulloso y un tanto violento- que tú no eres para nada un simplón ni un ermitaño. Que para nada has muerto para el mundo sino que has huido de él. Y te escondes aquí, en los despoblados, enmascarado entre apariencias y cañaverales sin fin.

– Si así es -Vysogota sonrió-, entonces nuestra suerte se ha unido en forma harto extraña, mi leída señorita. En forma grandemente enigmática nos reunió el destino. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, te ocultas. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, con destreza tejes a tu alrededor un velo de apariencias. Yo anciano soy, y lleno de sospechas y amargado por la desconfianza de la edad…

– ¿Desconfías de mí?

– Desconfío del mundo, Ciri. De un mundo donde las engañosas apariencias adoptan la máscara de la verdad para sacar a la luz otra verdad, falsa, por decirlo pronto y mal, una verdad que también intenta engañar. De un mundo en el que el escudo de la Universidad de Oxenfurt se pinta sobre las puertas de las mancebías. De un mundo en el que bandoleras heridas se las dan de ser señoritas versadas, sabias y hasta puede que de noble cuna, intelectuales y eruditas que leen a Roderick de Novembre y conocen el sello de la Academia. Contra todas las apariencias. Contra el hecho de que ellas mismas portan otra señal. Un tatuaje de bandido. Una rosa roja grabada en la ingle.

– Cierto, tenías razón. -Apretó los labios y su rostro se cubrió de un rubor tan intenso que la línea de la cicatriz parecía negra-. Eres un viejo amargado. Y un rancio metomentodo.

– En mi estantería, detrás de la cortina -señaló él con un movimiento de cabeza-, está el Aen N'og Mab Taedh'morc, una colección de cuentos élficos y de profecías en verso. Hay allí una fábula que concuerda con esta situación y esta conversación. Es la historia de un cuervo provecto y una golondrina nuevita. Puesto que del mismo modo que tú, Ciri, soy un erudito, me permito recordar unos fragmentos adecuados a las circunstancias. El cuervo, como recordarás con toda seguridad, acusa a la golondrina de frivolidad y de liviandad poco graciosa.

Hen Cerbin dic'ss aen n'og Zireael Aark, aark, caelmfoile, te veloe, ¿ell? Zireael…

Se detuvo, apoyó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre los dedos extendidos. Ciri agitó la cabeza, se enderezó, le miró retadora. Y terminó el poema.

Zireael veloe que'ss aen en'ssan irch Mab og, Hen Cerbin, vean ni, ¡quirk, quirk!

– El viejo amargado y desconfiado -dijo al cabo Vysogota sin cambiar de posición- le pide perdón a la joven erudita. El cuervo provecto, que ve mentira y engaño por doquier, le pide a la golondrina que le perdone, a una golondrina cuya única culpa es ser joven y estar llena de vida. Y ser guapilla.

– Ahora desbarras -refunfuñó ella, cubriéndose la cicatriz del rostro con la mano en un movimiento inconsciente-. Estos cumplidos te los puedes ahorrar. No van a enmendar los trapos de esparto con los que me restregaste la piel. No te pienses tampoco que así vas a conseguir conquistar mi confianza. Yo sigo sin saber quién eres en realidad. Por qué me mentiste en lo que respecta a las fechas. Y con qué intenciones me miraste entre las piernas aunque estaba herida en el rostro. Y si se acabó sólo en la mirada.

Esta vez consiguió sacarlo de sus casillas.

– ¿Pero qué te imaginas, mocosa? -gritó-. ¡Si podría ser tu padre!

– Mi abuelo -le corrigió con voz gélida-. Y hasta mi bisabuelo. Pero no lo eres. Yo no sé quién eres. Pero con toda seguridad no eres la persona que pretendes ser.

– Soy quien te encontró en el pantano, casi congelada hasta los huesos, con una costra negra en lugar de rostro, inconsciente, mugrienta y sucia. Soy quien te trajo a su casa aunque no sabía quién eras y tenía derecho a imaginarse lo peor. Quien te curó y tendió en la cama. Te dio medicamentos cuando estabas estallando de fiebre. Se ocupó de ti. Te lavó. Muy cuidadosamente. También por los alrededores del tatuaje.

Ciri se apaciguó de nuevo, pero de sus ojos no había desaparecido ni por asomo una mirada retadora e insolente.

– En este mundo -gritó-, a veces las engañosas apariencias se ponen la máscara de la verdad, tú mismo lo has dicho. Yo también conozco un poco este mundo, hazte a la idea. Me salvaste, me curaste y te ocupaste de mí . Gracias por ello. Te estoy agradecida por tu… bondad. Pero sé que no existe bondad sin…

– Sin interés ni esperanza de ganar algo -terminó él con una sonrisa-. Sí, lo sé. Hombre soy de mundo, quién sabe si no conozco el mundo tan bien como tú, Ciri. A las muchachas heridas se las despoja de todo lo que tenga algún valor. Si están inconscientes o demasiado débiles para defenderse, se suele dar rienda suelta a la concupiscencia y el apetito, a menudo en formas depravadas y contra natura. ¿No es cierto?

– Nada es como parece -respondió Ciri, cubriéndose de nuevo de rubor.

– Cuan certera afirmación -dijo el ermitaño, al tiempo que arrojaba otra piel al montón apropiado-. Y cuan ineluctablemente nos conduce a la conclusión de que nosotros, Ciri, no sabemos nada el uno del otro. Sólo conocemos las apariencias, y éstas engañan.

Aguardó un instante, pero Ciri no se apresuró a responder nada.

– Aunque ambos hemos acertado a realizar una especie de pesquisa preliminar, seguimos sin saber nada. Yo no sé quién eres tú, tú no sabes quién soy…

Esta vez él esperó conscientemente. Ella le miró y en sus ojos ardía la pregunta que él estaba esperando. Algo extraño brilló en los ojos de la muchacha cuando hizo la pregunta esperada.

– ¿Quién empieza?

Si tras el ocaso alguien se hubiera arrastrado a hurtadillas hasta la choza de tejado de bálago caído y lleno de musgo, si hubiera mirado al interior, habría visto a la luz de las llamas y reflejos del hogar a un viejecillo de barba gris encorvado sobre un montón de pieles. Hubiera visto también a una muchacha de cabellos cenicientos con una horrible cicatriz en la mejilla, una cicatriz que no concordaba para nada con unos ojos verdes tan grandes como los de un niño.

Pero nadie podía verlo. La choza estaba entre cañaverales, en medio de un pantano al que nadie se atrevía a aventurarse.

– Me llamo Vysogota de Corvo. Fui médico. Cirujano. Fui alquimista. Fui investigador, historiador, filósofo y ético. Fui profesor de la Academia de Oxenfurt. Tuve que huir de allí después de publicar cierta obra que fue considerada como impía, acusación que entonces, hace cincuenta años, acarreaba la pena de muerte. Tuve que emigrar. Mi mujer no quiso emigrar, así que me abandonó. Y yo sólo me detuve cuanto estaba ya muy lejos, en el sur, en el imperio de Nilfgaard. Conseguí allá por fin la ocupación de docente de ética en la Academia Imperial de Castell Graupian, cargo que ejercí cerca de diez años. Pero también tuve que huir de allí después de publicar cierto tratado… En realidad la obra se ocupaba del poder totalitario y del carácter criminal de las guerras de ocupación, pero oficialmente se nos acusó a mi obra y a mí de misticismo metafísico y herejía clerical. Se entendió que actué en connivencia con los grupos clericales imperialistas y revisionistas que eran los verdaderos gobernantes de los reinos del norte. ¡Bastante divertido a la luz de la pena de muerte que recibiera por mi ateísmo veinte años antes! Y era así que al fin y al cabo los imperialistas clericales se habían sumido hacía ya tiempo en el olvido, pero en Nilfgaard no se había enterado nadie de ello. La unión del misticismo con la política era perseguida y castigada con rigor.

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