Andrzej Sapkowski - La torre de la golondrina

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Tras una larga espera por fin ha llegado esta Torre de la golondrina de Sapkowski, perteneciente a la mal llamada saga de Geralt de Rivia, ya que el protagonismo del brujo se va diluyendo conforme avanza la saga para dejar paso a la verdadera protagonista de la serie, la joven Ciri de Cintra, pieza central de todo lo que pasa en el mundo que la rodea. Esto se hace aun más evidente en esta entrega en la que Geralt aparece solo un par de capítulos en los que continua su marcha en busca de Ciri en compañía de Jaskier y el grupo que se reunión en la anterior entrega de la serie.
La acción comienza con Ciri llegando a una cabaña de un ermitaño al que va contando su historia, y así en un enorme flashback nos pone al día de sus andanzas. A lo largo de los recuerdos de Ciri tendremos momentos llenos de acción, de crueldad, Ciri lo pasa mal, muy mal, de ternura, de humor. Todo esto esta narrado, no solo por Ciri, sino por los numerosos personajes que van apareciendo en sus andanzas, conformando un complejo puzle, que a veces es difícil de seguir, pero que consigue recrear un fresco de las aventuras de la joven en el que una vez que todo encaja asistimos a un final tan climático y abierto que nos dejará ansiosos por comenzar a leer La dama del lago, última entrega de la serie, donde suponemos que asistiremos a un final a la altura de las novelas, en realidad una sola, que conforman la serie.
Como en todas las entregas anteriores destaca la habilidad de Sapkowski para dotar de voces personales a todos y cada uno de los personajes que aparecen, tanto a los viejos amigos como a los nuevos que se incorporan en esta entrega, como el ermitaño o algunos de los bandidos,merito compartido con la excelente traducción, entrelazar una estructura narrativa alambicada en la que las distintas lineas de acción van concordando con la precisión de un reloj, aunque en esta ocasión flojean un tanto las historias de Geralt y Yennefer, mas que nada por lo poco que aportan al destino final de la serie, en comparación con la importancia del personaje de Ciri, lo que lastra el resultado final de esta entrega, que aun así es sin duda uno de los títulos imprescindibles de la fantasía.

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– Doce horas desde el incidente. Conforme a lo esperado, ha aparecido el cuarto síntoma principal de la inflamación: dolor. La enferma grita de dolor, la fiebre y los temblores se incrementan. No tengo nada, ningún medicamento que pueda darle. Dispongo de una pequeña cantidad de elixir de estramonio, pero la muchacha está demasiado débil para sobrevivir a su acción. Tengo también algo de acónito, pero el acónito la mataría al instante.

– Quince horas desde el incidente. Amanece. La enferma está inconsciente. La fiebre sube con fuerza, los temblores se acrecientan. Aparte de esto aparece una fuerte contracción de los músculos del rostro. Si se trata del tétanos, la muchacha está perdida. Tengamos sin embargo la esperanza de que se trate tan sólo de los nervios faciales… O del trigémino. O de ambos… La muchacha quedará desfigurada… pero estará viva…

Vysogota miró al pergamino en el que no había escrito ni una runa, ni una sola palabra.

– A condición -dijo en voz baja- de que sobreviva a la infección.

– Veinte horas desde el incidente. La fiebre crece. Rubor, calor, tumor y dolor alcanzan, me da la impresión, el punto culminante. Pero la muchacha no tiene posibilidades de vivir siquiera hasta alcanzar esas fronteras. Así que escribiré… Yo, Vysogota de Corvo, no creo en la existencia de los dioses. Pero si por una casualidad existieran, pido que tomen bajo su protección a esta muchacha. Y que me perdonen a mí lo que he hecho… Si es que lo que he hecho resultara ser un error.

Vysogota soltó la pluma, se restregó los párpados, que tenía hinchados y le picaban, apoyó los puños en las sienes.

– Le he dado una mezcla de estramonio y acónito -dijo con voz sorda-. Las próximas horas decidirán todo.

No estaba durmiendo, tan sólo daba unas cabezadas, cuando un golpe y un estruendo, a los que acompañaba un gemido, lo sacaron del duermevela. Un gemido más bien de rabia que de dolor.

En el exterior clareaba el día, las rendijas de las contraventanas dejaban apenas pasar unos débiles rayos de luz. La arena del reloj había caído del todo, y hacía mucho. Vysogota, como de costumbre, había olvidado darle la vuelta. La lamparilla apenas temblaba, la llama de color rubí del hogar iluminaba levemente los rincones de la choza. El viejo se levantó, retiró el improvisado biombo de mantas que separaban el lecho del resto del cuarto para darle un poco de tranquilidad a la enferma.

La enferma ya había conseguido levantarse del suelo sobre el que se había caído sólo un momento antes, estaba sentada enderezada en la orilla del camastro, intentaba rascarse el rostro bajo el vendaje. Vysogota tosió.

– Te pedí que no te levantaras. Estás demasiado débil. Si quieres algo, llámame. Siempre estoy cerca.

– Pues yo lo que no quiero es que estés cerca -dijo bajito, a media voz, pero muy claro-. Quiero mear.

Cuando él volvió a recoger el orinal, ella estaba tendida en el camastro, de espaldas, masajeándose el vendaje que apretaba la mejilla y cubría la frente y el cuello con cintas de vendas. Cuando al cabo de un rato regresó, ella no había cambiado de posición.

– ¿Cuatro jornadas? -preguntó, mientras miraba al techo.

– Cinco. Ha pasado casi un día desde que hablamos por última vez. Has dormido una jornada entera. Eso está bien. Necesitas dormir.

– Me siento mejor.

– Estoy contento de oírlo. Vamos a quitar el vendaje. Te ayudaré a sentarte. Agárrate a mi mano.

La herida cicatrizaba bien, estaba seca, esta vez retiró el vendaje casi sin dolorosos tirones al separarlo de la costra. La muchacha se tocó con cuidado la mejilla. Frunció el ceño, pero Vysogota sabía que no sólo era el dolor. Se aseguraba de la extensión de la mutilación, tomaba consciencia de la gravedad de la herida. Se aseguraba, sintiendo espanto, de que lo que había sentido al tacto antes no había sido una pesadilla producida por la fiebre.

– ¿Tienes aquí un espejo?

– No tengo -mintió.

Ella lo miró, quizá completamente consciente por vez primera.

– ¿Eso quiere decir que está tan mal? -preguntó, pasando la mano con cuidado por las costuras.

– Es un corte muy amplio -masculló, molesto consigo mismo por explicarse y justificarse ante una mocosa-. Todavía tienes la cara muy inflamada. Dentro de unos días te quitaré las costuras, hasta entonces te pondré árnica y extracto de sauce. Ya no te vendaré toda la cabeza. La herida cicatriza muy bien.

Ella no respondió. Movía los labios y las mandíbulas, arrugaba la cara y fruncía el ceño, probando qué le dejaba hacer la herida y qué no.

– He hecho caldo de paloma. ¿Quieres?

– Quiero. Pero esta vez lo intentaré sola. Es denigrante que le den de comer a una como a una paralítica.

Comió largo rato. Se llevaba a la boca la cuchara de madera con tanto esfuerzo como si pesara dos libras. Pero pudo hacerlo sin ayuda de Vysogota, quien la observaba con interés. Vysogota era curioso y ardía de curiosidad. Sabía que junto con el regreso de la muchacha a la salud comenzaría el intercambio de palabras que podría arrojar algo de luz al misterioso asunto. Lo sabía y no podía esperar hasta ese momento. Llevaba demasiado tiempo viviendo solo en aquel despoblado.

La muchacha terminó de comer, se tumbó sobre los cojines. Durante un rato miró como muerta al techo, luego volvió la cabeza. Sus extraordinarios ojos verdes, pensó otra vez Vysogota, le daban a su rostro un aspecto de inocencia infantil, lo que en aquel momento resaltaba con la mejilla horriblemente mutilada. Vysogota conocía aquel tipo de belleza, los grandes ojos de un niño eterno, una fisonomía que producía una simpatía instintiva. Una muchacha eterna, incluso cuando su vigésimo, incluso su trigésimo cumpleaños hubiera caído ya en el olvido. Sí. Vysogota conocía bien aquel tipo de belleza. Su segunda mujer había sido así. Su hija era así.

– Tengo que irme de aquí -dijo de pronto la muchacha-. Y rápido. Me están persiguiendo. Lo sabes.

– Lo sé -afirmó con la cabeza-. Fueron éstas las primeras palabras que dijiste que pese a las apariencias no eran delirios. Más exactamente, casi de las primeras. Porque lo primero que preguntaste fue por tu caballo y tu espada. En este orden. Cuando te aseguré que tanto el caballo como la espada estaban en buena custodia, te entró la sospecha de que yo era un aliado de no sé qué Bonhart y de que no te estaba curando, sino que te sometía a la tortura de darte esperanzas. Cuando, no sin esfuerzo, te saqué de tu error, te presentaste a ti misma como Falka y me agradeciste que te hubiera salvado.

– Eso está bien. -Clavó la cabeza en la almohada, como queriendo evitar la necesidad de mirarle a los ojos-. Eso está bien, el que no olvidara agradecértelo. Yo lo recuerdo como entre la niebla. No sé lo que era sueño y lo que era realidad. Temía no haber dado las gracias. No me llamo Falka.

– También me enteré de ello, aunque más bien por casualidad. Lo dijiste durante la fiebre.

– Soy una fugitiva -dijo sin volver la cabeza-. Una prófuga. Es peligroso darme refugio. Es peligroso saber cómo me llamo de verdad. Tengo que subirme a mi caballo y huir antes de que me descubran…

– Hace un momento -dijo él con voz suave- tenías problemas para sentarte en el orinal. No sé muy bien cómo ibas a poder sentarte en el caballo. Pero te aseguro que aquí estás a salvo. Nadie te descubrirá.

– Me seguirán, estoy segura. Seguirán los rastros, registrarán los alrededores…

– Tranquilízate. Llueve todos los días, nadie encontrará las huellas. Estás en un despoblado, en un desierto. En casa de un eremita, que se aisló del mundo. Para que no fuera fácil encontrarlo. Sin embargo, si quieres puedo buscar una forma de llevar noticias sobre ti a tus parientes o a tus amigos.

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