Andrzej Sapkowski - La torre de la golondrina

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Tras una larga espera por fin ha llegado esta Torre de la golondrina de Sapkowski, perteneciente a la mal llamada saga de Geralt de Rivia, ya que el protagonismo del brujo se va diluyendo conforme avanza la saga para dejar paso a la verdadera protagonista de la serie, la joven Ciri de Cintra, pieza central de todo lo que pasa en el mundo que la rodea. Esto se hace aun más evidente en esta entrega en la que Geralt aparece solo un par de capítulos en los que continua su marcha en busca de Ciri en compañía de Jaskier y el grupo que se reunión en la anterior entrega de la serie.
La acción comienza con Ciri llegando a una cabaña de un ermitaño al que va contando su historia, y así en un enorme flashback nos pone al día de sus andanzas. A lo largo de los recuerdos de Ciri tendremos momentos llenos de acción, de crueldad, Ciri lo pasa mal, muy mal, de ternura, de humor. Todo esto esta narrado, no solo por Ciri, sino por los numerosos personajes que van apareciendo en sus andanzas, conformando un complejo puzle, que a veces es difícil de seguir, pero que consigue recrear un fresco de las aventuras de la joven en el que una vez que todo encaja asistimos a un final tan climático y abierto que nos dejará ansiosos por comenzar a leer La dama del lago, última entrega de la serie, donde suponemos que asistiremos a un final a la altura de las novelas, en realidad una sola, que conforman la serie.
Como en todas las entregas anteriores destaca la habilidad de Sapkowski para dotar de voces personales a todos y cada uno de los personajes que aparecen, tanto a los viejos amigos como a los nuevos que se incorporan en esta entrega, como el ermitaño o algunos de los bandidos,merito compartido con la excelente traducción, entrelazar una estructura narrativa alambicada en la que las distintas lineas de acción van concordando con la precisión de un reloj, aunque en esta ocasión flojean un tanto las historias de Geralt y Yennefer, mas que nada por lo poco que aportan al destino final de la serie, en comparación con la importancia del personaje de Ciri, lo que lastra el resultado final de esta entrega, que aun así es sin duda uno de los títulos imprescindibles de la fantasía.

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Ciri blasfemó y los Ratas se rieron con loca risa. Chispas estornudó y se le escaparon unos mocos tremendos: el fisstech le afectaba a la mucosa.

– Nosotros a los perseguidores éstos los despreciamos -anunció, al tiempo que se limpiaba las narices, los labios, la barbilla y la mesa con la bufanda-. ¡El prefecto, el barón, los Varnhagenos! ¡Nos perseguirán pero no nos cogerán! ¡Nosotros somos los Ratas! ¡Después de lo de Velda hicimos tres zigzags y ahora los tontos ésos andan a rebusco de un rastro frío. Antes de que se enteren andarán ya demasiado lejos como pa volver.

– ¡Y que vuelvan! -dijo fogoso Asse, el cual había abandonado la guardia hacía algún tiempo, una guardia en la que nadie le había sustituido ni pensaba hacerlo-. ¡Nos los apiolamos y eso es todo!.

– ¡Por supuesto! -gritó Ciri desde la mesa, olvidando cómo habían gritado la noche anterior mientras huían de sus perseguidores por las aldeas de Velda y olvidando también el miedo que tenía entonces.

– Vale. -Giselher golpeó con la palma de la mano en la mesa, poniendo punto final inmediato a aquella ruidosa cháchara-. Suéltalo ya, Hotsporn. Pues veo que quieres decirnos algo que es más importante que lo del prefecto, los Varnhagenos, la baronesa Casadei y su sensible hija.

– Bonhart os sigue la pista.

Cayó el silencio, largo rato. Incluso el maestro Almavera dejó de tatuar por un instante.

– Bonhart -repitió espaciadamente Giselher-. Viejo canalla mugriento. Hemos debido de haberle jodido bien a alguien.

– A alguien rico -afirmó Mistle-. No todo el mundo puede permitirse a Bonhart.

Ciri estaba a punto de preguntar quién era el tal Bonhart, pero la precedieron, casi al unísono, con las mismas palabras, Asse y Reef.

– Es un cazador de recompensas -afirmó sombrío Giselher-. Antaño hizo de soldado, luego de buhonero, por fin se metió en lo de matar gente por dinero. Un hideputa, por decir poco.

– Dicen -Kayleigh habló con tono un tanto despreocupado- que si quisiera meterse en un mismo camposanto a todos los que el Bonhart se ha cargado, tendría que tener el camposanto como media milla.

Mistle vertió un montoncillo de polvo blanco en la hendidura entre el pulgar y el índice, lo aspiró con fuerza por la nariz.

– Bonhart deshizo a la cuadrilla de Lothar el Grande -dijo-. Se le cargó a él y a su hermano, aquél al que llamaban el Oronjas.

– Dicen que de un tajo en la espalda -añadió Kayleigh.

– También mató a Valdez -siguió Giselher-. Y cuando murió Valdez se deshizo su cuadrilla. Una de las mejores. Una partida verdadera, de las buenas. Buenos mozos. En tiempos pensé en unirme a ellos. Antes de que nosotros nos acopláramos.

– Todo cierto -habló Hotsporn-. Cuadrilla como la cuadrilla de Valdez ni hubo ni la habrá. Se cantan romances de cómo escaparon de una celada en Sarda. ¡Oh, cabezas gloriosas, oh, fantasía de joven caballero! Pocos hay que les puedan andar en parangón.

Los Ratas se quedaron callados de pronto y clavaron en él sus ojos que relampagueaban con rabia.

– ¡Nosotros -dijo con énfasis Kayleigh tras un instante de silencio- cruzamos los seis una vez por medio de un escuadrón de caballería nilfgaardiana!

– ¡Rescatamos a Kayleigh de los Nissiros! -gritó Asse.

– ¡Tampoco hay quien se pueda parangonar con nosotros! -silbó Reef.

– Así es, Hotsporn. -Giselher hinchó el pecho-. No son los Ratas peores que ninguna otra partida, ni peores que la cuadrilla de Valdez. ¿Dijiste fantasía de caballero? Pues yo te diré algo acerca de fantasías de doncellas. Chispas, Mistle y Falka, las tres, aquí presentes, a pleno día cruzaron por mitad de la ciudad de Druigh y al enterarse de que los Varnhagenos estaban en el figón, ¡galoparon a través de todo él! ¡De parte a parte! Entraron por la puerta y salieron por el corral. Y los Varnhagenos se quedaron con la boca abierta, mirando las jarras rotas y la cerveza derramada. Dime, ¿te parece poca fantasía?

– No lo dirá -le antecedió Mistle, sonriendo con malignidad-. No te lo dirá porque sabe quiénes son los Ratas. Y su gremio también lo sabe.

El maestro Almavera terminó de tatuar. Ciri se lo agradeció con un gesto orgulloso, se vistió y se sumó a la compaña. Resopló al percibir sobre sí la mirada extraña, inquisitiva y como burlona de Hotsporn. Le lanzó un vistazo con ojos enfadados y se apretó demostrativamente contra el brazo de Mistle. Ya había tenido tiempo de darse cuenta de que tales manifestaciones desconcertaban y enfriaban con éxito el ardor de los señores que tenían amores en la cabeza. En el caso de Hotsporn funcionó un tanto al revés porque el falso mercader no le hacía ascos a estas cosas.

Hotsporn era un enigma para Ciri. Lo había visto antes sólo una vez, el resto se lo había contado Mistle. Hotsporn y Giselher, le explicó, se conocen y se tratan desde hace mucho, tienen señales establecidas, consignas y lugares de encuentro. Durante estos encuentros, Hotsporn les da informaciones, y entonces se va uno a la senda señalada y se ataca al mercader escogido, o a un convoy o caravana concreto. A veces se mata la persona designada. Siempre se acuerda también una señal. A los mercaderes que llevan tal señal no se les debe atacar.

Ciri al principio se asombró y se decepcionó un tanto, tenía a Giselher como a un ídolo, los Ratas eran para ella el modelo de la libertad y la independencia, y ella había acabado por amar aquella libertad, aquel desprecio por todos y todo. Hasta que inesperadamente resultó que había que realizar trabajos por encargo. Como a esbirros de alquiler, alguien les ordenaba a quién tenían que atacar. Y por si eso fuera poco, ese alguien les ordenaba atacar a alguien y ellos obedecían con las orejas gachas.

Algo por algo, había dicho Mistle al preguntarle, encogiéndose de hombros. Hotsporn nos da órdenes y también informaciones, gracias a las que sobrevivimos. La libertad y el desprecio tienen sus fronteras. Al final siempre resulta que se es el instrumento de alguien.

Así es la vida, Halconcillo.

Ciri estaba asombrada y decepcionada, pero se le olvidó pronto. Aprendió. También el que no había que asombrarse mucho ni esperar demasiado. Porque entonces la decepción es menos profunda.

– Yo, queridos Ratas -decía ahora Hotsporn-, tendría un remedio para todos vuestros problemas. Para los Nissiros, los barones, los prefectos, hasta para Bonhart. Sí, sí. Porque aunque el lazo se está apretando sobre vuestros cuellos, yo tengo una forma de escapar de la soga.

Chispas bufó, Reef se carcajeó. Pero Giselher los hizo callar de un gesto, permitió continuar a Hotsporn.

– La noticia es -dijo al cabo el mercader- que un día de éstos se anunciará una amnistía. Si alguien está bajo condena, qué digo, incluso si la soga cuelga ya sobre alguien, se le respetará si sólo se presenta y proclama su culpa. A vosotros también os afecta.

– ¡Gelipolleces! -gritó Kayleigh, algo lloroso, pues acababa de meterse en la nariz una punta de fisstech-. ¡Un engaño nilfgaardiano, una argucia! ¡No será a nosotros, que somos perros viejos, a los que nos van a engatusar con esas fullerías!

– Despacito -le detuvo Giselher-. No te aceleres, Kayleigh. Hotsporn, a quien bien conocemos, no ha por costumbre hablar por hablar, ni hacerlo a tontas ni a locas. Más bien acostumbra a saber de lo que platica. Así que entonces nos dirá de dónde sale esta repentina benevolencia nilfgaardiana.

– El emperador Emhyr -departió sereno Hotsporn- va a tomar esposa. Pronto tendremos emperatriz en Nilfgaard. De ahí que vayan a hacer pública la amnistía. Parece ser que el emperador se siente feliz en extraordinaria forma y desea que otros también lo sean.

– La felicidad imperial me la trae floja -anunció Mistle con altivez-. Y me permito no usar de la tal amnistía porque para mí que la tal benevolencia nilfgaardiana huele más bien a esparto fresco. A algo así como a palo con una punta bien aguda, je, je.

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