Con toda seguridad hubo el mago escuchado estas palabras, pero ni siquiera volvió la cabeza. Buko von Krossig ahogó una maldición entre los dientes.
– ¡Don Huon von Sagar!
– ¿Qué?
– ¡Buscamos una pista! ¿Podríais vos ayudarnos?
– No -respondió el mago con voz de desprecio-. No tengo ganas.
– ¿No tenéis ganas? ¿No queréis? ¿Entonces por qué cojones vinisteis con nosotros?
– Para tomar aire fresco. Y hacerme un gaudium. Aire ya he tomado de sobra y gaudium, por lo que se ve, ninguno, de modo que lo que haría con más gusto es volverme a casa.
– El botín se nos ha escapado por los pelos.
– Pues esto, si permitís, nihil ad me attinet.
– ¡Yo os alimento y mantengo del botín!
– ¿Vos? ¿De verdad?
Buko se puso rojo de rabia, pero no dijo nada. Tassilo de Tresckow tosió en voz baja, se inclinó un tanto en dirección a Weyrach.
– ¿Qué pasa con él? -murmuró-. ¿Con ese hechicero? ¿Sirve al fin a Krossig o no?
– Le sirve -respondió Weyrach, también en un murmullo-, pero a la vieja Krossig. Mas de esto ni mu, nada digas. Es un tema delicado…
– ¿Acaso es éste -Reynevan, que estaba al lado de Rymbaba, preguntó a media voz- el famoso Huon de Sagar?
Paszko asintió con la cabeza y abrió la boca, pero por desgracia Notker Weyrach los había escuchado.
– Curioso estáis, señor Hagenau -siseó, acercándose-. Y no es menester. No es menester ello para ninguno de vuestro trío maravillas. Pues por vosotros es el que andamos en estos lances. Y ayudáis tanto como un cabrito da leche.
– Eso -Reynevan se enderezó- puede cambiarse de inmediato.
– ¿Qué?
– ¿Queréis saber por qué camino fueron los que robaron al recaudador? Os lo mostraré.
Si el asombro de los caballeros de rapiña fue grande, para la mueca que Scharley y Sansón pusieron sería difícil encontrar una expresión adecuada, incluso la frase «se quedaron estupefactos» parecería demasiado poco. Hasta en los ojos de Huon von Sagar aparecieron fogonazos de interés. El albino, el cual hasta entonces había mirado a todos -excepto a Sansón- como si fueran transparentes, comenzó ahora a sondear atentamente a Reynevan con la mirada.
– El camino acá, a la Poreba -Buko von Krossig pronunció arrastrando las palabras-, nos lo mostraste ante amenazas de horca, Hagenau. ¿Y ahora nos vas a ayudar por gusto? ¿A qué tal cambio?
– Asunto mío.
Tybald Raabe. La feúcha hija de Stietencron. Con las gargantas cortadas. En el fondo, en el fango. Negros de los cangrejos que los cubrían. De sanguijuelas. De anguilas que se retorcían. Y Dios sabe qué más.
– Asunto mío -repitió.
No tuvo que buscar mucho tiempo. Los juncos crecían en los bordes de la húmeda pradera en grandes macizos. Añadió un tallo de rabizón de secas escamas. Lo ató tres veces con una paja de mansiega.
Una, dos, tres,
Segge, Binse, Hederich
Binde zu samene…
– Muy bien -dijo el mago de cabellos blancos con una sonrisa-. Bravo, muchacho. Mas pena me da perder el tiempo y a mí me gustaría volver cuanto antes a casa. Me permito, si no te molesta, un pelín de ayuda. Sólo un pelín. Por un céntimo. Lo suficiente para que, como dice el poeta, el poder pueda poder.
Inclinó su bastón, trazó con él un rápido círculo.
– ¡Yassar! -pronunció guturalmente-. ¡Qadir al-rah!
De la fuerza del hechizo comenzó a agitarse el aire y uno de los caminos que partía de Sciborowa Poreba se hizo más claro, más simpático, más acogedor. Sucedió mucho más deprisa que usando sólo el nudo, casi de inmediato, y el resplandor que emanaba del camino era bastante más fuerte.
– Por allí -señaló Reynevan a los caballeros de rapiña que lo miraban con la boca abierta-. Este camino.
– La ruta de Kamieniec. -Notker Weyrach fue el primero que se serenó-. Bien para nosotros. Y para vos también, señor Von Sagar. Porque es el camino mismo para esa casa a la que tanto queréis ir. ¡A los caballos, comitiva!
– Están allí -informó Hubertillo, a quien habían mandado en avanzadilla, mientras sujetaba a su danzante caballo-. Están allí, don Buko. Cabalgan pausado, despacio, por la carretera de Bardo. Unos veintitantos mozos, también entre ellos algunos de armadura pesada.
– Veinte -repitió Woldan de Osin un tanto pensativo-. Hummm…
– ¿Y qué esperabas? -Weyrach lo miró-. ¿Quién, pensabas, apuntilló y ahogó al recaudador y su comitiva, sin contar franciscanos y peregrinos? ¿Eh? ¿Pulgarcito?
– ¿Y el dinero? -preguntó, con aires de experto, Buko.
– Hay un carro. -Hubertillo se rascó la oreja-. Un arca…
– Suerte para nosotros. Allá llevarán los cuartos. Vayamos entonces tras ellos.
– ¿Y seguros estáis -dijo Scharley- que son los que buscamos?
– Vos, don Scharley -Buko lo midió con la vista-, cuando decís algo… Mejor dijéraisme si contar he de con vos. Y con vuestros compañeros. ¿Ayudaréis?
– ¿Y de la tal recuperación -Scharley miró las copas de los pinos- tendremos nosotros algo? ¿Qué decís de una parte igual, señor Von Krossig?
– Una para los tres.
– De acuerdo. -El demérito no regateó, pero ante las miradas de Reynevan y Sansón añadió presto-: Pero desarmados.
Buko agitó la mano, después de lo cual desató el hacha de la silla, un hacha fuerte, de ancha hoja en un mango levemente curvado. Reynevan contempló también cómo Notker Weyrach examinaba si la cadena de su mangual giraba bien en su vastago.
– Escuchad, comitiva -dijo Buko-. Aunque de seguro la mayor parte no son sino chuminos, veinte son. Ha de hacerse pues con cabeza. Procederemos de este modo: a eso de una legua de aquí el camino cruza un riachuelo por un puentejo…
Buko no se equivocaba. El camino conducía en verdad por un puentecillo bajo el que, por una estrecha aunque muy profunda garganta, oculta entre la espesura de los alisos, fluía una corriente que resonaba ruidosamente entre las piedras. Cantaban las oropéndolas, un pájaro carpintero picaba afanosamente contra un árbol.
– No me lo puedo creer -dijo Reynevan, escondido detrás de unos enebros-. No me lo puedo creer. Me he convertido en un bandolero. Estoy esperando emboscado…
– Cierra el pico -murmuró Scharley-. Vienen.
Buko von Krossig escupió en la palma de la mano, empuñó el hacha, cerró la celada.
– Atentos -bramó como de dentro de un caldero-. ¿Hubertillo? ¿Estás listo?
– Listo, señor.
– ¿Saben todos qué han de hacer? ¿Hagenau?
– Lo sé, lo sé.
Entre los brillantes abedules que estaban al otro lado de los matorrales de enebros, en la orilla contraria de la garganta, titilaron unos colores, destellaron unas armaduras. Se escuchó una canción. Cantaban Dum iuuentus floruit, reconoció Reynevan. Un canto con letra de Pierre de Blois. También nosotros lo cantábamos en Praga…
– Contentos vienen, los perros ésos -murmuró Tassilo du Tresckow.
– También ando contento cuando le aligero a alguno -respondió Buko-. ¡Hubertillo! ¡Atento! ¡Coloca la ballesta!
Los cánticos se detuvieron, enmudecieron de pronto. Junto al puentecillo apareció un paje con una capelina, llevando una lanza atravesada en la parte delantera de la montura. Detrás de él cabalgaban otros tres, los cuales vestían cotas de malla y placas de hierro, en la cabeza llevaban un morrión y a las espaldas ballestas. Todos entraron muy despacio en el puentecülo. Detrás de ellos aparecieron dos caballeros armados cap á pied, hasta con las lanzas en ristre apoyadas en los estribos. Uno llevaba en el escudo un escalón de gules en campo de plata.
– Kauffung -murmuró de nuevo Tassilo-. ¿Qué diablos?
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