– ¿Qué? ¡Te estoy oyendo! ¡Y mírame a los ojos cuando te pregunto!
– Cuatro hermanos menores… -Reynevan ya antes había decidido mantener en secreto a la persona de Tybald Raab, tras un momento de reflexión tomó también la decisión de ocultar a Hartwig Stietencron y su feúcha hija-. Y cuatro peregrinos.
– Mendicantes y peregrinos. -Los labios de Buko, torcidos en una mueca, dejaron al descubierto sus dientes-. ¿Montados en caballos con yerros? ¿Eh? Qué me estás…
– No miente. -Kuno Wittram se acercó, le echó un pedazo de cordón deshilachado.
– Blancos -dijo-. ¡Franciscanos!
– Cuernos. -Notker Weyrach frunció las cejas-. ¿Qué pasó aquí?
– ¡Qué pasó, qué pasó! -Buko golpeó la mano contra la empuñadura de la espada-. ¿Y mí qué se me da? ¡Yo lo que quiero es saber dónde el recaudador anda! ¡Dónde está el carro, dónde los dineros! ¿Alguien puede decirme algo? ¡Don Huon von Sagar!
– Estoy comiendo.
Buko maldijo.
– Tres senderos parten de la majada -dijo Tassilo de Tresckow-. Huellas hay en todos ellos. Mas no hay modo de vislumbrar cuál es cuál. No se puede decir por cuál se fuera el recaudador.
– Si acaso se fuera. -Scharley surgió de los arbustos-. Opino que no se fue. Que sigue aún aquí.
– ¿Lo qué? ¿Dónde? ¿Cómo lo sabéis? ¿Por qué afirmáis tal cosa?
– Porque uso de mi razón.
Buko von Krossig lanzó obscenas maldiciones. Notker Weyrach lo detuvo con un gesto. Y miró al demérito significativamente.
– Habla, Scharley. ¿Acaso encontraste algo? ¿Qué sabes?
– Los señores no quisieron dejarnos tomar parte en el botín. -El demérito meneó la cabeza con fuerza-. De modo que no haréis de mí un rastreador. Lo que sé, lo sé. Asunto mío.
– Sujetadme… -gritó Buko con rabia, mas Weyrach lo detuvo de nuevo.
– No ha mucho -dijo- ni el recaudador os interesara ni los sus dineros. Y ahora al pronto os entraron las ganas de tomar parte en el botín. De seguro que algo ha cambiado. Curioso estoy por saber qué.
– Mucho. Ahora el botín, si tenemos suerte de poderlo tomar, no procederá del asalto al recaudador. Se tratará ahora de una recuperación, de robar a un ladrón. En lo cual tomaré con gusto parte, dado que considero moralmente permitido el robar a un robador los sus robados bienes.
– Habla más claro.
– No se puede hablar más claro -dijo Tassilo de Tresckow-. Todo está claro.
El pequeño lago escondido en el bosque y rodeado de pantanos producía, pese a toda su belleza, un cierto sentimiento de desasosiego, incluso de miedo. Su superficie era como el alquitrán, igual de negra e inerte, igual de inmóvil, igual de muerta, sin huella de vida, sin movimiento alguno. Aunque la puntas de los pinos que se reflejaban en el agua se agitaban leves al soplo del viento, la suavidad de la superficie no estaba turbada ni siquiera por una arruga. En el agua, densa de algas de color pardo, solamente se movían unas pequeñas bolas de gas que surgían de las profundidades, se esparcían lentamente y estallaban en la oleaginosa superficie cubierta de lentejas de río, una superficie de la que surgían árboles secos con los troncos extendidos como si fueran manos de cadáveres.
Reynevan se estremeció. Ya había adivinado lo que había descubierto el demérito. Allí yacían, pensó, en lo profundo, entre el légamo, en el mismo fondo de este oscuro abismo. El recaudador. Tybald Raabe. La hija llena de granos de Stietencron, con sus cejas afeitadas. ¿Y quién aparte de ellos?
– Mirad -señaló Scharley-. Aquí.
El suelo pantanoso se hundía bajo los pies, salpicaba agua, que surgía al estrujar la esponjosa alfombra de liqúenes.
– Alguien se dispuso a esconder las huellas -siguió mostrando el demérito-, mas de cualquier modo se ve claramente por dónde se arrastraron los cadáveres. Aquí, sobre las hojas, hay sangre. Y aquí, y aquí. Por doquier, hay sangre.
– Eso quiere decir… -Weyrach se acarició la barbilla-. Que alguien…
– Que alguien asaltó al recaudador -terminó Scharley tranquilo-. Acabó con él y con su escolta. Y los cuerpos echólos aquí, al lago.
Llenándolos de piedras que arrancaron del hogar. Bastaba con mirar atentamente el hogar…
– Vale, vale -cortó Buko-. ¿Y los dineros? ¿Qué hay de los dineros? Eso quiere decir…
– Eso quiere decir -Scharley lo miró ligeramente burlón- exactamente lo que estáis pensando. Suponiendo que penséis.
– ¿Que robaron los dineros?
– Bravo.
Buko guardó silencio durante algún tiempo y durante el tiempo aquél iba enrojeciendo cada vez más.
– ¡Su puta madre! -gritó por fin-. ¡Oh, Dios! ¿Y Tú ves esto y no lanzas tus rayos? ¡A lo que hemos llegado! ¡Se derrumbaron, su puta madre, las costumbres, desapareció la virtud, murió la honestidad! ¡Todo, todo se roba, se saquea, se sustrae! ¡El ladrón al ladrón roba y a éste otro ladrón! ¡Picaros! ¡Belitres! ¡Rufianes!
– ¡Granujas, por el caldero de Santa Cecilia, granujas! -Kuno Wittram lo secundó-. ¡Cristo, que no lances plaga alguna contra ellos!
– ¡Ni lo más sagrado, hideputas, respetan! -bramó Rymbaba-. ¡Pues las perras que el colector acarreaba, para un santo fin eran!
– Ciertamente. Para la guerra contra los husitas recogía el obispo…
– ¿Y si es así -balbuceó Woldan de Osin-, no será esto asunto diabólico? Pues el diablo en liga está con los husitas… Pudieron los heréticos ayuda demoniaca haber llamado… Y bien pudiera el diablo por su cuenta, por desavenencia con el obispo… ¡Jesús! El diablo, os digo, anduvo por acá, fuerzas del averno hicieron de las suyas. Satán, y no otro, fue quien al recaudador mató y a los suyos aniquilara.
– ¿Y los quinientos gúldenes qué? -Buko frunció el ceño-. ¿Se los llevó para el infierno?
– Lléveselos. O los convirtió en mierda. Ya ha habido casos así.
– Igual en mierda. -Rymbaba meneó la cabeza-. Mucho y muy diverso hay de mierda allá, tras los matojos.
– Pudiera ser también -añadió Wittram, señalando- que el diablo
tirara al marjal los dineros. A él nada le sirven.:
– Humm… -murmuró Buko-. ¿Pudiera haberlos tirado, dices? Puede que entonces…
– ¡Jamás! -Hubertillo captó al vuelo lo que Buko estaba pensando-. ¡Jamás de los jamases! ¡Por nada del mundo me meto yo ahí, señor!
– No me extraña -dijo Tassilo du Tresckow-. A mí tampoco me gusta el charco éste. ¡Lagarto, lagarto! No me metería en esas aguas ni aunque fueran no quinientos, sino y aun quinientos mil gúldenes.
Lo que fuera que viviera dentro del lago debió de haberlo escuchado «porque como para confirmarlo, el agua oleaginosa se agitó, hirvió, borbotó con miles de grandes burbujas. Estallaban y dejaban esparcirse un hedor repugnante, podrido.
– Vayámonos de aquí… -jadeó Weyrach-. Vayámonos…
Se fueron. Y más bien apresuradamente. El agua del pantano salpicaba bajo sus pies.
– El asalto al recaudador -afirmó Tassilo du Tresckow-, si tuvo lugar, y Scharley no se equivoca, sucedió, a juzgar por las huellas, ayer por la noche u hoy al alba. De modo que si nos apuramos un tanto, podemos alcanzar a los bellacos.
– ¿Y sabemos -bramó Woldan de Osin- por dónde se fueran? De la pradera vanse tres sendas. Una hacia el camino de Bardo. Otra al sur, a Kamieniec. La tercera al norte, a Frankenstein. Antes de que nos echemos a perseguir, más valdría saber por cuál de los tres caminos.
– Ciertamente -confirmó Notker von Weyrach, después de lo cual carraspeó significativamente, miró a Buko, señaló con la mirada al mago de cabellos blancos, que estaba sentado no lejos de allí con la vista clavada en Sansón Mieles-. Ciertamente, más valdría saberlo. No quisiera ser molesto, mas puede ser que, por ejemplo, ¿se pudiera usar la hechicería para tal objeto? ¿Eh, Buko?
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