Y entonces, sin saber de dónde, sin saber cómo, del oscuro cielo se lanzaron sobre ellos unos murciélagos.
No eran aquéllos, se entiende, murciélagos normales y corrientes. Aunque no mucho más grandes de los normales, como mucho dos veces, tenían una cabeza innaturalmente crecida, unas orejas enormes, ojos que ardían como carbones y los hocicos llenos de blancos colmillos. Y había muchos, toda una bandada, una nube. Sus estrechas alitas silbaban y cortaban como cimitarras.
Reynevan agitaba las manos como un loco, alejando de sí a las bestias, que lo atacaban rabiosamente, aullando de miedo y asco se arrancaba las que se le aferraban al cuello y los cabellos. A algunas las rechazaba, golpeándolas como a pelotas, a otras las agarraba con las manos y las ahogaba. Pero las que restaban le arañaban el rostro, le mordían los dedos, le roían dolorosamente las orejas. Junto a él, Scharley cortaba a su alrededor con su sable, la negra sangre de los murciélagos salpicaba abundantemente. En la cabeza de Scharley había cuatro murciélagos, Reynevan veía cómo fluían por la cabeza y las mejillas del demérito finas líneas de sangre. Sansón luchaba en silencio, destrozaba a los animales que lo rodeaban, aplastando en su puño varios a la vez. Los caballos estaban enloquecidos, daban coces, relinchaban con fuerza.
El sable de Scharley silbó por encima de la cabeza de Reynevan, la hoja le rozó los cabellos, barriendo de ellos a un murciélago, una bestia especialmente grande, gruesa y agresiva.
– ¡Pies en polvorosa! -gritó el demérito-. ¡Hay que huir! ¡No podemos seguir aquí!
Reynevan tiró del caballo, dándose cuenta de pronto. Aquéllos no eran murciélagos normales, eran monstruos creados por un hechizo y eso sólo podía significar una cosa: que habían sido enviados por los perseguidores y que los perseguidores aparecerían allí de inmediato. Se lanzaron al galope, no tuvieron que espolear a los caballos, los rocines, llenos de pánico, habían olvidado su cansancio y corrían como perseguidos por lobos. Los murciélagos no se quedaban atrás, atacaban, se lanzaban en picado y les caían encima sin pausa, era difícil defenderse a pleno galope. Sólo Scharley era capaz de hacerlo, cortando con su sable y cosiendo a la murcielaguería a toda velocidad y con tanta habilidad como si hubiera nacido y pasado toda su juventud en el país de los tártaros.
Por su parte, se demostró otra vez que a Reynevan lo perseguía una mala suerte peor que la de Jonás. Los murciélagos mordían a los tres, más sólo a Reynevan se le clavó uno en los cabellos de la frente de tal modo que le tapaba completamente los ojos. Los monstruillos atacaron a los tres caballos, pero sólo al de Reynevan se le metió uno directamente en la oreja. El caballo se retorció, relinchando como un loco, dio coces tiritando, con la cabeza gacha, echó las ancas hacia arriba con tanta energía que el cegado Reynevan voló de la silla como un proyectil de una catapulta. El caballo, privado de su peso, se lanzó a un loco galope y se hubiera perdido por el bosque. Por suerte, Sansón tuvo tiempo de aferrarlo de las riendas y de hacerlo detenerse. Scharley, por su parte, saltó del caballo y con el sable en alto se metió entre los arbustos de enebro donde los murciélagos atacaban a Reynevan, quien se retorcía entre la alta hierba, como los sarracenos a un caído paladín de Carlomagno. Gritando horrendas maldiciones y terribles insultos, el demérito agitó el sable hasta que chorreó sangre. Junto a él, Sansón luchaba a caballo, con una mano. Con la otra sujetaba a los dos animales enloquecidos. Algo así sólo podía hacerlo una persona con la fuerza que él tenía.
Reynevan fue el primero que advirtió que nuevas fuerzas se sumaban a la lucha. Quizá porque estaba a cuatro patas, consiguió escaparse de la barahúnda casi con la nariz en la hierba. Y así vio cómo la hierba se doblaba sobre la tierra, plana, como si la golpeara un fuerte viento. Alzó la cabeza y como a unos veinte pasos vio a un hombre, casi un anciano, mas de gigantesca estatura, de ojos ardientes y una melena leonina de cabellos blancos como la leche. El anciano empuñaba un bastón extraño, nudoso, curvo, fantásticamente retorcido, una verdadera serpiente petrificada en un paroxismo de dolor.
– ¡Al suelo! -gritó el anciano con voz de trueno-. ¡No te levantes!
Reynevan se aplastó contra la tierra. Sintió cómo un extraño viento le silbaba sobre la cabeza. Escuchó unas ahogadas maldiciones de Scharley. Y luego un chillido grande y agudo de los murciélagos que hasta entonces habían estado atacando en el silencio más absoluto. El chillido enmudeció tan de repente como había surgido. Reynevan escuchó y sintió cómo a su alrededor caía algo, como un granizo, golpeando el suelo como manzanas maduras. Sintió también una lluvia aún más fina, pequeñita, seca, sobre los cabellos y la espalda. Miró a su alrededor. Toda la extensión que alcanzaba su vista estaba cubierta por cadáveres de murciélagos y desde arriba, desde las ramas de los árboles, se derramaba una densa e interminable lluvia de insectos muertos: escarabajos, gorgojos, arañas, orugas y polillas.
– Matavermis… -jadeó-. Eso era un matavermis…
– Miradlo, miradlo -dijo el anciano-. ¡Sabe de qué habla! Mozo será, mas versado. Levántate. Ya se puede.
El anciano, ahora se daba cuenta, no era para nada un anciano. Tampoco es que, por supuesto, fuera un jovenzuelo, pero el tono blanco de sus cabellos, Reynevan podía apostar su cabeza, tenía su origen menos en la vejez que en el albinismo típico de los magos. También la estatura gigantesca resultó ser una apariencia creada por la magia. El albino apoyado en el bastón era alto, pero no de forma sobrenatural.
Scharley se acercó, pateando sin interés a los murciélagos que yacían muertos sobre la hierba. Se acercó Sansón Mieles con los caballos. El albino los contempló con atención, en especial a Sansón.
– Tres -dijo-. Curioso. Porque estábamos buscando a dos.
Del por qué hablaba en plural se enteró Reynevan antes de que le diera tiempo a preguntar. Resonaron unos cascos, el claro se llenó de caballos relinchando.
– Buenas -gritó desde lo alto de su silla Notker von Weyrach-. Al final nos encontramos. Esto si que es churra.
– Churra -repitió con parecida sorna Buko von Krossig, echando levemente el caballo hacia el demérito-. ¡Y más aún que en lugar por todo diferente del que fuera acordado! ¡Por todo diferente!
– Burláis, don Scharley -añadió, alzando la visera de su bascinet, Tassilo du Tresckow-. No mantenéis lo estipulado. Y eso es cosa poco honrada.
– Y, por lo que veo, no se ha librado de castigo -bufó Kuno Wittram-. ¡Por el bastón de San Gregorio el Milagroso! ¡Mirad sólo cómo los bichos le han roído las orejas!
– Hay que irse de aquí. -El albino interrumpió la escena que se desarrollaba ante los ojos del asombrado Reynevan-. Los perseguidores se están acercando. ¡Los caballos siguen el rastro! ¡Los caballos están siguiendo el rastro!
– ¿Y no lo dije? -bufó Buko von Krossig-. ¿Que los salvaríamos, que les sacaríamos el culo de las cadenas? Vale, vamos. ¿Don Huon? Esos perseguidores…
– No son cualquiera cosa. -El albino contemplaba a un murciélago que sujetaba por la punta de un ala, luego posó sus ojos en Scharley y Sansón-. Sí, no son cualquiera cosa quienes aquí acuden… Los conocí, los conocí por el picor de mis dedos… Vaya, vaya… Interesantes sois, interesantes… Puede decirse: dime quién te persigue, y te diré quién eres. O de otro modo: mis perseguidores son mis testigos.
– Oh, va, los perseguidores -gritó, haciendo girar al caballo, Paszko Rymbaba-. ¡Me cago de miedo! ¡Que se acerquen, que les vamos a dar de palos!
– No creo que sea tan sencillo -respondió el albino.
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