Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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– Tú, Yennefer -dijo arrastrando las palabras-, piensas seguramente que miento, que te engaño, que intento pegártela. ¿Con qué objetivo habría de hacer tal cosa? Me he conmovido tanto con la noticia de la muerte de Ciri como tú, qué digo, incluso más que tú. Al fin y al cabo, tenía esperanzas muy concretas relacionadas con la muchacheja, había trazado planes que iban a decidir sobre mi futuro. Ahora la muchacha está muerta y mis planes se han venido abajo.

– Eso está bien. -Yennefer, sujetando con gran esfuerzo el cuchillo en sus dedos rígidos, cortaba un filete relleno de ciruelas.

– A ti, sin embargo -continuó el hechicero, sin prestar atención al comentario-, te unía a Ciri exclusivamente un sentimentalismo tonto, que se componía a partes iguales de la pena producida por tu propia infertilidad y tu sentimiento de culpabilidad. ¡Sí, sí, Yennefer, sentimiento de culpabilidad! Al fin y al cabo participaste activamente en el cruce de parejas, en el proceso de cría por el que la pequeña Ciri vino al mundo. Y trasladaste tus sentimientos al fruto de los experimentos genéticos, un experimento para colmo fracasado. Puesto que a los experimentadores les faltaba conocimiento.

Yennefer le saludó en silencio alzando la copa, mientras rogaba en su interior para que no se le cayera de los dedos. Poco a poco estaba legando a la conclusión de que al menos dos de ellos los iba a tener rígidos durante mucho tiempo. Quizá permanentemente. Vilgefortz se enfureció con su gesto.

– Ahora ya es demasiado tarde, ya ha pasado -dijo, con los dientes apretados-. Has de saber sin embargo, Yennefer, que yo tenía conocimientos suficientes. Y si tuviera a la muchacha, haría uso de este conocimiento. De hecho, laméntate, hubiera acrecentado tu mutilado sucedáneo de instinto maternal. Porque aunque seca y estéril como una piedra, hubieras tenido por mi mano no sólo hija, sino hasta nieta. O al menos un sucedáneo de nieta.

Yennefer bufó despectivamente, aunque en su interior ardía de rabia.

– Con la mayor pena tengo que aguar tu buen humor, querida mía -dijo con voz fría el hechicero-. Porque creo que te entristecerá la noticia de que tampoco vive el brujo Geralt de Rivia. Sí, sí, el mismo brujo Geralt, con el que, del mismo modo que con Ciri, te unía una parodia de sentimiento, un sentimiento ridículo, tonto y meloso hasta la náusea. Has de saber, Yennefer, que nuestro querido brujo se despidió de este mundo de una forma verdaderamente espectacular y brillante. Sin embargo, en este caso no tienes que tener remordimiento alguno. No eres culpable de la muerte del brujo ni en lo más mínimo. Toda la culpa me pertenece. Prueba las peras en almíbar, son en verdad excelentes.

En los ojos violeta de Yennefer ardía un frío odio. Vilgefortz se rió.

– Así me gustas -dijo-. Cierto, si no fuera por los brazaletes de dwimerita, seguro que me convertías en cenizas. Pero la dwimerita funciona, así que sólo me puedes fulminar con la mirada.

El del constipado estornudó, se sonó los mocos y se puso a toser hasta que se le saltaron las lágrimas. El alto miraba a la hechicera con su desagradable mirada de pez.

– ¿Y dónde está don Rience? -preguntó Yennefer, acentuando las palabras-. Don Rience, que me había prometido tantas cosas, y me había dicho lo que iba a hacer conmigo. ¿Y dónde don Schirrú, que no dejaba escapar ocasión para patearme y darme coces? ¿Por qué los guardianes, que no hace mucho eran patanes y brutales, han comenzado a comportarse con un respeto asustado? No, Vilgefortz, no tienes que contestar. Lo sé. Lo que has contado es una mentira de las gordas. Ciri se te ha escapado y Geralt se te ha escapado, organizando al mismo tiempo una buena carnicería entre tus esbirros. ¿Y ahora qué? Tus planes se han venido abajo, se han convertido en polvo, tú mismo lo has reconocido, tus sueños de poder se han desvanecido como el humo. Y los hechiceros y Dijkstra se van acercando, acercando. No sin causa y no por piedad has dejado de torturarme y de intentar obligarme a escanear. Y el emperador Emhyr está apretando la red y está con toda seguridad enfadado, muy enfadado. ¿Ess a tearth, me tiarn? ¿A'pleine a cales, ellea?

– Hablo la común -dijo el del resfriado, manteniéndole la mirada-. Y me llamo Stefan Skellen. Y por lo menos, por lo menos no tengo los calzoncillos cagados. Incluso me sigue pareciendo que estoy en mejor situación que tú, doña Yennefer.

El discurso lo cansó, se echó a toser de nuevo y se sonó los mocos en el paño de batista que estaba ya completamente mojado.

– Basta de juegos -dijo Vilgefortz, entornando macabramente su ojo en miniatura-. Sabes, Yennefer, ya no me eres necesaria. En realidad debería mandar meterte en un saco y hacerte ahogar en el lago, pero suelo echar mano de tales métodos con el mayor de los desagrados. Hasta el momento en que las circunstancias me permitan o me obliguen a tomar otra decisión, se te mantendrá aislada. Te advierto, sin embargo, que no te permitiré que me causes problemas. Si de nuevo te decides por una huelga de hambre, has de saber que no voy a perder el tiempo, como en noviembre, en alimentarte por un tubo. Simplemente dejaré que te mueras. Y en caso de intento de fuga, las órdenes de los guardianes son bien claras. Y ahora, vete. Naturalmente, si has satisfecho ya tu…

– No. -Yennefer se levantó, lanzó la servilleta con fuerza contra la mesa-. Quizá todavía comería algo, pero la compañía me ha quitado el apetito. Adiós, señores.

Stefan Skellen estornudó y se echó a toser. El de los ojos pálidos la midió con una mirada de enfado y sonrió siniestro. Vilgefortz miraba a un lado. Como de costumbre cuando la trasladaban de una prisión a otra, Yennefer intentó orientarse, saber dónde estaba, conseguir siquiera una pizca de información que le pudiera ayudar a preparar la fuga. Y cada vez terminaba en fracaso. El castillo no tenía ventana alguna a través de la que pudiera observar el terreno que la rodeaba o siquiera el sol para intentar establecer en qué parte del mundo estaban. La telepatía era imposible, dos pesados brazaletes de dwimerita anulaban eficazmente todo intento de uso de la magia. La habitación en la que se la había encerrado era fría y severa como la celda de un ermitaño. Sin embargo, Yennefer recordaba el feliz día en que la habían llevado allí desde la mazmorra. Desde el sótano, en cuyo fondo siempre había un charco de agua apestosa, y de las paredes manaba salitre y sal. Del sótano en el que le daban de comer las sobras, en el que las ratas le arrancaban pedacitos de los dedos mutilados sin esfuerzo alguno. Cuando al cabo de unos dos meses le quitaran las cadenas y la sacaron de allí, le permitieron cambiarse de ropa y bañarse, Yennefer no cabía en sí de gozo. La habitacioncilla adonde la llevaron le parecía el dormitorio de un rey y la pasta aguada que se le servía, sopa de nido de golondrinas, digna de la mesa de un emperador. Cosa clara, al cabo de algún tiempo la sopa devino aguachirle repugnante, el duro catre, duro catre, y la prisión, prisión. Una prisión estrecha, fría, en la que al cabo de cuatro pasos se topaba uno con la pared.

Yennefer maldijo, suspiró, se sentó en el taburete que era, aparte del catre, el único mueble del que disponía.

Él entró con tal silencio que ella casi no lo oyó.

– Me llamo Bonhart -dijo-. Estaría bien que recordaras este nombre, bruja. Que te lo grabaras bien en tu memoria.

– Anda y que te follen, cerdo.

– Soy -dijo rechinando los dientes- cazador de hombres. Sí, sí, pon la oreja, hechicera. En septiembre, hace tres meses, en Ebbing, cacé a tu bastarda. La misma Ciri de la que tanto aquí se habla.

Yennefer puso la oreja. Septiembre. Ebbing. La cazó. Pero no está aquí. ¿No estará mintiendo?

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