Orson Card - El septimo hijo

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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste.
En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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—No lo soy. Ha sido un obsequio divino. —¿Divino o diabólico? Cuando te rodee la luz, Bill, ¿cómo sabrás si es la gloria de Dios o las llamas del infierno?

—No lo sé —repuso Truecacuentos, cada vez más confundido. Era joven, entonces. No llegaba a los treinta años, y era fácil que se sintiera confundido en presencia del gran hombre.

—O tal vez tú mismo te hiciste el obsequio, ya que deseas la verdad con tal ardor… —El viejo Ben inclinó la cabeza para examinar las páginas de los Proverbios a través de la porción inferior de sus lentes bifocales—. Las letras han sido quemadas. Qué curioso, ¿verdad?, que me llamen mago a mí, que no lo soy, y que tú que lo eres te niegues a admitirlo.

—Soy un profeta… aspiro a serlo. —Si alguna de tus profecías se torna realidad, Bill Blake, te creeré, pero no antes de que eso ocurra.

En los años siguientes, Truecacuentos había ansiado el cumplimiento de una sola profecía siquiera. Pero cada vez que creía estar ante ese cumplimiento escuchaba la voz del viejo Ben en su mente, ofreciendo otra explicación válida, burlándose de él por creer que pudiera haber alguna otra relación entre la profecía y la realidad.

—No es verdadera—solía decir el viejo Ben—. Útil, sí. Eso ya es algo. Tu mente ha establecido una relación útil. Pero verdadera ya es otro cantar. Verdadera sería si tu relación existiera independientemente de que tú te percatases de ella, si existiera ya fuese que la descubrieses o no. Y debo decir que en toda mi vida no he hallado tal relación. A veces sospecho que no puede haberla. Que todos los lazos, conexiones, vínculos y semejanzas son criaturas de nuestro pensamiento y carecen de sustancia.

—Entonces, ¿por qué la tierra no se disuelve bajo nuestros pies? —preguntaba Truecacuentos. —Porque hemos conseguido convencerla de que no deje pasar nuestros cuerpos. Tal vez fue sir Isaac Newton. Era un tipo tan persuasivo… Los seres humanos acaso duden de él, pero la tierra le cree, y por eso resiste. —El viejo Ben se echaba a reír. Para él todo era motivo de broma. Ni siquiera podía llegar a tomar en serio su propio escepticismo.

Ahora, sentado al pie del árbol, con los ojos cerrados, Truecacuentos volvió a establecer relaciones: el relato de Noé con el viejo Ben. El viejo Ben era Cam, quien veía la verdad desnuda, vergonzosa y sin dobleces, y se reía de ella, mientras los hijos leales de la Iglesia y la Universidad regresaban a cubrirla para que la tonta verdad no pudiese ser vista. Así, el mundo seguía pensando que la verdad era firme y orgullosa, sin haberla visto realmente siquiera un instante fugaz.

Esta relación es verdadera, pensó Truecacuentos. Ése es el significado de la historia. El cumplimiento de la profecía. La verdad es ridícula cuando se la ve, y si alguien quiere venerarla jamás debe permitirse verla.

En ese momento de revelación, Truecacuentos se puso en pie de un salto. Debía encontrar a alguien de inmediato. Alguien a quien contar su gran descubrimiento mientras todavía creyese en él. Como decía su propio proverbio: «La cisterna contiene, la fuente desborda.» Si no contaba su cuento, éste se volvería hediondo y putrefacto, se consumiría en su interior, mientras que al explicarlo haría que permaneciera fresco y virtuoso.

¿Hacia dónde? El camino del bosque, a tres pasos de él, conducía hacia una gran iglesia blanca con un campanario alto como un roble. La había visto desde la copa del árbol, a un kilómetro de distancia. Era el edificio más elevado que Truecacuentos veía desde la última vez que había estado en Filadelfia. Un recinto de semejantes dimensiones donde la gente pudiera reunirse significaba que los pobladores de esta región creían tener lugar de sobra para los recién llegados. Buena señal para un narrador de cuentos itinerante, ya que él vivía de la confianza ajena, de la fe de quien lo acogiera y lo alimentara cuando no tenía nada con qué pagar salvo su libro, sus recuerdos, dos brazos fuertes y un par de piernas firmes que lo habían aguantado durante diez mil kilómetros y aún servirían al menos para cinco mil más.

El camino se veía surcado por huellas de carretas, lo cual era indicio de que se usaba a menudo, y en los sitios bajos estaba reforzado con rieles que formaban un buen camino de rollizos para que las carretas no se hundieran en el suelo empapado por las lluvias. De modo que esto pensaba convertirse en un pueblo… La inmensa iglesia tal vez no hablara de un espíritu abierto, sino más bien de ambición. Ése era el peligro de juzgar las cosas, pensó Truecacuentos. Cada efecto tiene cientos de causas posibles, y cada causa, cientos de efectos posibles. Se le ocurrió anotar ese pensamiento, pero se decidió por lo contrario. No había más huellas en él que las de su propia alma. No había trazas del cielo ni del infierno. Y esto le permitió saber que no había sido un regalo. Era un pensamiento forzado por sí mismo. De modo que no podía tratarse de una profecía, ni tampoco ser cierto.

El camino terminaba en un ejido cercano a un río. Truecacuentos lo supo por el olor a agua presurosa. Tenía buen olfato. Alrededor del ejido había varias construcciones dispersas, la más grande de las cuales era un edificio encalado de dos pisos, con tinglado y un pequeño letrero que decía «Weaver's».

Ahora bien, cuando una casa tenía un cartel sobre su fachada, Truecacuentos lo sabía, por lo general era que su dueño deseaba que las gentes reconocieran el lugar aun cuando nadie les hubiera señalado el camino, lo cual es lo mismo que decir que la casa estaba abierta a los extraños. Truecacuentos se acercó sin vacilar y golpeó la puerta.

—¡Un minuto! —se escuchó un grito desde adentro.

Truecacuentos aguardó en el patio delantero. En un extremo había varias cestas colgantes, de las cuales pendían las largas hojas de diversas hierbas. Truecacuentos reconoció muchas de ellas: se empleaban en variadas artes, tales como la curación, el recuerdo, el hallazgo de cosas perdidas o para sellar recipientes. Y vio que las cestas estaban dispuestas de tal modo que, vistas desde un punto cercano a la base de la puerta, formaban un conjuro perfecto. En realidad, el efecto era tan pronunciado que Truecacuentos se puso en cuclillas y finalmente se tendió sobre el patio para apreciarlo debidamente. Los colores pintarrajeados en las cestas, exactamente en los puntos apropiados, revelaban que no se trataba de una disposición accidental. Era un exquisito conjuro para la protección, orientado hacia la salida principal.

Truecacuentos trató de pensar por qué razón alguien pondría un conjuro tan poderoso y a la vez buscaría ocultarlo. Pues Truecacuentos era probablemente la única persona capaz de sentir la oleada de poder que emitía algo tan pasivo como un conjuro y así detectarlo.

Todavía estaba echado en el suelo, pensando en este enigma, cuando la puerta se abrió y asomó un hombre.

—Veo que está muy cansado, desconocido…

Truecacuentos se puso de pie de un salto.

—Admiraba la disposición de sus hierbas. Es un verdadero jardín aéreo, señor.

—Es de mi esposa —dijo el hombre—. Siempre anda ocupada con sus plantas. Tienen que estar de ese modo…

¿Se encontraba ante un mentiroso? No, decidió Truecacuentos. No trataba de ocultar el hecho de que las cestas formaban un conjuro y que las hojas colgantes se entrelazaban de determinada manera. Sencillamente lo ignoraba. Alguien… probablemente su esposa, si éste era su jardín, había erigido una protección para ese hogar, y el esposo ni siquiera lo sospechaba.

—Me parece muy bonito —comentó Truecacuentos.

—Me preguntaba cómo podía ser que alguien hubiese llegado hasta aquí sin que escuchara la carreta ni los caballos. Pero por lo que veo, ha venido a pie.

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