Orson Card - El septimo hijo

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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste.
En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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—Eres tan supersticioso como el resto —dijo el Visitante con frialdad—. Los papistas se persignan constantemente. ¿Acaso crees que es algún conjuro contra el demonio?

—Entonces, ¿cómo puedo estar seguro de nada? —se preguntó Thrower—. Si el diablo puede construir un altar y hacer la señal de la cruz…

—No, no, Thrower, mi querido hijo, no son diablos, ninguno de los dos. Sabrás reconocer al diablo cuando estés ante él. Allí donde los hombres llevan cabello sobre la cabeza, el diablo luce los cuernos de un toro. Donde los hombres tienen pies, el diablo tiene las pezuñas hendidas de una cabra. Allí donde los hombres tienen manos, el demonio muestra las grandes zarpas de un oso. Y ten esto por seguro: cuando venga, no construirá altares para ti. —El Visitante posó ambas manos sobre el altar—. Éste es mi altar ahora —dijo—. No importa quién lo haya hecho, puedo emplearlo para mi propósito.

Thrower lloró de alivio.

—Ahora está consagrado, vos habéis hecho de él algo santo. —Y extendió una mano para tocar el altar.

—¡Detente! —susurró el Visitante. Aunque su voz casi era inaudible, tenía el poder de estremecer los muros—. Primero debes escucharme —ordenó.

—Siempre os escucho —dijo Thrower—. Aunque no alcanzo a comprender cómo es que habéis elegido un gusano tan indigno como yo.

—Hasta un gusano puede ser grande cuando es tocado por el dedo de Dios —replicó el Visitante—. No, no me interpretes mal. No soy Dios. No me veneres.

Pero Thrower no pudo contenerse y lloró con devoción, de rodillas ante aquel ángel sabio y poderoso. Sí, ante aquel ángel. Thrower no tenía dudas de eso, aunque el Visitante no tenía alas y lucía un traje de los que a nadie extrañaría encontrar en el Parlamento.

—El hombre que construyó este altar está confundido, pero en su alma hay muerte, y si se le provoca lo suficiente, ésta aparecerá. Y el niño que hizo las cruces… es tan notable como supones. Pero aún no se ha consagrado al bien ni al mal. Ambos caminos yacen delante de él, y está abierto a una y otra influencia. ¿Me comprendes?

—¿Es ésa mi labor? —preguntó Thrower—. ¿Debo olvidar todo lo otro y dedicarme a guiar a esta criatura por el camino recto?

—Si muestras demasiado celo, sus padres te rechazarán. Debes llevar a cabo tu ministerio tal como lo habías planeado. Pero interiormente lo orientarás todo hacia este niño notable, con el afán de ganarlo para mi causa. Puesto que si no ha llegado a servirme a los catorce años, lo destruiré.

La mera imagen de Alvin Júnior herido o muerto resultó intolerable para Thrower. Le causó tal sensación de pérdida que no creyó que un padre o una madre pudieran sentirse peor que él.

—Haré cuanto esté en manos de un hombre débil para salvar a este niño —exclamó, y su voz fue casi un grito de angustia.

El Visitante asintió, lo obsequió con aquella espléndida y amorosa sonrisa y extendió su mano hacia Thrower.

—Confío en ti —dijo con dulzura. Sus palabras fueron como un bálsamo fresco sobre una herida ardiente—. Sé que lo harás bien. Y en lo que respecta al diablo, no debes sentir temor de él.

Thrower tomó la mano que se le ofrecía para cubrirla de besos, pero en lugar de tocar la carne, sus manos se cerraron sobre el aire. El Visitante había desaparecido.

Capítulo 9

TRUECACUENTOS

En otra época, recordaba Truecacuentos, podía trepar a un árbol por estos lares y pasear la vista sobre kilómetros y kilómetros de bosque ininterrumpido. En una época, los robles vivían cien años o más y sus troncos, cada vez más gruesos, formaban montañas de madera. En esa época, las hojas crecían tan frondosas sobre la tierra que había sitios desnudos a fuerza de no recibir la luz del sol.

Ahora, ese mundo de eterno crepúsculo se desvanecía. Todavía quedaban tramos de bosque primitivo donde los pieles rojas merodeaban silenciosos como ciervos y donde Truecacuentos se sentía como en la catedral del Dios más y mejor venerado. Pero esos sitios eran ya tan infrecuentes que, en su último año de viaje errante, Truecacuentos no había andado un solo día en que pudiese trepar a un árbol y ver la techumbre imperturbada del bosque. Entre el Hio y el Wobbish, todo el territorio estaba siendo poblado, en forma dispersa pero pareja, e incluso en ese momento, encaramado sobre un sauce en la cresta de un morón, Truecacuentos veía más de treinta chimeneas que arrojaban columnas de humo al aire frío del otoño. Y, en todas direcciones,; se habían despejado grandes retazos del bosque, donde la tierra se veía arada, sembrada, atendida, cosechada… Allí donde otrora los inmensos árboles ocultaban la tierra del ojo del cielo, hoy el suelo lleno de rastrojos se exponía desnudo, a la espera de que el invierno cubriera su desvergüenza.

Truecacuentos recordó su visión de Noé borracho. La había grabado para una edición del Génesis para escuelas dominicales de rito escocés. Noé, desnudo, con la boca abierta y un jarro medio vacío pendiente de sus dedos cerrados; no lejos, Cam, riendo con desdén; y Jafet y Sem, caminando; hacia su padre para echar sobre él un manto con que cubrirlo de modo que no viesen lo que su padre había expuesto en su embriaguez.

Con excitación eléctrica, Truecacuentos comprendió que en esa visión profética estaba el germen de ese preciso instante: él, Truecacuentos, encaramado sobre un árbol, observaba con estupor la tierra desnuda, aguardando el púdico manto del invierno. Era una profecía hecha realidad. Algo que cabía desear mas no esperar durante la existencia de uno.

Pero tal vez la historia de Noé borracho no fuese la imagen de ese momento en absoluto. ¿Por qué no a la inversa? ¿Y si la tierra pelada fuese una imagen de Noé borracho?

Al llegar al suelo, Truecacuentos estaba de mal humor. Pensaba y pensaba, trata de abrir su mente para ver visiones, para ser un buen profeta. Pero cada vez que creía tener algo firme y seguro se le escurría y cambiaba. Un pensamiento se convertía en muchos, y toda la trama se deshacía, tan incierta como antes.

Al pie del árbol abrió su petate. Tomó el libro de cuentos que había iniciado para el viejo Ben allá por el 85. Con cuidado desató la parte sellada, cerró los ojos y pasó las páginas.

Abrió los ojos y vio que sus dedos descansaban sobre los Proverbios del Infierno. Desde luego, así tenía que ser en un momento semejante. Sus dedos tocaban dos proverbios, ambos escritos de su puño y letra. Uno no significaba nada, pero el otro parecía apropiado: «El tonto no ve el mismo árbol que el sabio.»

Pero cuanto más trataba de desentrañar el significado de ese proverbio en ese momento, menos relación hallaba, salvo que hacía mención de los árboles. Conque prefirió dedicarse al primer proverbio: «El necio que persiste en su necedad acaba por ser sabio.»

Ah. Después de todo, eso iba para él. Era la voz de la profecía registrada cuando vivía en Filadelfia, antes aun de que iniciara su travesía, una noche en que el Libro de los Proverbios cobró vida para él y vio como en letras de fuego las palabras que deberían haber sido incluidas. Esa noche había permanecido en vela hasta que la luz del amanecer acabó con las llamaradas de la página. Cuando el viejo Ben subió las escaleras estruendosamente en busca de su desayuno, se detuvo a olisquear el aire.

—Humo —dijo—. ¿No habrás estado tratando de incendiar la casa, verdad, Bill?

—No, señor —respondió Truecacuentos—. Pero ví en una visión lo que Dios quiso que dijera el Libro de los Proverbios, y lo anoté todo.

—Las visiones te obsesionan —aseguró el viejo Ben—. La única visión verdadera no es la que proviene de Dios, sino de lo más recóndito de la mente humana. Escríbelo como proverbio, si eso deseas. Es demasiado agnóstico para que yo lo emplee en el Almanaque del Pobre Richard. —Mire —dijo Truecacuentos. El viejo Ben miró, y vio morir las últimas llamas. —Que me aspen, es el truco más ingenioso que he visto hacer con letras. Y dijiste que no eras brujo…

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