Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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El paisaje era más hermoso de lo que nunca hubiera imaginado. El cielo era enorme y luminoso: temblaba con la presencia divina. La primera y tierna hierba de otoño estaba empezando a brotar en las suaves praderas de la amplia y fértil llanura fluvial tras la dura sequía del verano. A lo largo de los canales se alzaban mimosas, sauces y álamos, cañas y juncos, todos ellos llenos de nuevos brotes. El oscuro río Buranunu discurría a mi izquierda, alzándose muy por encima de su cauce en el lecho de su propio légamo. En algún lugar, muy lejos hacia el este, sabía que se hallaba el segundo gran río, el rápido y salvaje Idigna, que forma el otro límite de la Tierra: porque cuando hablamos de la Tierra, nos referimos al territorio entre los dos ríos. Todo lo que se extiende más allá nos es desconocido; lo que hay entre ellos es el dominio que nos ha sido entregado por los dioses.

De los ríos surgen dificultades y peligros: terribles torrentes, inundaciones mortales, pero de ellos también brota la fertilidad, y vi signos de ese gran don por todas partes. Todo esto se lo debemos al Padre Enki. Cuentan la historia del dios sabio que tomó la forma de un toro salvaje, y hundió su gran falo en los secos lechos de los dos ríos y arrojó en ellos su semilla en poderosos chorros que los llenaron con la dulce y resplandeciente agua de la vida. Así es siempre: el agua del padre proporciona fecundidad a la Tierra, que es nuestra madre. Fue también Enki quien, una vez hubo llenado los ríos con su fértil flujo, concibió los canales que conducen el agua del río hasta los campos, y trajo los peces y las redes a las marismas, y la hierba verde a las colinas, y los cereales y verduras a las tierras cultivadas, y el ganado a los pastos, y depositó cada uno de éstos en las manos de un dios especial.

Había oído esas cosas del arpista Ur-kununna, y del maestro en la escuela; pero entonces sólo me habían parecido palabras. Ahora se habían vuelto realidad. Vi los ricos campos de labor de trigo y cebada. Vi las palmeras datileras cargadas de frutos aún no maduros. Vi las moreras y los cipreses, las viñas llenas de resplandecientes racimos, los almendros y nogales, los rebaños de bueyes y cabras y ovejas. La Tierra estaba cargada de vida. En las lagunas a lo largo de los canales vi revolcarse los búfalos, grandes bandadas de pájaros de brillante plumaje, y una gran abundancia de tortugas y serpientes. En una ocasión vi un león de negra melena; pero él no me vio a mí. Ansiaba ver un elefante, de los que había oído maravillosos relatos, pero los elefantes estaban en algún otro lugar en ¡aquella estación. De los demás animales, sin embargo jabalíes y hienas, chacales y lobos, águilas y buitres, antílopes y gacelas—, había una multitud.

Cuando estaba en los lugares salvajes, cazaba liebres y gansos para comer, y también encontraba bayas y nueces. En los poblados los granjeros me recibían y compartían conmigo sus judías y sus guisantes y sus lentejas, su cerveza, sus dorados melones. No dije a nadie mi nombre ni de dónde venía; pero mi prestancia era la de un joven príncipe, y quizá por eso se mostraban tan hospitalarios conmigo. En cualquier caso, es una ofensa a los dioses darle la espalda a un pacífico extranjero. Las muchachas de esas granjas de buen grado me mantenían caliente por las noches, y lamenté tener qué abandonar a más de una, y luché conmigo mismo para rechazar el deseo de llevarme conmigo a alguna de esas tiernas compañeras. Pero cada vez vencí, y siempre me marché de los poblados solo y solo estaba cuando finalmente llegué a la gran ciudad de Kish.

Mi padre acostumbraba a hablar generosamente de Kish. Si hay alguna ciudad que pueda proclamar con justicia ser igual a Uruk —decía—. ésa es Kish. —Pensé que tenía razón.

Como Uruk, Kish se extiende cerca del Buranunu, de modo que prospera con el comercio fluvial entre ciudad y ciudad y con el comercio marítimo que sube río arriba procedente de las tierras oceánicas. Al igual que Uruk, está amurallada y es segura. La habita mucha gente, aunque no tanta como en Uruk, que es probablemente la ciudad más grande del mundo: mis recaudadores de impuestos, en el quinto año de mi reinado, censaron noventa mil personas, incluidos los esclavos. Creo que Kish sólo tiene dos tercios de esta cantidad, lo cual sigue siendo de todos modos un número elevado.

Largo tiempo antes de que Uruk se hiciera grande, Kish había alcanzado ya el más alto poder en toda la Tierra. Eso fue cuando el reino descendió de los cielos por segunda vez, después de que el Diluvio hubiera destruido las anteriores ciudades. Kish se convirtió entonces en la sede del reino, cuando Uruk era sólo un poblado. Recuerdo al arpista Ur-kununna cantarnos la historia de Etana, rey de Kish, el que trajo la estabilidad a toda la Tierra y fue aclamado en todas partes como gobernante absoluto. Fue Etana quien se elevó a los cielos con la ayuda de un águila cuando, debido a que no había tenido descendencia, fue en busca de la planta de la fecundidad, que sólo crece en los cielos.

El maravilloso viaje de Etana de Kish le trajo el heredero que deseaba; pero pese a ello Etana mora hoy en la Casa del Polvo y la Oscuridad, y Kish ya no domina toda la Tierra. En la época en que Enmebaraggesi era rey de Kish, la grandeza había empezado a crecer ya en Uruk. Meskiaggasher, hijo del sol, se convirtió en nuestro rey, cuando Uruk aún no era Uruk, sino sólo los dos poblados de Eanna y Kullab. Meskiaggasher hizo que Enmebaraggesi reparara en él. Después de él vino mi abuelo el héroe Enmerkar, que creó Uruk a partir de los dos poblados; y después de él, Lugalbanda. Y bajo esos dos héroes ganamos nuestra libertad de Kish y alcanzamos toda nuestra grandeza, de la que he sido depositario durante todas estos años.

En la época de mi juventud Enmebaraggesi llevaba muerto mucho tiempo y su hijo Agga era rey en Kish. Tuve mi primer atisbo de la ciudad en un brillante y soleado día de invierno: alzándose majestuosa sobre la lisa llanura del Buranunu, tras una muralla de muchas torres pintadas de deslumbrante blanco, llenas de largas y flameantes banderas esmeraldas y carmesíes. Vi que Kish era un lugar con dos jorobas, con dos centros gemelos en el este y en el oeste y un distrito bajo entre los dos. Los templos de Kish se alzaban sobre plataformas mucho más altas que la Plataforma Blanca de Uruk, con escalones que subían y subían hasta que parecían entrar en el cielo. Aquello me pareció una gran cosa, situar las casas de los dioses tan cerca de los cielos, y cuando reedifiqué los templos de Uruk tuve en mente las altas plataformas de Kish. Pero eso fue muchos años más tarde.

No estaba preparado para las maravillas de Kish. Todo a mi alrededor parecía gritar: “Soy grande, soy todopoderosa, soy la ciudad invencible.” Y yo tan sólo era un muchacho, que había salido de su casa por primera vez. Pero no había lugar para el miedo en mi corazón.

Me presenté ante las murallas de Kish, y un taciturno y barbudo guardián de la puerta salió, blandiendo perezosamente la maza de bronce de su función. Me miró de arriba a abajo como si yo no fuera absolutamente nada, sólo un trozo de carne caminando sobre dos piernas. Le devolví su insolencia con la mirada. Y con la mano apoyada ligeramente en la empuñadura de mi espada, le dije:

—Dile a tu amo que el hijo de Lugalbanda ha venido de Uruk para saludarle.

9

Esa noche cené en platos de oro en el palacio de Agga el rey, y así empezó mi estancia de cuatro años en Kish.

Agga me recibió cálidamente: no sé si por respeto a mi padre, o por una hábil intención de utilizarme contra Dumuzi. Es muy probable que por ambas cosas, porque era un hombre de honor, como me habían dicho, pero también era en cada fibra de su cuerpo un monarca, cuya intención era utilizar todo lo que llegara a sus manos en beneficio de su ciudad.

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