Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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—No debes decírselo a nadie —murmuré.

—¡Soy Inanna! —exclamó, furiosa—. ¡Nadie me da órdenes!

—Sólo te pido que no lo digas. ¿Representa tanto pedirte eso?

—No debes pedirme nada.

—Sólo prométeme…

—No hago promesas. Soy Inanna.

La fuerza de la diosa llenó la habitación. La auténtica presencia divina crea una gelidez mucho más profunda que el más frío viento invernal, porque sorbe hacia ella todo el calor de la vida; y en aquel momento sentí que Inanna tomaba el mío, lo bombeaba fuera de mí, convirtiéndome en un simple cascarón helado. No podía moverme. No podía hablar. Me sentí joven, estúpido e inocente. Vi alzarse ante mí a la auténtica diosa encarnada, con unos ojos amarillos resplandeciendo como los de un animal de presa en la noche.

8

Unos días más tarde, cuando regresaba a mi casa tras un día de entrenamiento con la jabalina, hallé una tablilla sellada encima de mi cama. Recuerdo que era el decimonono día del mes: siempre el menos afortunado de los días. Rompí apresuradamente el envoltorio de arcilla marrón y leí el mensaje que contenía, y lo leí de nuevo, y lo leí una tercera vez. Aquellas pocas palabras inscritas en la tablilla me impresionaron fuertemente. Me arrastraron en un breve instante lejos del confort de mi ciudad nativa y me lanzaron a una vida de exilio, como si no fueran unas meras palabras, sino el tormentoso aliento de Enlil, el sumo dios.

La tablilla-decía: Huye inmediatamente de Uruk. Dumuzi quiere tu vida.

Estaba firmada con el sello de Inanna. Mi respuesta inmediata fue de ciego desafío. Mi corazón latió alocadamente; mis manos se convirtieron en puños. ¿Quién era Dumuzi para atreverse a amenazar al hijo de Lugalbanda? ¿Qué tenía que temer de una torpe babosa como él? Y también pensé: el poder de la diosa es más grande que el poder del rey, así que no tengo necesidad de huir de la ciudad. Inanna me protegerá. Mientras caminaba de un lado para otro cíe mi cuarto, en el calor de mi ira, uno de mis sirvientes entró en la habitación. Vio mi rabia y empezó a retroceder, pero le dije que se quedara.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Dos hombres, oh señor… Vinieron dos hombres…

—¿Quiénes eran?

Por un momento su boca luchó por formar las palabras. Finalmente consiguió decir:

—Esclavos de Dumuzi, creo. Llevaban su banda roja al brazo. —Sus ojos brillaban con miedo—. Traían consigo cuchillos, mi señor. Los llevaban ocultos entre sus ropas, pero vi su brillo. Mi señor… Mi señor…

—¿Te dijeron qué querían?

—Hablar contigo, dijeron. —Tartamudeaba. El miedo hacía que el aspecto de su rostro fuera paludo y enfermizo—. Les d-d-dije que estabas con la d-diosa, y respondieron que volverían…, que r-r-regresarían esta tarde…

—Ah —dije lentamente—. Entonces es cierto. —Lo cogí por su túnica y lo atraje hacia mí y susurré—: ¡Vigila! Si los ves rondar por aquí, ¡avísame de inmediato!

—¡Lo haré, oh señor!

—¡Y no le digas a nadie dónde podrían hallarme!

—¡Ni una palabra, oh señor!

Lo despedí, y se marchó inmediatamente. Empecé a pasear de nuevo de un lado a otro de la habitación. Me di cuenta de que tenía la garganta seca y temblaba, más de rabia y desaliento que de miedo. ¿Qué otra cosa podía hacer excepto huir? Comprendía la locura de lo que había estado pensando hacía unos momentos, cuando me había mostrado tan atrevido. Podía ser valiente, sí; pero seguramente moriría en el empeño. ¡Qué engreído había sido! Preguntándome quién era Dumuzi, cómo podía amenazar al hijo de Lugalbanda. Bien, Dumuzi era el rey, y mi vida estaba en sus manos si así lo decretaba. Y si Inanna tuviera alguna forma de protegerme, ¿me hubiera enviado aquel aviso diciéndome que huyera? Me enfrentaba a un terrible vacío. Sabía que no podía demorarme ni un momento, ni siquiera para buscar explicaciones. En el tiempo de un parpadeo, Uruk estaba perdida para mí. Debía marcharme y hacerlo rápidamente, sin tan siquiera pararme a decirle adiós a mi madre, o a arrodillarme ante el santuario de Lugalbanda. En este mismo momento los dos asesinos que Dumuzi había elegido podían estar regresando en mi busca. No podía vacilar.

No tenía intención de estar fuera mucho tiempo. Buscaría refugio en alguna otra ciudad para unos cuantos días, o si era necesario un par de semanas, hasta que pudiera averiguar qué había hecho para convertirme en el enemigo del rey, y cómo podía repararlo. En aquellos momentos no me daba cuenta de que iniciaba cuatro años de exilio. Pero eso es lo que fueron.

Torpemente, con manos temblorosas, reuní unas cuantas pertenencias. Metí tanta ropa como pude en una bolsa que pudiera llevar al hombro, y tomé mi arco y mi espada, y el amuleto de Pazuzu que mi madre me había dado hacía mucho tiempo, y la pequeña estatuilla de piedra verde de la diosa que había recibido de Inanna cuando ella era solamente una sacerdotisa. Había adquirido una tablilla donde estaban inscritas varias frases mágicas, cosas para usar en caso de heridas o enfermedad, y lo llevé todo conmigo, junto con una bolsita de piel con la droga que uno quema para mantener alejados a los fantasmas en el desierto. Finalmente cogí un cuchillo pequeño de estilo antiguo con el mango enjoyado, no muy útil pero que me era muy querido porque me lo había dado Lugalbanda al regreso de una de sus guerras.

A la primera guardia de la noche, cuando empezaban a aparecer las estrellas, me deslicé fuera de mi casa y me encaminé con paso cauteloso hacia la Puerta Norte a través del estrecho laberinto de las calles. Caía una ligera lluvia. Volutas de humo blanco se alzaban hacia el cada vez más oscuro cielo, procedentes de las lámparas de diez mil casas. Me dolía miserablemente el corazón. Nunca antes había abandonado Uruk. No tenía la menor idea de lo que había más allá de los muros de la ciudad. Estaba en mareos de los dioses.

Elegí ir a la ciudad de Kish. Eridu o Nippur estaban mucho más cerca y eran más fáciles de alcanzar; pero Kish parecía una elección más segura. Dumuzi tenía gran influencia en Eridu o Nippur, pero Kish le era hostil. No quería llegar a un lugar donde fuera detenido de inmediato y enviado de vuelta a Uruk como una atención al rey de Uruk. Era muy probable que el rey Agga de Kish no sintiera ninguna necesidad de hacerle favores a Dumuzi; y recordé que Lugalbanda había hablado a menudo de él como un resuelto guerrero, un buen oponente, un hombre de honor. A Kish, pues: a ofrecerme a la piedad de Agga.

Kish se hallaba a una gran distancia al norte, una marcha de varios días. No podía ir por el río. No había ninguna forma fácil de que un bote pequeño o una almadía pudiera viajar corriente arriba por el rápido Buranunu, y era demasiado arriesgado para mí intentar deslizarme a bordo de alguna de las grandes naves reales a vela que recorrían el río entre las ciudades. Pero sabía que había un sendero de caravanas que flanqueaba la orilla oriental del río. Si lo seguía hacia el norte y ponía un pie delante del otro, más pronto o más tarde llegaría sin lugar a dudas a Kish.

Caminé vivamente, y de vez en cuando corrí a un ligero trote, y pronto Uruk desapareció en la oscuridad a mis espaldas. No me detuve hasta la hora media de la noche. Por entonces tenía la sensación de estar lejos de casa, de haberme embarcado en un gran viaje que me llevaría hasta uno de los rincones más alejados del mundo, un viaje que nunca iba a terminar. Como no ha terminado hasta el día de hoy.

Aquella noche dormí en un campo recién airado, envuelto en mi capa y con la lluvia cayendo sobre mi rostro. Pero dormí, y dormí profundamente. Me levanté al amanecer, y me bañé en el lodoso canal de algún granjero, y tomé un desayuno de higos y pepinos. Luego seguí mi camino hacia el norte. Me sentía incansable, lleno de una inagotable energía, y no me preocupó en absoluto caminar durante todo el día. El dios que residía en mi interior me conducía, como siempre, a hazañas más que mortales.

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