Louise Cooper - El Iniciado

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Y entonces ocurrió.

Los chicos estaban tan absortos en su juego que no se dieron cuenta de que la vanguardia de la procesión doblaba una esquina y se aproximaba al muelle. El Margrave marchaba al frente de la larga cadena humana; detrás de él se alzaba la estatua imponente de Aeo-ris... y el dios y sus portadores lo vieron todo.

Coran, ahora tan sumergido como su primo en el mundo creado por su fantasía, había lanzado mil maldiciones sobre la cabeza de su rival. Éste, para no verse superado, levantó una mano y le apuntó con dramático ademán; al hacerlo, un pálido rayo de sol se reflejó con brillo impresionante en la piedra incolora que llevaba el chico en la mano izquierda. Un bonito anillo, muy impropio de un niño... Por un instante, al darle el sol, la piedra pareció cobrar vida, una vida resplandeciente y terrible...

Y, sin previo aviso, un rayo de fuego rojo como la sangre brotó del dedo con un estruendo que le ensordeció momentáneamente. Sólo por un momento, la cara de Coran quedó petrificada en una máscara de asombro e incredulidad... Después, su cuerpo carbonizado y roto se torció a un lado y cayó sobre las losas con un ruido sordo.

El muchacho de negros cabellos se echó violentamente atrás, como si le hubiese golpeado una mano monstruosa e invisible, y aunque quiso gritar, ningún sonido brotó de su garganta. Por un momento, al detenerse bruscamente la procesión, se hizo un silencio total; después estalló la ira. Manos rudas le agarraron, le zarandearon, dándole golpes y patadas, en una creciente oleada de horror y de cólera. Chillaron las mujeres, gritaron los hombres y, por fin, la confusión se resolvió en palabras que golpearon como ondas sus oídos, maldiciéndole, condenándole, llamándole impío y blasfemo, indigno de seguir viviendo. En unos momentos, la máscara de civilización se disolvió, dejando al descubierto la cara del miedo, en su primitiva desnudez, y entre aquel tumulto, el muchacho se cubrió la cabeza con las manos, demasiado impresionado y aturdido para comprender lo que le estaba sucediendo, lo que había hecho. Como en una pesadilla, sintió que le ataban las manos y que las cuerdas se hundían en su carne, y que le empujaban hacia el centro de un círculo de caras hostiles, vociferantes , gritaban, y él sólo podía mirarles, sin comprender.

El Margrave provincial, pálido y tembloroso, avanzó con pasos vacilantes. En alguna parte, detrás de él, una mujer chillaba histéricamente; la madre de Coran, que se resistía a que la apartasen del cadáver de su hijo. El Margrave se iba acercando al muchacho, con evidente miedo de aproximarse demasiado, mientras los ancianos de la ciudad prorrumpían en un nuevo clamor. Herejía y blasfemia, una fuerza demoníaca en acción; el hijo bastardo de Estenya estaba poseído por el diablo, no merecía vivir... Y el Margrave,espoleado por sus consejeros, señaló con dedo acusador al niño de cabellos negros que había traído tanto horror a la fiesta.

—Debe morir —dijo una voz temblorosa—. Ahora mismo... ¡antes de que pueda hacer cosas peores!

Como anticipándose a los otros, alguien lanzó una piedra que por poco no dio en la cabeza del muchacho. Éste empezó a recobrar un poco de razón después de la primera impresión, y pensó que iba a vomitar al recordar la cara de Coran antes de que cayera al suelo. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había sucedido? ¡El no era un brujo!

—¡Matadle! —chilló una voz, y empezó de nuevo el griterío.

Él trató de protestar, de decirles que no había querido hacer daño a Coran, que estaban jugando, que no tenía poder para matar a nadie.

Pero sus palabras no significaban nada para aquella multitud. Habían visto lo que habían visto y, llevados de su miedo, estaban dispuestos a castigarle sin piedad. Y él, sin comprender lo que había ocurrido, iba a morir...

Aunque siempre había sido un niño solitario, ahora se sintió más solo que nunca en su vida. Ni siquiera Estenya podía ayudarle; había visto que unos hombres se llevaban de allí a una mujer que se había desmayado, y había reconocido el color del chal de su madre. Por un instante, su mirada se cruzó con la de los ojos, de madera, de la estatua de Aeoris; después, cerró con fuerza los suyos y rezó en desesperado silencio al dios, el único que debía conocer la naturaleza de la espantosa fuerza venida de ninguna parte y que había matado a su primo, para que acudiese en su ayuda.

Los hombres que le sujetaban se habían echado atrás, y el nu-chacho vio que la gente cogía piedras de los escombros de alrededor del muelle. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron tensos... y, de pronto, una voz gritó horrorizada entre la multitud:

—¡Qué Aeoris nos ampare!

Una mano señaló hacia el norte, mucho más allá de la ciudad, y todos se volvieron a mirar. A lo lejos, el cielo estaba cambiando. Franjas de débiles colores cruzaban lentamente la bóveda vacía de los cielos, y el muchacho, fascina do, contó el verde, el escarlata, el naranja, el gris y un extraño negro-azul, antes de recobrar el sentido común y darse cuenta de lo que estaba presenciando.

-Un Warp...

Y había puro miedo en la voz del Margrave.

El muchacho sintió un débil temblor en la tierra, transmitido a través de las frías losas del muelle. Percibió una tensión eléctrica en el aire, y sus nervio s empezaron a crisparse por algo que le aterrorizaba mucho más que su fatal destino; algo que evocaba las peores pesadillas que podía experimentar un ser humano. Un Warp... ¡y la ciudad estaba directamente en su camino!

Los temporales Warp, misteriosos y horripilantes, asolaban la tierra a imprevisibles intervalos. Eran el fenómeno más espantoso conocido por el hombre. Algunos decían que los Warps eran una manifestación del propio Tiempo; que su poder desencadenado podía cambiar la estructura misma del mundo. Cuando estallaba un Warp, las personas prudentes se encerraban en sus hogares y se cubrían la cabeza hasta que pasaba el temporal y se agotaban las fuerzas de los elementos. Nadie sabía con certeza las consecuencias de verse atrapado en aquel torbellino, pues nadie había vuelto para contarlo. El muchacho se acordaba de un vecino que había desafiado la furia del temporal y había desaparecido. Habían estado buscando algún rastro de él durante siete días, pero no lo habían encontrado. El hombre había dejado simplemente de existir...

La misteriosa aurora que avanzaba hacia ellos desde el norte se estaba acercando rápidamente; ahora casi había eclipsado el sol y una refracción estaba deformando el globo solar, de manera que parecía una fruta madura aplastada, pálida y vieja. Colores extraños barrían los edificios y las caras de la muchedumbre; la gente parecía curiosamente inhumana y bidimensional, y la febril imaginación del muchacho creyó ver que la estatua de Aeoris cobraba un terrible aire de vida.

Ahora vibró en el cielo una nota muy fuerte que sofocó los gritos de terror. Era como el lamento atormentado de algún ser inhumano que galopase en las alturas sobre el viento. El chico recordó historias de almas condenadas a volar eternamente con los Warps y, por un instante, pensó:

«Una muerte cruenta en manos de los jueces humanos, ¡es mejor que esto!».

Pero la muerte que le habían prometido no había de producirse todavía. La multitud se estaba ya desperdigando, corriendo en busca de refugio, mientras aquella mis teriosa especie de aullido que sonaba en el cielo se iba acercando inexorablemente. Alguien agarró el brazo atado del muchacho, haciéndole perder casi el equilibrio y el chico se vio arrastrado hasta el centro de un grupo de Consejeros que se encaminaban al Palacio de Justicia, a poca distancia de allí. Este edificio que, además de tribunal, servía de contaduría y de centro comercial para los mercaderes de provincias, era la estructura más sólida de la ciudad, con sus puertas macizas y sus ventanas reforzadas. El muchacho se dio cuenta, mientras le empujaban hacia la escalinata, por debajo del alto portal, de que la mitad de los vecinos lo habían elegido como refugio.

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