Louise Cooper - El Proscrito
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Ella no le respondió, y él cruzó la estancia, apartándola de su camino.
—¡Maldita sea! —dijo, furiosamente—. Si piensa que voy a quedarme mansamente sentado, esperando lo que quiera hacer con mi destino, ¡se equivoca! El Castillo puede haber sido abandonado, pero sus ocupantes no pueden haber desaparecido sin dejar rastro. — Señaló su propia ropa tomada de prestado—. Tiene que haber claves: documentos, archivos, saben los dioses qué más. Y yo los encontraré. Que Aeoris me ayude y encontraré la solución de este misterio... ¡Y frustraré los planes de Tarod! —Giró en redondo—. Bueno, ¿vienes conmigo o prefieres ignorar la realidad y quedarte aquí?
Su mirada expresaba la actitud medio compasiva y medio desdeñosa de un ciudadano de alto rango hacia una hija del arroyo.
El orgullo de Cyllan se rebeló contra su arrogancia.
— No — respondió en tono cortante—. Prefiero ignorar la realidad, ¡como dices tú!
—Haz lo que te parezca.
Drachea se dirigió a la puerta y la abrió. Se volvió a mirarla desde el umbral, pero ella había vuelto la cabeza, y salió al pasillo, dejando que la puerta se cerrase de golpe a su espalda.
Cuando Drachea se hubo marchado, Cyllan cerró con fuerza los ojos para dominar la ola de amargo resentimiento que amenazaba con sofocar todas sus demás ideas. Los modales de Drachea para con ella eran un insulto, y tenía que confesar que también esto le dolía. La camaradería, el sentido de luchar en el mismo bando, que habría podido desear en aquellos momentos de agobio, no existían; Drachea y ella, en cambio, parecían estar constantemente a la greña. La actitud de Drachea había herido su orgullo en lo más hondo, y este orgullo hacía que quisiera desquitarse de alguna manera, mostrarle que era más que un ser ignorante e inútil.
Abrió los ojos y miró la bolsa de las piedras. Las claves que Drachea confiaba en encontrar eran probablemente más fáciles de descubrir a través de las dotes de una vidente que gracias a una exploración física al azar... , si ella tenía valor para intentarlo.
Oscuros temores nublaban su cerebro, arguyendo violentamente contra la idea; pero esta vez, Cyllan los dominó con firmeza. Nunca había sido cobarde; no tenía que vencer el obstáculo del terror supersticioso que afligía a la gente ordinaria. ¿De qué había de tener miedo? Apretando resueltamente los puños, se acercó al antepecho de la ventana.
La vieja ropa estaba pegajosa a causa de la sal, y la bolsa de cuero, rígida y crujiente. Cyllan sacudió las piedras en la palma de su mano y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo. Sintió en su nuca un hormigueo familiar, señal segura de que sus sentidos psíquicos estaban despertando, y la impresión fue tan rápida que se quedó estupefacta. Fue como si algún poder externo tirase de ella como de una marioneta. Cerró los ojos y una oscuridad nubló al instante su visión interior, una negrura densa que le dijo que su conciencia dejaba paso a algo mucho más profundo. Los guijarros quemaban sus manos como cristales de hielo. Enfocó la oscuridad, se concentró, rechazando la ola de un miedo enfermizo...
El repiqueteo débil pero duro de las piedras cayendo al suelo rompió el silencio, y Cyllan se echó atrás lanzando una exclamación ahogada. El arranque psíquico había sido muy rápido, y su fuerza la dejó pasmada. Le pareció que la habitación se hacía más profunda, retrocedía momentáneamente, cuando abrió los ojos; después su visión se aclaró, y miró el dibujo que habían formado las piedras.
La más grande de todas estaba en el centro exacto de la figura. A su alrededor, las otras se extendían en espiral para formar siete brazos desiguales. Aquella figura era familiar, terriblemente familiar, y sin embargo no podía situarla, no podía recordar...
— Cyllan.
Gritó impresionada y casi se mordió la lengua al oír una voz extraña y argentina que pronunciaba su nombre en el vacío. Y en el mismo instante, tuvo una terrible premonición, la horrible certidumbre de que había algo detrás de ella, en la habitación, observándola...
Tenía la garganta tan contraída que apenas podía respirar. Y los contornos de la habitación estaban cambiando, perdiendo su solidez, creciendo de un modo extraño y espantoso... Unos colores raros centellearon en los bordes de su percepción, y sintió un frío que llenaba el aire y penetraba hasta sus huesos... Furiosamente, luchando contra la amenaza de un terror ciego, obligó a sus músculos a obedecerla y volvió la cabeza.
La habitación estaba vacía. Demasiado vacía..., como si el mundo real hubiese dejado de existir, dejándola extraviada en una media dimensión de engaño y fantasmagoría. Y a pesar de lo que le decían sus ojos, todavía podía sentir la presencia de otra inteligencia en la estancia. La estaba observando, burlándose de su incapacidad de ver..., y Cyllan sintió la fría y afilada hoja del cuchillo del mal...
Un solo y súbito estampido, tan fuerte que superaba las facultades del oído, resonó en el interior de su cabeza. Entre una niebla de dolor, vio que empezaba a ondularse la puerta de su habitación, alabeándose en formas imposibles. Apareció un aura a su alrededor como un halo de pesadilla, y chillones colores se agitaron furiosamente, casi cegándola. Algo se estaba acercando; lo sentía... , algo que podía aplas tarla y matarla, como un niño distraído podía aplastar un insecto con el pie.
Sin otro aviso, la puerta se desintegró y apareció en su lugar una luz negra. Cyllan luchó desesperadamente contra el terror de lo que sabía que tenía que ser una espantosa y poderosa alucinación, pero la razón no podía combatir la imagen de la figura no del todo humana que se estaba formando en el corazón de aquella luz, ni la larga y delgada mano que se tendió lentamente, autoritariamente, hacia ella.
Cyllan gritó, y supo que ningún sonido había brotado de sus labios. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron en un rictus y un solo y fuerte espasmo la sacudió de los pies a la cabeza antes de derrumbarse, inconsciente, entre las piedras desparramadas en el suelo.
A Drachea le palpitaba el corazón con molesta rapidez, mientras descendía por la amplia escalera principal del Castillo. Estaba excitado por la perspectiva que veía abrirse ante él, satisfecho de haber resuelto emprender una acción positiva, en vez de esperar pasivamente los acontecimientos; y sin embargo, aquella satisfacción estaba fuertemente entrelazada con una aprensión que iba en aumento a medida que se alejaba de la segura habitación de Cyllan.
Al llegar al pie de la escalera, vaciló y miró recelosamente a su alrededor para asegurarse de que no había señales de Tarod. Más allá de la puerta entreabierta, el patio parecía sombrío y hostil, con el fulgor rojo de sangre intensificado por la negrura contrastante de las paredes y de las losas del suelo, y el valor de Drachea empezó a flaquear. Hubiese querido, aunque por nada del mundo lo habría confesado, que le acompañara Cyllan. El había recibido su negativa con indiferencia, diciéndose que no necesitaba ayuda, pero ahora, en el deprimente silencio, el Castillo parecía amenazador, como un enemigo que esperase solamente el momento oportuno para atacarle.
También, y por encima de todo, estaba ansioso por evitar otro encuentro con Tarod. Sus bravatas no podían ocultar el miedo fundamental que sentía del Adepto, y se imaginaba que Tarod no vería con buenos ojos su intento de descubrir los secretos del Castillo. El recuerdo de lo que había sucedido en el patio le hizo vacilar momentáneamente; pero, con este sentimiento, renació su cólera, y cuando pasó el acceso de terror, se sintió mejor, animado por la ira que empezaba a germinar en un deseo de venganza. Si Cyllan prefería esconderse en aquella mohosa habitación, ¡allá ella! El encontraría las respuestas que necesitaba y le mostraría que un hijo de Margrave no requería la ayuda de una campesina conductora de ganado.
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