Louise Cooper - El Proscrito

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No comprendía nada. Por unos breves instantes, la más cara impasible se había relajado un poco: después él se había retirado deliberada y casi despectivamente, apartándose de Cyllan como si fuese indigna de que reparase en ella.

Tal vez lo era... Poco a poco, Cyllan se despojó de la camisa y del pantalón que la sal había endurecido y se sentó en el borde de la galería dejando que sus piernas oscilasen en el agua. Esta era sorpren dentemente caliente, produciendo un fuerte escozor en sus contusos y lastimados pies, y se dejó caer suavemente en el tranquilo estanque hasta quedar sumergida hasta los hombros. Su propia cara, contraída y pálida, la miró desde la superficie que parecía un espejo, y ni una sola onda se formó para romper la calma.

Tenía que olvidar, lo mejor que pudiese, la confusión y el miedo que estaban tratando de devorarla. Estaba demasiado cansada para pensar con coherencia; la rareza de Tarod y el misterio que envolvía el Castillo eran demasiado para su agotada mente. Ansiaba dormir, ansiaba la relativa cordura de un nuevo día. Entonces, y solamente entonces, podría empezar a comprender la situación en que se hallaba y tratar de encontrar respuesta a sus preguntas.

El agua fue como un bálsamo para sus doloridos músculos. Cyllan respiró hondo y se sumergió bajo la lisa superficie, dejando que el calor de la piscina se filtrase en su carne y en sus huesos para darle su propia forma de alivio.

Estaba yaciendo no en el duro suelo que le era familiar, sino en una cama. Tenía la cabeza hundida en las almohadas, de una suavidad que nunca había experimentado... Cyllan emergió de un sueño profundo, y al principio pensó que debía de haber estado entregada a uno de los dolorosos e imposibles sueños de una vida mejor que a menudo la asaltaban en su tienda. Después, gradualmente, fue recobrando la memoria...

Había encontrado el perchero donde estaban dos albornoces al salir de la piscina, y se había reunido con Drachea, que la estaba esperando, envuelto en un albornoz parecido pero demasiado grande para él. Tenía una mirada atormentada y trató de lanzar un alud de preguntas, protestas y argumentos; pero la fatiga había podido más que ellos y habían guardado silencio.

Subir la escalera les había parecido más difícil que escalar el acantilado. Drachea había flaqueado en dos ocasiones y tal vez se habría derrumbado y quedado dormido donde estaba; pero Cyllan le había agarrado y apremiado para que siguiese adelante. También ella se sentía mareada y febril de agotamiento, y su percepción se hundía en un miasma de pesadilla, en una nublada conciencia. Ahora recordaba vagamente que había visto de nuevo a Tarod (tan confusa estaba que le parecía que había tomado el aspecto de un vago y agorero espíritu en vez del de un hombre viviente) y que le había pedido que la dejase dormir. Una mano había tocado su frente, no sabía si la de Tarod o la de Drachea, y recordaba confusamente más escaleras, un largo pasillo, una puerta que pareció abrirse sin que ninguna mano la tocara y una habitación de alto techo adornada con oscuros tapices.

Había sentido que una superficie se hundía debajo de ella y, después, un dulce olvido sustituyó a su conciencia.

Pero ahora había desaparecido el cansancio y, cuando abrió sus ojos ambarinos, se puso instantáneamente alerta. La cama en la que yacía ocupaba un ángulo de la habitación, y la misteriosa luz del patio, filtrándose por la ventana abierta, daba un brillo tenue, rojo de sangre, a los muebles sombríos. Aquella habitación triste y extraña puso a Cyllan en guardia a pesar de la comodidad física que sentía y, además, su instinto le dijo que no estaba sola...

Cautelosamente, volvió la cabeza; después, lanzó un suspiro de alivio al ver a Drachea, medio oculto en la sombra, sentado en el antepecho de la ventana.

—Cyllan —Se levantó y se acercó a ella con paso vacilante, y ella vio que había cambiado el albornoz por una camisa, una chaqueta y un pantalón que no eran los suyos—. He estado esperando a que te despertases.

Ella se incorporó, sacudiendo los últimos restos del sueño, y miró rápidamente a su alrededor, temerosa de que otras presencias estuviesen en silencio e invisibles en el dormitorio. Sus sentidos no descubrieron nada alarmante...

—Mira —dijo Drachea, dejando caer un bulto sobre la cama—. Encontré un arca con toda clase de prendas de vestir. Te he traído éstas.

— Gracias...

Asombrada de la despreocupación con que Drachea había cometido lo que, a fin de cuentas, podía ser un hurto, no por ello dejó de sacudir la ropa y palpar el material. Lana... y lana muy fina por cierto, muy distinta de las toscas telas a que estaba habituada. Pero, eran prendas de hombre...

Rechazó una ligera y tonta impresión de ofensa y miró de nuevo a Drachea.

—¿Cuanto tiempo he estado durmiendo? —preguntó, sin saber de cierto por qué sentía la necesidad de hablar en voz baja.

Drachea frunció el entrecejo.

—Igual podrías preguntarlo al Alto Margrave. Apenas puedo recordar nada desde que salí de aquel maldito baño. Me desperté hace un rato y vine a buscarte. Como no te movías, esperé. — Miró por encima del hombro la ventana y las pesadas cortinas y se estremeció—. Y sólo los dioses saben el tiempo que llevo sentado ahí. Debemos haber dormido varias horas, pero... , ahora acabo de mirar al exterior y no se ve el menor destello de luz en el cielo. Igual que antes; ni señales de la aurora. Es como si todo el mundo presente se hubiese detenido.

Cyllan miró de nuevo hacia la ventana. Aquel peculiar e infernal resplandor carmesí seguía reluciendo detrás del cristal, pero no había el más pálido atisbo de luz diurna que viniese a sustituirlo.

Drachea tembló y tomó una de las mantas de la cama de Cyllan. La habitación no estaba fría, pero sentía la necesidad de remediar un frío interior que se estaba apoderando de él.

—Y en cuanto a nuestro anfitrión, o como quiera llamarse... — De pronto alzó la voz—. Tú le reconociste, ¿verdad? Y él sabía tu nombre. ¿Quién es?

Su tono era casi acusador y Cyllan se preguntó si Drachea, en algún oscuro rincón de su imaginación, sospechaba que estaba comprometida en alguna complicada intriga de la que él era la víctima.

—Se llama Tarod —dijo—. Es el Iniciado al que conocí... la otra vez que estuve aquí.

—Un Iniciado... ¿Cuál es su categoría?

—No lo sé; apenas le conozco, Drachea. Lo único que recuerdo es que es un alto Adepto; creo que de séptimo grado.

Drachea se quedó pasmado.

— ¡Es el grado más alto! — Recordó, apenado, su intento de tratar desdeñosamente al Adepto, y el recuerdo le produjo un sudor frío. Si la mitad de lo que había oído decir del Círculo era verdad, aquel hombre habría podido destruirle con sólo una mirada—. Pero, ¿dónde está el resto del Círculo? —preguntó—. ¿Todos los habitantes del Castillo?

— ¡Lo sé tanto como tú! Por los dioses, Drachea, lo único que sé, que siento, es que ocurre algo terrible. Lo sentí cuando llegamos; traté de decírtelo, pero estabas tan empeñado en entrar en el Castillo...

—¿Y tú qué habrías preferido hacer? Quedarte sentada en el promontorio como una mendiga inoportuna, y esperar a que el viento te despellejase? Maldita seas, sí... —Y Drachea se contuvo, dándose cuenta de que se había abalanzado sobre ella como si fuese a pegarle, llevado de su frustración —. Perdona — dijo, haciendo un esfuerzo—. No debemos pelearnos. Esto sólo empeoraría las cosas. —Se sentó en el borde de la cama —. Además, las circunstancias no son como para alarmamos. Estamos a salvo del mar, tenemos un buen cobijo y hemos descansado. Seguro que el hecho de que el Castillo haya sido abandonado tiene una explicación, y el pueblo más cercano no puede estar muy lejos. Desde allí, podremos enviar un mensajero a Shu-Nhadek...

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