Los amigos se giraron. Sus miradas tropezaron con la imagen de la mujer de las Llanuras y todos quedaron impresionados por su belleza. Observaron la escena en silencio.
—Por supuesto que mis historias son verdaderas, pequeño. —El anciano miró a la mujer y a su alto acompañante—. Pregúntales a ellos dos. Ellos conocen historias parecidas.
—¿De verdad? —El niño se volvió impaciente hacia la mujer—. ¿Quieres contarme una?
La mujer pareció alarmarse al ver que Tanis y sus amigos la estaban mirando y se retiró de nuevo hacia las sombras. Su acompañante, con un gesto protector, se acercó más a ella y se llevó la mano a la espada, lanzando una furiosa mirada al grupo, especialmente al armado Caramon.
—Menudos nervios —comentó Caramon desviando su mano hacia la empuñadura de la espada.
—Es comprensible —dijo Sturm—, viajando con una mujer como ella. Creo que él es su guardia protector; por lo que pude oír de su conversación ella es algo así como un miembro de la realeza de su tribu, aunque me imagino que tal como se miraban su relación es algo más profunda.
La mujer levantó la mano en un gesto de disculpa.
—Lo siento. —Los amigos tuvieron que hacer un esfuerzo para oírla, pues hablaba en voz muy baja—. No soy una narradora de cuentos, no poseo ese don. —Hablaba el idioma común con marcado acento.
La expresión de avidez del niño se transformó en desilusión. El anciano le dio una palmada en la espalda y miró a la mujer directamente a los ojos.
—Puede que no seas una narradora de cuentos —dijo satisfecho—, pero sabes cantar canciones, Princesa de los Que-shu, hija de Chieftain. Cántale tu canción al chico, Goldmoon, ya sabes cuál.
De pronto, surgido de no se sabe dónde, apareció un laúd en las manos del anciano.
Este se lo entregó a la mujer, que le miró con una mezcla de sorpresa y temor.
—Señor ..., ¿cómo sabéis quién soy?
—Eso no tiene importancia. Canta para nosotros, princesa.
La mujer tomó el laúd con manos temblorosas. Su acompañante pareció musitar una protesta, pero ella no lo escuchó, pues se hallaba bajo el influjo de los brillantes ojos negros del anciano. Lentamente, como si estuviese en trance, comenzó a tocar el laúd. A medida que los melancólicos acordes se fueron filtrando por la sala, las conversaciones fueron cesando y la gente se detuvo a escucharla, pero ella no se daba cuenta. Goldmoon cantaba sólo para el anciano.
Las llanuras son infinitas,
el verano sigue cantando,
y la princesa Goldmoon,
ama al hijo de un pobre hombre.
Su padre, Chieftain,
abre abismos entre ellos:
Las llanuras son infinitas y el verano sigue cantando.
Las llanuras ondean,
el cielo está gris,
Chieftain envía a Riverwind
lejos, hacia el este.
En busca de una magia poderosa
allá donde amanece,
las llanuras ondean y el cielo está gris.
Oh, Riverwind, ¿adónde has ido?
Oh, Riverwind, el otoño se acerca.
Me siento junto al río
y contemplo el amanecer,
pero el sol asciende solitario sobre las montañas.
Las llanuras palidecen,
el viento de verano desaparece,
él regresa, con la oscuridad de la piedra
reflejada en sus ojos.
Lleva una vara azul
tan brillante como un glaciar:
Las llanuras palidecen, el viento de verano desaparece.
Las llanuras son frágiles,
tan doradas como la llama,
de la pretensión de Riverwind.
Ordena a la gente
apedrear al joven guerrero:
Las llanuras son frágiles, tan doradas como la llama.
Las llanuras han palidecido,
ha llegado el otoño.
La muchacha se reúne con su amante,
y las piedras pasan silbando junto a ellos.
La vara refulge con luz azulada
y ambos desaparecen:
Las llanuras han palidecido, ha llegado el otoño.
Después del último acorde, sobrevino un denso silencio. Respirando profundamente, Goldmoon, le devolvió el laúd al anciano y se retiró entre las sombras una vez más.
—Gracias, querida.
—Y ahora, ¿me podéis contar una historia? —preguntó el niño insatisfecho.
—Por supuesto —contestó el anciano acomodándose de nuevo en su silla —. Una vez, el gran dios Paladine...
—¿Paladine? —interrumpió el niño—. Nunca he oído hablar de ningún dios que se llamara Paladine.
Se oyó un bufido en la mesa de al lado, en la que estaba sentado el Sumo Teócrata. Tanis observó a Hederick, cuyo rostro estaba ceñudo y rojo de furia. El anciano no le prestó atención.
—Paladine es uno de los antiguos dioses, muchacho. Hace ya mucho tiempo que nadie lo venera.
—¿Por qué nos dejó? —preguntó el pequeño.
—No nos dejó —le contestó, y su sonrisa se tornó triste—. Los hombres lo abandonaron a él tras los oscuros días del Cataclismo. Echaron la culpa de la destrucción del mundo a los dioses, en lugar de a sí mismos como deberían haber hecho. ¿Conoces el «Cántico del Dragón»?
—Oh, sí —dijo el niño con entusiasmo —. Me encantan los cuentos de dragones, aunque padre dice que esos monstruos no han existido nunca. Pero yo creo en ellos, ¡espero ver uno algún día!
La expresión del anciano era cada vez más triste, parecía más viejo. Acarició el cabello del niño.
—Ten cuidado con lo que deseas, pequeño mío. —La historia... —insistió el niño.
—¡Ah, sí! Bueno, una vez Paladine oyó la oración de un gran caballero, Huma...
—Huma, ¿el del Cántico?
—Sí, el mismo. Bien, una vez, Huma se perdió en el bosque. Desesperado, dio vueltas y más vueltas y pensó que nunca más podría regresar a su tierra. Rezó a Paladine para pedirle ayuda y, de repente, ante él apareció un ciervo blanco.
—¿Le disparó Huma? —preguntó el niño.
—Iba a hacerlo, pero no fue capaz. No podía disparar a un animal tan magnífico. El ciervo comenzó a alejarse, luego se detuvo y se volvió para mirarlo, como si le estuviese esperando. Huma lo siguió. Siguió al ciervo día y noche hasta que éste lo condujo hasta su tierra. Huma oró a Paladine, agradeciéndoselo...
—¡Blasfemia! —chilló una voz. Se oyó el chirrido de una silla.
Tanis dejó sobre la mesa la jarra de cerveza y alzó la mirada. Todos dejaron de beber y observaron al ebrio Teócrata.
—¡Blasfemia! —Hederick, vacilante y tambaleándose, señaló al anciano—. ¡Hereje! ¡Corrompiendo a nuestra juventud! Os llevaré ante el Consejo. —El Buscador retrocedió unos pasos y luego se tambaleó de nuevo hacia delante. Con aire pomposo miró a su alrededor. ¡Llamen a los guardias! ¡Que arresten a este hombre y a esta mujer por cantar canciones inmorales! ¡Evidentemente es una bruja! ¡Confiscaré esa vara!
El Buscador, dando bandazos, se acercó a la mujer, que lo miraba con repugnancia. Alargando torpemente el brazo, intentó asir la Vara.
—No —le dijo fríamente la mujer llamada Goldmoon—. Esto es mío. No puedes llevártelo.
—¡Bruja! —le dijo con desprecio el Buscador. ¡Soy el Sumo Teócrata! ¡Tomo lo que quiero!
Alargó de nuevo el brazo para tomar la Vara. El acompañante de la mujer se puso en pie.
—La princesa dice que no la tomes —dijo secamente el hombre empujando al Buscador hacia atrás.
El empujón no fue fuerte, pero el ebrio Teócrata perdió totalmente el equilibrio.
Agitando enérgicamente los brazos, intentó recuperarlo. Se balanceó hacia delante, pero, tropezando con sus ropajes, cayó de cabeza en el trepidante fuego.
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