Margaret Weis - El retorno de los dragones

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El retorno de los dragones: краткое содержание, описание и аннотация

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Son amigos de toda la vida que siguieron caminos distintos. Ahora vuelven a reunirse, aunque cada uno oculta a los demás algún secreto particular. Hablan de un mundo sobre el que se cierne la sombra de la guerra, cuentan historias de extraños monstruos, de criaturas míticas forjadas en la leyenda, pero no dicen nada de sus secretos. Al menos, no por el momento. No los revelarán hasta ques se encuentren con una misteriosa y enigmática mujer, que porta una vara mágica. Ella hará que el grupo de amigos se vea inmerso en las sombras, y que sus vidas cambien para siempre, al tiempo que forjan el destino del mundo. Nadie esperaba que fueran unos héroes.
Y ellos, menos que nadie.

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Raistlin lanzó un alarido. Con el cuerpo atravesado por armas invisibles, cayó al suelo, gimiendo en agonía. Caramon bramó y se lanzó hacia Verminaard, pero éste estaba preparado. Balanceando su maza Nightbringer, le asestó un golpe al guerrero mientras susurraba:

—¡Media noche...!

El guerrero quedó cegado por la maza encantada, y su bramido se convirtió en un grito desgarrador.

—¡Me he quedado ciego! ¡Tanis, ayúdame! —gritaba tambaleándose. Verminaard, riendo siniestramente, le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Caramon se desplomó.

El Señor del Dragón vio por el rabillo del ojo que el semielfo se abalanzaba sobre él alzando una antigua espada de doble puño de diseño elfo. Verminaard se giró, deteniendo la espada de Tanis con el grueso mango de roble de Nightbringer. Durante unos instantes, ambos combatientes trabaron sus armas, pero Verminaard era más fuerte, y consiguió derribar a Tanis.

Quedaba Sturm. El caballero solámnico alzó su espada como saludo, una costosa equivocación, ya que Verminaard aprovechó el momento para sacar de un bolsillo oculto una pequeña aguja de hierro. Alzándola en el aire, invocó una vez más a la Reina de la Oscuridad, instándola a que lo defendiese. Cuando Sturm se abalanzaba sobre él, sintió que su cuerpo se hacía más pesado, tan pesado que un segundo después no pudo ni moverse.

Tanis, tendido en el suelo, sentía como si una mano invisible lo sujetara. No podía moverse, ni volver la cabeza, su lengua se había trabado y le era imposible hablar. Todavía escuchaba los desgarradores gritos de dolor de Raistlin. Oía a Verminaard riendo y elevando un himno de adoración a la reina oscura. De pronto, observó desesperado como el Señor del Dragón caminaba hacia el caballero con la maza en alto, dispuesto a acabar con él.

—¡Baravais, Kharas! —dijo Verminaard en idioma solámnico. Haciendo una cínica imitación del saludo del caballero, se dispuso a asestarle un golpe en la cabeza, sabiendo a ciencia cierta que para un caballero, aquélla era la humillación más cruel: morir a merced del enemigo sin posibilidad de defensa.

Pero en ese preciso instante, una mano agarró a Verminaard de la muñeca. El Señor del Dragón la contempló anonadado; era una mano de mujer. Sintió un poder tan fuerte como el suyo, una virtud que rivalizaba con su vileza. La concentración de Verminaard flaqueó ante el contacto la mujer, aunque siguió implorando, balbuceante, a su reina oscura.

Y fue entonces cuando la propia reina oscura alzó su mirada hacia la aparición de una radiante diosa vestida de resplandeciente armadura blanca. La Reina de la Oscuridad no estaba preparada para luchar contra esa diosa, nunca había creído en su regreso. Tenía que huir, necesitaba replantearse sus posibilidades y reestructurar sus planes. Por primera vez contemplaba la posibilidad de la derrota. La reina oscura se retiró, abandonando a Verminaard a su propio destino.

Sturm notó que se liberaba del encantamiento, que de nuevo era él quien gobernaba su cuerpo. Vio que Verminaard se abalanzaba furioso contra Goldmoon, golpeándola salvajemente. Cuando el caballero se disponía atacarlo, observó que también Tanis se ponía en pie, con su espada elfa en alto, centelleante.

Ambos corrieron hacia Goldmoon, pero de pronto llegó Riverwind quien, apartando a la mujer a un lado, recibió en su brazo derecho el golpe de maza destinado a destrozarle la cabeza a Goldmoon. Oyó a Verminaard gritar « media noche!» y su vista se nubló con la misma oscuridad mágica que había atacado a Caramon.

Pero el guerrero de Que-shu ya lo esperaba y no se atemorizó, aún podía oír a su enemigo. Casi sin sentir el dolor de la herida, Riverwind tomó la espada con la mano izquierda y lanzó una estocada en dirección a la pesada respiración de su enemigo. La espada rebotó en la gruesa armadura del Señor del Dragón, y cayó de las manos de Riverwind, quien, en un desesperado intento, agarró su daga, a pesar de saber que era inútil, que no tenía oportunidad de salvarse.

En ese momento, Verminaard se dio cuenta de que estaba solo, desamparado de todo poder sobrenatural. Se sintió oprimido por la gélida y esquelética mano de la desesperación, e invocó nuevamente a la reina oscura. Pero ella, ocupada como estaba en su propia lucha, lo había abandonado.

Verminaard comenzó a sudar bajo la máscara. Maldijo de furia, sintiéndose asfixiado bajo el casco; no conseguía recuperar el aliento. Comprendió demasiado tarde su falta de destreza para el combate cuerpo a cuerpo: la máscara le impedía la visión periférica. Veía al alto bárbaro, cegado y herido ante él, y sabía que podía matarle a su antojo, pero cerca de ellos estaban lo otros dos guerreros. El caballero y el semielfo, liberados del encantamiento que los había mantenido hechizados, se acercaban paso a paso. Podía oírlos. Notó que algo se movía detrás suyo, se volvió rápidamente y vio al semielfo corriendo hacia él; la hoja de su espada elfa relucía. Pero, ¿dónde estaba el caballero? Verminaard se volvió y retrocedió, balanceando su maza para mantenerlos a raya, mientras con la otra mano intentaba sacarse el casco.

Demasiado tarde. Justo cuando Verminaard manipulaba el visor, la hoja mágica de Kith-Kanan atravesó su armadura, hundiéndose en su espalda. El Señor del Dragón gritó y se giró furioso, con la vista ofuscada por la sangre, para ver aparecer al caballero solámnico. La antigua espada del padre de Sturm se hundió, a su vez, en sus entrañas. Verminaard cayó de rodillas. Seguía forcejeando para sacarse el casco... no podía respirar, no podía ver. Sintió que, de nuevo, una espada se clavaba en su carne y luego se sumió en una profunda oscuridad.

A más altura, una agonizante Matafleur, debilitada por la pérdida de sangre y por las múltiples heridas, oía a sus hijos llamándola. Estaba aturdida y desorientada: Pyros parecía atacarla en todas direcciones a la vez. Pero ahora, cuando en medio de la lucha el gran dragón rojo quedó de espaldas a la falda de una inmensa montaña, Matafleur vio su oportunidad. Salvaría a sus hijos.

Pyros expulsó una enorme llamarada de fuego dirigida la cabeza del viejo dragón rojo. Satisfecho, contempló cómo la inmensa testa se consumía y los ojos se disolvían.

Pero Matafleur, haciendo caso omiso de las llamas que deshacían sus ojos cegándola para siempre, voló directamente hacia Pyros.

El gran dragón macho, ofuscado por el dolor y la rabia, creyendo que había acabado con su enemigo, no esperaba aquel ataque. Mientras volvía a vomitar su mortífero aliento, se dio cuenta horrorizado de la situación en la que se hallaba. Había dejado que Matafleur lo cercara contra la rocosa pared de la montaña. Estaba completamente acorralado, no podía moverse.

Matafleur se lanzó contra él con toda la fuerza de su poderoso cuerpo, golpeándolo como una lanza arrojada por los dioses. Ambos dragones se estrellaron contra la montaña. La cima tembló y se resquebrajó, y la montaña estalló en llamas.

En siglos posteriores, cuando la muerte de Flamestrike se convirtió en una leyenda, algunos dijeron haber oído una voz de dragón fundiéndose como humo en el viento del otoño, susurrando:

—Mis hijos...

La boda

El último día de otoño amaneció claro y despejado. El aire era cálido, y aquel fragante viento del sur no había dejado de soplar desde que los refugiados huyeran de Pax Tharkas. Estos habían podido sacar del fuerte unas pocas provisiones al escapar de la ira de los ejércitos del dragón.

Al ejército de draconianos le había costado varios días escalar los muros de Pax Tharkas, pues las verjas de la fortaleza seguían bloqueadas por inmensas rocas y las torres defendidas por enanos gully. Estos últimos, dirigidos por Sestun, lanzaban piedras y ratas muertas desde lo alto de las torres y, a veces, incluso se arrojaban ellos mismos sobre los enfurecidos draconianos. Esto dio tiempo a los fugitivos para escapar a las montañas, donde no corrieron mayores riesgos, salvo alguna escaramuza con alguna patrulla de draconianos.

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