—Entiendo —dijo Talent con expresión sombría—. ¿Quién es el traidor? ¿Quién nos ha traicionado?
Raistlin se levantó.
—No lo sé. Tampoco me importa. Tengo mis propios problemas y son mucho más graves que los vuestros. Lo que me lleva a mi última petición. Hay dos personas más destinadas a morir esta noche. Una de ellas es Iolanthe...
—¿Iolanthe? ¿La bruja de Ariakas? —se sorprendió Talent—. ¿Por qué iba a querer matarla?
—No es el emperador quien quiere matarla, sino la Dama Azul. La segunda persona es Snaggle, el dueño de la tienda de hechicería de la Ringlera de los Hechiceros. No querrá abandonar su tienda. Habrá que «convencerlo».
—En nombre del Abismo, ¿qué está pasando? —quiso saber Talent, horrorizado.
—No puedo contarte la conspiración de principio a fin. Lo que puedo decirte es que esta noche, la reina Takhisis tomará el control de la magia. Bajo sus órdenes, la Dama Azul va a mandar escuadrones de muerte para que acaben con todos los hechiceros que puedan. Tanto Snaggle como Iolanthe están en la lista.
Talent lo miraba, sumido en un silencio atónito.
—¿Por qué me lo cuentas a mí? ¿Por qué no se lo cuentas a Iolanthe? —preguntó al Fin.
—Porque no puedo confiar en ella —contestó Raistlin—. Ni siquiera ahora sé de qué lado está.
Talent sacudió la cabeza.
—Iolanthe supone una amenaza para ti y, de todos modos, quieres protegerla. Creía que más bien eras de los que se reirían mientras contemplabas cómo la devoraban las llamas. No te entiendo, Majere.
—Supongo que hay muchas cosas en el mundo que no entiendes —repuso Raistlin mordazmente—. Por desgracia, no tengo tiempo para explicártelas. Baste con decir que tengo una deuda con Iolanthe y Snaggle. Y yo siempre pago mis deudas.
Recogió el bastón coronado por la luz y se dispuso a marcharse.
—¡Oye! —exclamó Talent—. ¿Adónde vas?
—Me voy por el otro camino. Tu amigo Lute no se alegrará de verme de nuevo.
—Seguramente tengas razón. He oído algo sobre una puerta destrozada —dijo Talent, echando a andar detrás de Raistlin—. Pero vas a perderte. Tendré que enseñarte el camino.
—No te molestes. Lo recuerdo de la última vez que estuve aquí.
—¿Lo recuerdas? Es imposible. Estabas... —Talent se detuvo. Miró fijamente al mago—. Sólo estabas fingiendo que estabas drogado. Pero ¿cómo supiste que la bebida contenía...?
—Tengo un sentido del olfato muy fino —contestó Raistlin.
Los dos caminaron juntos. Los únicos sonidos en el túnel eran el golpe apagado del bastón sobre el suelo, el susurro de la túnica negra y las pisadas de las botas de Talent. Talent andaba con la cabeza agachada, las manos a la espalda, inmerso en sus pensamientos. Raistlin miró alrededor con interés, fijándose en el sinfín de túneles que partían desde su posición. Dibujó mentalmente un plano de la ciudad e intentó calcular adonde llevaría cada uno de los pasillos.
—Esta red es muy amplia —comentó Raistlin—. Diría, por ejemplo, que este túnel lleva al Templo de la Reina Oscura —dijo, señalando un pasillo con su bastón. Señaló otro y añadió—: Y éste conduce a El Broquel Partido.
—Y éste —dijo Talent con gesto serio, apoyando la mano en la empuñadura de la espada— lleva a la puerta a la gente que hace demasiadas hipótesis.
Raistlin sonrió e inclinó la cabeza.
»Estaba preguntándome una cosa —dijo Talent de repente—. No confías en Iolanthe, una hechicera como tú. Los dioses son testigos de que yo no confío en ti. Sin embargo, tú confías en mí. Así debe de ser, ya que me has contado todo esto... ¿Por qué?
—Me recuerdas a alguien —contestó Raistlin tras un momento—. Como tú, era un solámnico. Est Sularus uth Mithas. Vivía según ese lema. Su honor era su vida.
—La mía no —dijo Talent.
—Razón por la cual sigues con vida y Sturm no. Y por eso confío en ti.
Talent acompañó al mago hasta la calle. Talent no dejó de mirar a Raistlin hasta que su túnica negra se confundió entre el gentío. Incluso cuando Raistlin ya había desaparecido, Talent siguió parado en el callejón, repitiendo mentalmente las palabras del hechicero.
Parecía demasiado increíble para ser cierto. ¡Takhisis intentando destruir a los dioses de la magia! Bueno, ¿y qué? De todos modos, ¿quién iba a echar de menos a un puñado de hechiceros? El mundo sería un lugar mejor sin hechiceros, o al menos eso creía la mayor parte de la gente, incluido Talent Orren.
«Por ejemplo, ese muchacho —pensó Talent—. Me pone la piel de gallina. ¡Sólo fingía que estaba drogado! Maelstrom deberá tener más cuidado la próxima vez. Aunque quizá no haya una próxima vez. No, si lo que dice Majere es cierto. ¿Confío en él? Todo esto podría ser una trampa.»
Talent enfiló hacia la tienda de Lute. Una vez allí, se encontró con que su amigo, por primera vez que él recordara, había reunido las fuerzas necesarias para salir del mostrador hasta la parte delantera de la tienda. Lute miraba enfadado los restos de su puerta, empujando los trozos con la muleta y maldiciendo. Mari estaba sentada en el escalón, con la barbilla apoyada entre las manos, escuchando el imaginativo lenguaje de Lute con evidente satisfacción.
—Mari —dijo Talent, arrodillándose junto a la kender para mirarla a los ojos—. ¿Qué piensas de ese hechicero, Majere?
—Es mi amigo —contestó Mari sin vacilar—. Tuvimos una larga conversación, él y yo. Vamos a cambiar la oscuridad.
Talent la miró en silencio. Después se levantó.
—Tenemos un problema.
—¡Vaya si lo tenemos! —exclamó Lute furioso—. ¡Mira lo que ha hecho ese hijo de puta con mi puerta!
—Un problema más grave que ése —dijo Talent Orren—. Vayamos adentro, los tres. Tenemos que hablar.
22
Dios del blanco. Dios del rojo. Dios del negro
Día vigésimo cuarto, mes de Mishamont, año 352 DC
—Piel de cordero —dijo Raistlin—. La mejor. Y una pluma.
—¿De qué tipo? —preguntó Snaggle, cogiendo una caja. La dejó en el mostrador y la abrió—. Tengo unas plumas de cisne preciosas. Acaban de llegar. De cisne negro y de cisne blanco.
Raistlin estudió las plumas y después escogió una. Observó la punta con mucha atención, porque tenía que ser perfecta, y acarició la suavidad de las barbillas del astil. Su mente retrocedió hasta aquel día en clase del maestro Theobald, el día que había cambiado su vida. No, eso no era cierto. Ese día no había cambiado su vida. Había confirmado lo que era su vida.
—Me llevaré la pluma de cuervo —decidió Raistlin. Snaggle torció la boca.
—¿De cuervo? ¿Estás seguro? Puedes permitirte algo mejor. Esas pociones que haces son una maravilla. Se me agotan enseguida. Estaba pensando en encargarte más.
Agitó la pluma de cisne tentadoramente.
—También tengo de pavo real. Iolanthe sólo utiliza plumas de pavo real.
—No me sorprende —dijo Raistlin—. Gracias, pero ésta es la que quiero.
Dejó la modesta pluma de cuervo sobre el mostrador. Eligió la pieza de piel de cordero con atención. En ese caso, sí se decantó por la de mejor calidad.
Snaggle calculó el importe de las compras y se dio cuenta de que sumaban la misma cantidad que debía a Raistlin por las pociones. Hizo un nuevo encargo al hechicero. Pero jamás llegaría a recibirlo. Raistlin albergaba la esperanza de salvar al viejo, pero no podría salvar la tienda, que sería devorada por las llamas. Raistlin miró las cajas pulcramente etiquetadas y colocadas en los estantes, las cajas donde se guardaban los ingredientes de los hechizos y objetos, pergaminos y pociones. Pensó en la casa de Iolanthe sobre la tienda, todos sus libros de hechizos y manuscritos, sus ropas y joyas, y un sinfín de objetos de valor. Todo se perdería en el incendio.
Читать дальше