Raistlin Majere no era como otros que lo habían precedido. A su manera, era tan diestro en la magia como Fistandantilus. Cuando el maligno mago quiso agarrar el corazón del joven y arrancárselo del cuerpo, Raistlin se aferró al corazón de Fistandantilus.
—Puedes tomar mi vida —dijo Raistlin a Fistandantilus—, pero a cambio estarás a mi servicio.
El joven salió con vida de la Prueba, pero su salud quedó maltrecha, pues Fistandantilus no dejaba de chuparle la vida para sobrevivir él mismo en el plano mágico. Sin embargo, a cambio, Fistandantilus tenía que mantener a Raistlin con vida y acudir en su ayuda, concediéndole unos conocimientos de magia muy avanzados para un hechicero tan joven.
Raistlin no recordaba nada de su examen, ni tampoco del trato que había hecho. Creía que la Prueba le había arruinado la salud y Par-Salian no se lo desmintió.
—Sabrá la verdad sólo cuando descubra la verdad sobre sí mismo, se enfrente a ella y admita la oscuridad que comprende.
Par-Salian pronunció esas palabras, pero ni siquiera él, con toda su sabiduría, podía predecir cómo se resolvería aquella oscura y extraña alianza.
1
Tinte negro. Un encuentro inesperado
Día segundo, mes de Mishamont, año 352 DC
La ciudad de Palanthas había pasado en vela la mayor parte de la noche, preparándose para la guerra. La ciudad no había sucumbido al pánico; las grandes damas de la antigua aristocracia como era Palanthas jamás se dejan arrastrar por el pánico. Se sientan muy erguidas en sus sillas ricamente talladas, sujetando sus pañuelos de encaje mientras esperan con semblante serio y la espalda muy recta que alguien les diga si va a haber una guerra y, si de ser así, va a ser tan poco educada como para trastocar sus planes para la cena.
Corrían rumores de que las fuerzas de la temida Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara, marchaban hacia la ciudad. Los ejércitos del señor habían sufrido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote, que guardaba el paso que bajaba de las montañas hacia Palanthas. La pequeña partida de caballeros y soldados de infantería que había protegido la torre del primer asalto no era lo suficientemente fuerte para resistir otro ataque. Habían abandonado la fortaleza y las tumbas de sus muertos, y se habían retirado a Palanthas.
La ciudad no se había alegrado. Si los caballeros, militares y guerreros no hubieran cruzado sus murallas, la paz de Palanthas habría sido respetada. Los ejércitos de los dragones no habrían osado atacar una ciudad tan venerada y respetada. Pero los más sabios no se engañaban. Casi todas las ciudades principales de Krynn habían caído bajo los ejércitos de los dragones. La mirada torva del emperador Ariakas se había vuelto hacia Palanthas, hacia su puerto, sus navíos y su riqueza. Esa ciudad resplandeciente, la joya de Solamnia, sería la piedra preciosa perfecta para la Corona del Poder de Ariakas.
El Señor de Palanthas envió sus tropas a las almenas. Los ciudadanos se recogieron en sus casas y cerraron todos los postigos. Las tiendas cerraron sus puertas. La ciudad pensaba que estaba preparada para lo peor y que, si realmente llegaba lo peor, como había sucedido en otras ciudades como Solace y Tarsis, Palanthas combatiría valientemente pues el corazón de la gran dama albergaba un gran arrojo. De acero estaba hecha su erguida espalda.
Finalmente no llegó el temido momento. Lo peor no sucedió. Las fuerzas de la Dama Azul habían sido enviadas a la Torre del Sumo Sacerdote y estaban retirándose. Los dragones que habían avistado aquella mañana, volando hacia las murallas de la ciudad, no eran las fieras rojas de aliento abrasador ni los Dragones Azules que lanzaban rayos y que tanto temían las gentes. Las luces de la mañana se reflejaban en relucientes escamas plateadas. Los Dragones Plateados habían abandonado sus cubiles de las islas de los Dragones para defender Palanthas.
O eso afirmaban los dragones.
Como la guerra no llegó, los ciudadanos de Palanthas salieron de sus casas, abrieron las tiendas y se echaron a las calles, donde hablaban y discutían. El Señor de Palanthas aseguró a sus súbditos que los dragones recién llegados estaban del lado de la luz, que adoraban a Paladine, Mishakal y el resto de los dioses de la luz, que habían prometido ayudar a los Caballeros de Solamnia, defensores de la ciudad.
Había quienes creían a su señor. Había quienes no. Algunos argumentaban que no podía confiarse en los dragones de ningún color, que sólo habían acudido para que todos se quedaran muy tranquilos y después, en mitad de la noche, los dragones los atacarían, y todos morirían devorados en sus camas.
—¡Idiotas! —masculló Raistlin más de una vez mientras se abría camino entre la multitud, entre rebotes y empellones. A punto estuvo de morir aplastado bajo las ruedas de un carro de caballos.
Si hubiera vestido la túnica roja que lo distinguía como hechicero, las gentes de Palanthas lo hubiesen mirado con recelo y lo habrían dejado completamente solo, apartándose de su camino con tal de evitarlo. Pero como iba ataviado con la túnica gris lisa de los Estetas de la Gran Biblioteca, Raistlin tenía que soportar esos empujones, además de pisotones y codazos.
Los palanthinos no sentían demasiado aprecio por los hechiceros; ni siquiera por los Túnicas Rojas, que se mantenían neutrales en la guerra; ni por los Túnicas Blancas, que estaban consagrados a la luz. Las dos Ordenes de la Alta Hechicería habían trabajado y se habían esforzado por lograr el regreso de los dragones de colores metálicos a Ansalon. El jefe de su orden, Par-Salian, sabía que la visión de aquel amanecer de primavera reflejándose en las alas doradas y plateadas sería como un puñetazo en el estómago para el emperador Ariakas, el primer golpe que lograba atravesar su armadura de escamas de dragón. A lo largo de toda la guerra, las alas de los dragones de Takhisis habían ensombrecido el cielo. Ahora los cielos de Krynn brillaban con una luz intensa y el emperador y su reina empezaban a inquietarse.
Los habitantes de Palanthas no sabían que los hechiceros habían estado esforzándose por protegerlos y tampoco lo habrían creído si se lo hubiesen dicho. Para ellos, el único hechicero bueno era aquel que no vivía en Palanthas.
Raistlin Majere no vestía su túnica roja porque la llevaba hecha un fardo bajo el brazo. Lo que vestía era la túnica gris que había tomado «prestada» de uno de los monjes de la Gran Biblioteca.
Prestada. Al pensar en esa palabra se acordó de Tasslehoff Burrfoot. Aquel kender de espíritu alegre y mano larga jamás «robaba» nada. Cuando lo pillaban con algo robado encima, el kender siempre se defendía diciendo que había tomado «prestado» el azucarero, se había «encontrado» los candelabros de plata y estaba «a punto de devolver» la gargantilla de esmeraldas. Aquella mañana Raistlin se había «encontrado» la túnica del Esteta cuidadosamente doblada sobre una cama. Tenía la más sincera intención de devolverla en un día o dos.
La mayoría de la gente, absorta en sus conversaciones, no le prestaba atención mientras se esforzaba por abrirse camino entre las calles abarrotadas. Pero de vez en cuando, algún ciudadano lo detenía para preguntarle qué pensaba Astinus sobre la llegada de los dragones de colores metálicos, los dragones de la luz.
Raistlin no sabía la opinión de Astinus y no le importaba lo más mínimo. Con la capucha bien echada hacia delante para ocultar el brillo dorado de su piel bajo la luz del sol y sus pupilas en forma de reloj de arena, murmuraba una excusa y se alejaba apresurado. Contrariado, pensó que ojalá los trabajadores del lugar al que se dirigía estuvieran haciendo algo más que dedicarse a cotillear.
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