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Margaret Weis: Ámbar y Cenizas

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Margaret Weis Ámbar y Cenizas

Ámbar y Cenizas: краткое содержание, описание и аннотация

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon. Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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—¿Y qué hay de los demás dioses? —continuó Chemosh, ampliando el tema—. Kiri—Jolith, Gilean, Mishakal... Y tu padre, Sargonnas. Vaya, a él sí que le interesará conocer la existencia de tu nueva torre, sobre todo al estar situada debajo de las rutas marinas por las que sus barcos se dirigen a Ansalon. Vaya, apuesto que el dios astado dormirá mejor por la noche con la seguridad que da saber que un puñado de Túnicas Negras que siempre lo han despreciado trabajan en sus negras artes bajo las quillas de sus barcos. Por no mencionar a Zeboim, tu querida hermana. ¿Quieres que siga?

Los gruesos labios de Nuitari se curvaron en un gesto despectivo. A pesar de que eran gemelos, hermano y hermana se despreciaban al igual que despreciaban a los padres que les habían dado la vida.

—Ninguno de los otros dioses lo sabe, ¿verdad? —concluyó Chemosh—. Has guardado esto en secreto, sin contárnoslo a ninguno.

—No veo que nada de esto sea de tu incumbencia —replicó Nuitari, estrechando los ojos sin párpados.

—Personalmente, no me importa lo que hagas, Nuitari. —Chemosh se encogió de hombros—. Por mí puedes construir torres a mansalva. Constrúyelas en todos los océanos, de aquí a Taladas. Constrúyelas en la luna oscura, si eso te place. ¡Uy, un chiste malo! —Sonrió—. No diré una palabra a nadie si me devuelves mis artefactos.

«Después de todo —añadió con un gesto reprobatorio—, son reliquias santas, objetos sagrados que bendije al tocarlos. No os sirven de nada ni a ti ni a tus hechiceros. De hecho, podrían resultar mortíferos si cualquiera de tus Túnicas Negras fuera tan necio de intentar manipularlos. Lo mejor sería que me los entregaras.

—Ah, pero es que sí me son útiles —dijo fríamente Nuitari—. Sólo su valor intrínseco tiene ya un precio, como acabas de demostrar al hacerme una oferta por ellos. —Nuitari levantó un dedo pálido para dar énfasis a su postura.

«Siempre y cuando esos artefactos existieran, cosa que, hasta donde yo sé, no es así.

—¿Hasta dónde sabes? —Ahora le tocó a Chemosh hacer una mueca burlona y a Nuitari le llegó el turno de encogerse de hombros.

—He estado muy ocupado. No he tenido tiempo de buscar por ahí. Y ahora, mi señor, aunque he disfrutado mucho con esta conversación, tienes que marcharte.

—Oh, es lo que me propongo hacer. Mi primera parada será en el cielo, donde los otros dioses se quedarán fascinados al enterarse de qué chico tan atareado y diligente has sido. Antes, no obstante, ya que estoy aquí, echaré un vistazo.

—Quizá en otro momento —replicó Nuitari—, cuando disponga de tiempo para atenderte.

—No hace falta que te molestes, dios de la luna negra. —Chemosh hizo un gesto gentil—. Pasearé solo. ¿Quién sabe? A lo mejor me topo con mis reliquias sagradas. En tal caso, me limitaré a llevármelas. Te quitaré ese estorbo.

—Pierdes el tiempo —dijo Nuitari.

Señaló un gran cofre de madera que había en el suelo. Era oblongo, de un largo más o menos igual que la altura de un ser humano, y estaba hecho con tablas de roble talladas toscamente. Tenía dos asas de plata, una en cada extremo, y un tirador dorado en la parte delantera para levantar la tapa con más facilidad. No había cerradura ni llave. A los lados se veían runas grabadas a fuego en la madera.

—Intenta abrirlo —sugirió Nuitari.

Chemosh le siguió el juego y posó la mano sobre el tirador. El cofre empezó a irradiar un tenue resplandor rojizo. La tapa no cedió. Nuitari hizo un gesto con la mano hacia una de las puertas cerradas. Ésta empezó a irradiar también el mismo fulgor rojizo.

—Cierre hechicero —dijo Nuitari.

—Apertura divina —replicó Chemosh.

Golpeó el cofre con la mano, y las tablas de roble se hicieron cachos. Las asas plateadas cayeron al suelo con un tintineo metálico y el tirador dorado quedó enterrado bajo un montón de astillas. Los libros que había dentro se desparramaron por el suelo, a los pies del Señor de la Muerte.

—De poco sirvió el cierre hechicero. ¿Y ahora tendré que patear la puerta? Te lo advierto, Nuitari, encontraré mis artefactos aunque para conseguirlo tenga que hacer pedazos todas las cajas y las puertas de esta torre, así que sé razonable. Tus carpinteros tendrán mucho menos trabajo si te limitas a entregarme mis cosas...

—Tu mortal se está muriendo —lo interrumpió Nuitari.

Chemosh dejó de hablar y se dio cuenta de que había cometido un error en el momento de hacer la pausa. Tendría que haber respondido al instante «¿Qué mortal?», como si no tuviera ni idea de lo que hablaba Nuitari y tampoco le importara ni mucho ni poco.

Pronunció esas palabras, pero ya era demasiado tarde. Se había delatado. Nuitari sonrió.

—Esta mortal —dijo mientras abría la mano.

Algo se retorcía en la palma. La imagen era borrosa y al principio Chemosh creyó que era algún tipo de criatura marina, porque estaba mojada y se sacudía dentro de una red como un pez recién pescado.

Entonces vio que era Mina.

Los ojos se le salían de las órbitas, boqueaba para coger aire, se retorcía en un intento desesperado de respirar. Sus labios azulados formaron una palabra:

—Chemosh...

Él tenía preparada la respuesta y habló con aparente calma, aunque no podía apartar los ojos de ella.

—Tengo tantos mortales a mi servicio y todos ellos en trance de muerte, pues tal es su suerte, que no tengo ni idea de quién es.

—Te está implorando. ¿No la oyes?

—Soy un dios —contestó Chemosh, despreocupado—. Son incontables los que me imploran.

—Sin embargo, creo que su plegaria es especial para ti —dijo Nuitari, que ladeó la cabeza.

En la oscuridad se oyó el eco de la voz de Mina.

Chemosh... Voy a ti. No tengo miedo. Abrazo la muerte, porque ya no seré una mortal...

—Qué fe y qué amor tan devotos —comentó Nuitari—. Imagina la sorpresa de mis hechiceros cuando, tratando de pescar un atún, capturaron en cambio a una hermosa joven. E imagina su sorpresa al descubrir que respiraba agua y se ahogaba con el aire.

Sólo había que invertir el encantamiento y Mina viviría. Pero Chemosh tenía que localizarla. Se encontraba en algún lugar de la torre, pero la torre era inmensa y seguramente a Mina le quedaban segundos de vida. Estaba perdiendo el sentido y su cuerpo se sacudía.

«Es una mortal, nada más. Puedo tener cien, mil, si quiero —se dijo para sus adentros al tiempo que proyectaba zarcillos de poder en busca de la joven—. Es una carga para mí. Estoy dentro de la torre y puedo coger aquello que vine a buscar sin que Nuitari pueda hacer nada para impedírmelo.»

No consiguió encontrarla. Un velo de oscuridad la envolvía, se la ocultaba.

—Se muere —dijo Nuitari.

—Pues que muera —contestó Chemosh.

—¿Estás seguro, milord? —Nuitari mostró a Mina en la palma de su mano y puso la otra encima de forma que la dejó suspendida en el tiempo—. Mírala, Señor de la Muerte. Tu Mina es una magnífica mujer. Más de un dios te envidia por tener una mortal así a tu servicio...

—Seguirá siendo mía en la muerte como lo fue en vida —replicó Chemosh con brusquedad.

—Pero no la poseerás igual —adujo secamente Nuitari.

Chemosh optó por hacer caso omiso de la indirecta salaz.

—En la muerte su alma vendrá a mí. Eso no podrás impedirlo.

—Ni se me ocurriría intentarlo —manifestó Nuitari.

Mina parpadeó y abrió los ojos. Su mirada moribunda encontró a Chemosh. Tendió la mano hacia él, pero no en un gesto de súplica, sino de despedida.

El Señor de la Muerte tenía caídos los brazos a los costados. Los puños, ocultos por las puntillas de las bocamangas, estaban prietos. Nuitari cerró los dedos sobre ella.

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