Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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— Buenas noches, Richard.

Richard retrocedió un paso.

— ¡Merissa!

— ¿Cómo le va a mi estudiante? —preguntó ella con una afable sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo. Espero que estés bien y que el yabree cante para ti.

— Sí —balbució Richard—, entona un canto de anhelo.

— La reina.

— ¡Sí! La reina. La reina me necesita.

— ¿Estás listo entonces para ayudarla? ¿Para liberarla?

Richard asintió. Merissa dio media vuelta y lo condujo hacia las ruinas. Varios mriswith se les unieron cuando traspasaron las entradas rotas. Los rayos de luz de luna entraban a través de los huecos en las paredes bordeados de plantas trepadoras, pero cuando los muros se hicieron tan macizos que no dejaban pasar la luz de la luna, la mujer encendió una llama en la palma de la mano. Richard la siguió por escaleras que ascendían en espiral por las lúgubres ruinas, así como por pasillos que, por su aspecto, se diría que nadie había transitado en miles de años.

Súbitamente penetraron en una enorme sala en la que la mágica iluminación se tornó insuficiente. Merissa envió la pequeña llama a prender las teas que colgaban a ambos lados y que iluminaron la vasta estancia con trémula luz. Galerías cubiertas de polvo y telarañas ribeteaban la sala, convertida en una charca de suelo embaldosado. Las baldosas otrora habían sido blancas, pero se habían oscurecido con manchas de suciedad y polvo. El agua era turbia y sucia. El techo, parcialmente abovedado, estaba abierto por el centro y unas estructuras se alzaban hacia lo alto por esa abertura.

Los dos mriswith se deslizaron a la espalda de Richard. Ambos hicieron chocar su yabree con el del joven. El agradable son resonó en el centro de calma de su interior.

— Aquí está la reina —dijo uno de ellos—. Nosotros vamos a ella, y cuando las crías nacen también ellas pueden irse, pero la reina no se puede mover de aquí.

— ¿Por qué? —quiso saber Richard.

El otro mriswith se adelantó y señaló con una garra. Ésta entró en contacto con algo invisible, y un escudo de luz se iluminó con un suave fulgor. El escudo encajaba a la perfección en la bóveda de piedra pero no tenía ningún orificio en el centro. Cuando el mriswith retiró su negra garra, el escudo se tornó de nuevo invisible.

— El tiempo de la vieja reina toca a su fin; está muriendo. Todos hemos comido su carne, y de la última de sus crías surgió otra reina. La nueva reina nos canta a través del yabree y nos dice que es joven y fértil. Es hora de que la nueva reina establezca una nueva colonia.

»La gran barrera ha caído, y la sliph ha despertado. Debes ayudar a la reina a conquistar nuevos territorios.

— Sí. Necesita liberarse. Siento su anhelo. Me siento lleno de su canto. ¿Por qué no la habéis liberado vosotros?

— Porque no podemos. Del mismo modo que sólo tú podías neutralizar las torres y despertar a la sliph, sólo tú puedes liberar a la reina. Debes hacerlo si deseas empuñar dos yabree y que ambos te canten.

Guiándose por el instinto, Richard avanzó hacia una escalera lateral. Notaba que el escudo era más fuerte en la base, por lo que debería romperlo por su parte superior. Mientras trepaba por los escalones de piedra sostenía el yabree contra su pecho, tratando de imaginarse qué maravilloso sería empuñar dos. Su reconfortante son lo tranquilizaba, aunque el anhelo de la reina le daba alas. Los mriswith se quedaron atrás, pero Merissa lo siguió.

Richard se sentía como si ya hubiera estado allí antes. La escalera conducía al exterior y después ascendía en espiral junto a las columnas en ruinas. La luz de la luna creaba sombras de formas caprichosas entre las escarpadas piedras que se alzaban en la devastación general.

Por fin llegaron a lo alto de una pequeña torre circular de observación. Los pilares que se alzaban a sus lados conectaban encima de sus cabezas con los restos de un entablamento decorado con gárgolas. Daba la impresión de que en el pasado rodeaba toda la cúpula y conectaba torres como la que en ellos se encontraban. Desde lo alto Richard podía mirar hacia abajo a través de la abertura en la cúpula. El techo curvo estaba erizado con enormes columnas, semejantes a pinchos, que apuntaban hacia fuera y hacia abajo en hileras.

Merissa, vestida de rojo, como era su costumbre cuando le impartía lecciones, se arrimó a él por la espalda y echó un silencioso vistazo a la oscura cúpula.

Richard sentía la presencia de la reina en las turbias aguas del fondo, llamándolo, instándolo a que la liberara. El yabree cantaba a través de sus huesos.

El joven bajó una mano y dejó que ese anhelo fluyera hacia abajo. El otro brazo lo proyectó al frente, con los dedos y el yabree señalando hacia abajo. Las hojas de acero tañeron y vibraron por efecto del poder que irradiaba desde su interior.

Las hojas del yabree sonaron. El metálico tintineo fue subiendo de tono hasta que la misma noche chilló. Era un sonido doloroso, pero Richard no permitía que se apaciguara, sino que lo alentaba. Merissa se dio media vuelta y se cubrió los oídos, mientras que en el aire resonaba el aullido del yabree .

El escudo de la bóveda tembló. A medida que vibraba más y más, relucía. En su superficie aparecieron chispeantes grietas que se expandían rápidamente. Finalmente, con un ensordecedor retumbo el escudo se hizo pedazos; las piezas, semejantes a reluciente cristal, llovieron sobre las aguas, lanzando chispas en el descenso.

El yabree calló, y todo fue de nuevo quietud en la noche.

Abajo algo enorme se movió y se agitó para liberarse de una capa de algas y lodo. Unas alas se desplegaron para probar su fuerza y entonces, con frenéticos aleteos, la reina remontó el vuelo. Batiendo las alas con fuerza se elevó hasta el borde de la cúpula y se aferró a la piedra con sus garras. Desplegando parcialmente las alas, que acababa de probar, empezó a trepar por la piedra de la torre en la que se hallaban Richard y Merissa. Lenta pero segura izó su enorme y brillante corpachón por la columna, agarrándose con las zarpas en grietas, salientes y ranuras de la piedra.

Finalmente se detuvo. Se quedó pegada al pilar junto a Richard como una salamandra que se aferrara con las garras a un viscoso tronco. A la brillante luz de la luna Richard vio que era tan roja como el vestido de Merissa. Una cresta formada por escamas entrelazadas le iba desde el extremo de la cola hasta las largas y flexibles púas que le nacían en la parte posterior de la cabeza. Sobre ésta se apreciaba una protuberancia coronada con hileras de carne sin escamas, que al exhalar se agitaban.

La reina movía la cabeza cual serpiente, mirando, buscando. Desplegó las alas y las agitó lentamente en el aire nocturno. Quería algo.

— ¿Qué buscas? —inquirió Richard.

La reina volvió la cabeza hacia él, situado más abajo, y le lanzó su aliento, que le envolvió en su extraño aroma. De algún modo aquella vaharada le transmitió el anhelo de la reina; su aroma tenía un significado que él entendía: «Deseo ir a ese lugar».

Entonces la mriswith volvió la cabeza hacia la oscuridad, más allá de los pilares. Exhaló y emitió un largo, grave y vibrante murmullo que pareció estremecerse en el aire. Por las franjas de carne en la cabeza expelía aire. Cuando la reina barritaba, se agitaban y generaban ese sonido. Con los pulmones aún llenos de aquel embriagador aroma, Richard observó la noche que se extendía más allá de la torre.

El aire titiló y brilló a medida que una imagen se formaba rápidamente ante él. La reina barritó de nuevo, y la imagen se hizo más brillante. Era una escena que Richard reconoció: Aydindril vista a través de una fantasmagórica bruma color ocre. Podía distinguir los edificios de la ciudad, el Palacio de las Confesoras y, cuando la reina barritó de nuevo, la brillante imagen que flotó ante él en el cielo nocturno le mostró el Alcázar del Hechicero que se erguía en la ladera de la montaña.

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