Robert Jordan - Cielo en llamas

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El Dragón Renacido conduce a los Aiel hacia Cairhien, donde el jefe Shaido Couladin ha puesto cerco a la ciudad. Entretanto, Nynaeve y Elayne van a encontrarse con las hermanas Azules en Salidar, donde se han reunido las disidentes. Egwene, que continúa su formación con Moraine para llegar a ser una Aes Sedai, mantiene estr echamente vigilado a Rand. Y, de forma inexorable, los sellos que cierran la prisión del Oscuro se van abriendo.

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Se giró para apoyarse en la pared y se limpió el sudor de la frente, aunque de inmediato se le volvió a humedecer. El interior del cobertizo era como un horno, pero sus dos compañeras no parecían advertirlo. Siuan, que llevaba un vestido de montar de oscura lana muy parecido al de Min, yacía de espaldas mirando fijamente el techo mientras se daba golpecitos en la barbilla con una paja. Leane, con su piel cobriza, esbelta y casi tan alta como la mayoría de los hombres, estaba sentada, cruzada de piernas y en ropa interior, mientras cosía algo de su vestido. Les habían permitido conservar las alforjas después de registrarlas por si guardaban en ellas espadas, hachas o cualquier otra cosa que pudiera ayudarlas a escapar.

—¿Cuál es la pena por quemar un establo en Andor? —preguntó Min.

—Si tenemos suerte —contestó Siuan sin moverse—, azotarnos con correas en la plaza del pueblo. Con menos suerte, nos tundirán a palos.

—¡Luz! —exclamó Min—. ¿Cómo puedes llamar suerte a eso?

Siuan giró sobre sí misma y se incorporó apoyándose en un codo. Era una mujer robusta, guapa en cierto sentido, aunque no hermosa, y aparentemente unos pocos años mayor que Min, pero aquellos ojos azules y penetrantes poseían una expresión autoritaria que no encajaba con una mujer joven que estaba esperando a ser juzgada en un cobertizo perdido en medio del campo. A veces Siuan era tan conflictiva como Logain, con un comportamiento fuera de tono; puede que incluso más.

—Cuando los azotes terminen, se acabó el problema —dijo con un tono con el que dejaba claro que no admitía tonterías ni chiquilladas—, y podremos seguir nuestro camino. No se me ocurre otro castigo que nos haga perder menos tiempo. Mucho menos, indiscutiblemente, que la horca, diría yo. Aunque no creo que se llegue a eso, por lo que recuerdo de las leyes andoreñas.

Una risa resollante sacudió a Min durante un momento; la otra alternativa era echarse a llorar.

—¿Tiempo? Por como nos van las cosas, diría que es lo único que tenemos. Juro que hemos pasado por todos los pueblos y aldeas que hay desde aquí a Tar Valon, y sin descubrir nada. Ni la menor vislumbre ni un solo rumor. Dudo que haya siquiera un agrupamiento. Y ahora nos hemos quedado a pie. Por lo que he oído de casualidad, Logain se llevó los caballos con él. ¡A pie y encerradas en un cobertizo y esperando sabe la Luz qué!

—Cuidado con decir nombres —advirtió Siuan en un tenso susurro al tiempo que echaba una ojeada significativa a la puerta, al otro lado de la cual había un guardia—. Irse de la lengua puede ponerte dentro de la red en lugar de al pez.

Min hizo una mueca, en parte porque empezaba a estar harta de los dichos de marinero teariano de Siuan y en parte porque la mujer tenía razón. Hasta ese momento llevaban ventaja a las noticias embarazosas —letales sería un término más apropiado—, pero algunas tenían la facilidad de recorrer cientos de kilómetros en un día. Siuan viajaba con el nombre de Mara, Leane como Amaena, y Logain había adoptado el apelativo Dalyn después de que Siuan lo convenciera de que Guaire era una elección estúpida. Min seguía convencida de que nadie reconocería su propio nombre, pero Siuan había insistido en llamarla Serenla. Ni siquiera Logain sabía los verdaderos nombres de las tres mujeres.

El problema principal era que Siuan no iba a darse por vencida. Primero, semanas de total fracaso, y ahora esto; empero, cualquier mención de dirigirse a Tear, sugerencia por demás sensata, provocaba en ella un estallido de ira que acobardaba incluso a Logain. Cuanto más tiempo pasaba sin que encontraran lo que Siuan buscaba, de peor genio estaba la mujer. «Y no es que antes no pudiera partir piedras con ese temperamento suyo», pensaba Min, aunque era lo bastante lista para guardar para sí tal opinión.

Leane acabó finalmente de coser el vestido y se lo metió por la cabeza; echó los brazos hacia atrás para abotonar la espalda. Min no entendía por qué se había tomado esa molestia; ella detestaba cualquier tipo de labor con la aguja. El escote era algo más bajo ahora, con lo que dejaba entrever el busto de Leane, y también se ajustaba más en esa zona y en las caderas. Pero ¿qué sentido tenía? Nadie iba a pedirle un baile en ese horno que era el cobertizo.

Leane rebuscó en las alforjas de Min y sacó el estuche de maquillaje, polvos y tonterías por el estilo que Laras había obligado a la joven a guardar en su equipaje antes de partir. Min había tenido intención de deshacerse de él, pero nunca había llegado a hacerlo por uno u otro motivo. La tapa del estuche tenía un espejo, y a no tardar Leane se había puesto manos a la obra utilizando los pequeños cepillos hechos con piel de conejo. Antes nunca había mostrado un interés especial en estas cosas, y ahora parecía irritarla tener sólo un cepillo de madera negra y un pequeño peine de marfil para arreglarse el pelo. ¡Incluso refunfuñó por no tener medios para calentar las tenacillas para hacer rizos! Su oscuro cabello había crecido desde que habían iniciado la búsqueda dispuesta por Siuan, pero todavía no le llegaba a los hombros.

—¿Qué te propones, Le… Amaena? —preguntó Min tras observarla un rato. Evitó mirar a Siuan. Sabía contener la lengua, pero estar encerrada y asándose viva, por no mencionar el inminente juicio, hacía que tuviera algún desliz. O la horca o los azotes en público. ¡Menuda alternativa!—. ¿Has decidido dedicarte al coqueteo?

Su intención era bromear, ya que Leane era la seriedad y eficiencia hechas mujer, un comentario para aliviar la tensión, pero su respuesta la sorprendió.

—Sí —repuso enérgicamente Leane, que se miraba en el espejo con los ojos muy abiertos mientras se hacía algo en las pestañas—. Y, si coqueteo con el hombre adecuado, tal vez no tengamos que preocuparnos por azotes públicos en ningún otro sitio. Puede que, al menos, consiga una sentencia más leve para las tres.

Con la mano levantada para enjugarse de nuevo la frente, Min dio un respingo; era como si un búho hubiera manifestado su intención de convertirse en un colibrí. Sin embargo, Siuan se limitó a sentarse y clavó los ojos en Leane.

—¿A qué viene esto? —inquirió con voz firme.

Min sospechaba que, si Siuan le hubiera asestado esa penetrante mirada a ella, habría confesado cosas que ya tenía olvidadas. Cuando la antigua Amyrlin observaba a alguien de ese modo, uno empezaba a hacer reverencias y a cumplir rápidamente sus órdenes antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Le ocurría incluso a Logain la mayor parte del tiempo, exceptuando lo de las reverencias.

Leane pasó suavemente un pequeño cepillo por los pómulos y examinó el resultado en el espejo. Miró de soslayo a Siuan pero, viera lo que viera en la otra mujer, respondió con el mismo tono tajante que siempre utilizaba:

—Ya sabes que mi madre era mercader y comerciaba principalmente con pieles y madera. Una vez la vi embelesar a un lord saldaenino ofuscándole la mente hasta conseguir que le consignara la totalidad de su producción anual de madera a la mitad de precio que quería, y dudo que el hombre se diera cuenta de lo que había ocurrido hasta que llegó de vuelta a su casa. Si es que lo hizo. Poco después le envió un brazalete con piedras de luna engarzadas. Las domanis no merecemos toda esa reputación que nos achacan, en su mayoría rumores divulgados por gazmoños estirados que van de paso, aunque sí parte de ella. Mi madre y mis tías me enseñaron, junto con mis hermanas y primas, por supuesto. —Se observó, sacudió la cabeza y reanudó sus menesteres con un suspiro.

»Pero me temo que era tan alta como ahora en mi decimocuarto cumpleaños, toda rodillas y codos, como un coyote que ha crecido demasiado deprisa. Y poco tiempo después de ser capaz de cruzar una habitación sin tropezar dos veces, supe que… —Soltó un hondo suspiro—. Supe que mi vida tomaría otro rumbo que ser una mercader. Y ahora también me he quedado sin eso. Va siendo hora de que aproveche lo que me enseñaron hace tantos años. Considerando las circunstancias, no se me ocurre lugar ni momento mejores que éstos para llevarlo a la práctica.

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