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Robert Jordan: El corazón del invierno

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Robert Jordan El corazón del invierno

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Tras el ataque en el Palacio del Sol, Rand viaja con Min dejando pistas falsas a sus perseguidores. En Cairhien, Cadsuane continúa preparando la estrategia para la Última Batalla. Perrin organiza el rescate de Faile y en Tar Valon se suceden las intrigas de la Torre Blanca. Los seanchan han conquistado Ebou Dar y Mat se encuentra atrapado allí junto a sus compañeros. Mientras se encuentra convaleciente, planea su fuga, para lo que aprovechará la ausencia de Tylin. La situación se complica cuando se ve forzado a ayudar a tres Aes Sedai a las que las Suldam todavía no han detectado.

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Entonces Pevara le dijo el otro juramento que se le exigía. Talene se encogió, pero pronunció las palabras en un tono de total desesperanza:

—Juro obedeceros a las cinco sin reservas. —Sus ojos miraban al frente con fijeza, vidriosos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Respóndeme con la verdad —le dijo Saerin—. ¿Eres del Ajah Negro?

—Lo soy. —Las dos palabras sonaron rechinantes, como si Talene tuviese la garganta oxidada.

La respuesta dejó paralizada a Seaine de un modo que jamás habría imaginado. Al fin y al cabo, se había lanzado a la caza del Ajah Negro y, a diferencia de muchas otras hermanas, creía en su existencia. Había puesto las manos en otra hermana, en una Asentada; había ayudado a conducir a Talene por los desiertos pasillos del sótano, envuelta en flujos de Aire; había roto una docena de leyes de la Torre; había cometido graves delitos. Y todo para escuchar una respuesta de la que casi había estado segura antes de que se hiciese la pregunta. Ahora ya la había oído. El Ajah Negro existía. Ante ella tenía a una hermana Negra, una Amiga Siniestra que llevaba el chal. Y el hecho de creerlo resultaba ser una pálida sombra del hecho de afrontarlo. Apretó las mandíbulas hasta que casi se le quedaron encajadas, para que los dientes no le castañetearan. Se esforzó por recobrar el control de sí misma, por pensar de un modo racional. Pero las pesadillas habían despertado y caminaban por la Torre.

Alguien exhaló con fuerza, soltando de golpe el aire, y Seaine comprendió que no era la única que se encontraba con su mundo vuelto del revés. Yukiri se sacudió y después clavó los ojos en Talene, como decidida a mantenerla escudada por pura fuerza de voluntad si era preciso. Doesine se lamía los labios y se alisaba la falda de color dorado oscuro con aire vacilante. Sólo Saerin y Pevara parecían tranquilas.

—Bien —dijo suavemente Saerin. Quizá «débilmente» fuera más apropiado—. Bien. El Ajah Negro. —Inhaló hondo, y su tono adquirió un timbre enérgico—. Ya no es necesario el escudo, Yukiri. Talene, no intentarás escapar ni presentar ningún tipo de resistencia. No tocarás la Fuente sin antes tener permiso de una de nosotras. Aunque supongo que serán otras quienes se ocupen de esto una vez que te entreguemos. Yukiri…

El escudo que aislaba a Talene se disipó, pero el brillo del saidar siguió envolviendo a Yukiri, como si la mujer no se fiara de la eficacia de la Vara en una hermana Negra.

—Antes de entregársela a Elaida, Saerin, quiero sacarle todo lo que podamos —adujo Pevara, fruncido el ceño—. Nombres, lugares, cualquier dato. ¡Todo lo que sabe!

Unos Amigos Siniestros habían acabado con toda la familia de Pevara, y Seaine estaba convencida de que la Roja se exiliaría con tal de dar caza, personalmente, a todas y cada una de las hermanas Negras. Todavía acurrucada en la Silla, Talene soltó lo que era en parte una risa amarga y en parte un sollozo.

—Cuando hagáis eso, estaremos todas muertas. ¡Muertas! ¡Elaida es del Ajah Negro!

—¡Eso es imposible! —barbotó Seaine—. La propia Elaida me dio la orden.

—Tiene que serlo —musitó Doesine—. Talene ha vuelto a prestar los juramentos, ¡y acaba de pronunciar su nombre!

Yukiri asintió con vehemencia.

—Utilizad la cabeza —gruñó Pevara con un gesto de desdén—. Sabéis tan bien como yo que si creéis en una mentira podéis decirla como si fuese verdad.

—Y eso sin duda es cierto —manifestó firmemente Saerin—. ¿Qué pruebas tienes, Talene? ¿Has visto a Elaida en vuestras… reuniones? —Asió con tanta fuerza la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón, que los nudillos se le pusieron blancos. Saerin había tenido que esforzarse con más empeño que la mayoría para alcanzar el chal y quedarse en la Torre. Para ella, la Torre era más que su hogar, más importante que su propia vida. Si Talene daba la respuesta equivocada, tal vez Elaida no viviese para ser sometida a juicio.

—No celebramos reuniones —masculló hoscamente Talene—. Excepto el Consejo Supremo, supongo. Pero tiene que serlo. Están enteradas de todos los informes que recibe, incluso los secretos, hasta la última palabra que se habla con ella. Conocen todas las decisiones que toma antes de que se anuncien. Días antes, a veces semanas. ¿Cómo podrían saberlo a menos que se lo cuente ella? —Se sentó incorporada con esfuerzo e intentó clavar una mirada intensa en cada una de las mujeres, pero sólo consiguió que pareciera que sus ojos iban de una a otra con ansiedad—. Tenemos que huir, hemos de encontrar un sitio donde ocultarnos. Os ayudaré, os contaré todo lo que sé, ¡pero, a menos que huyamos, nos matarán!

Curioso, pensó Seaine, la rapidez con que Talene había pasado a referirse a sus anteriores compinches como «ellas» e intentaba identificarse con el grupo. No. Fijarse en esos detalles era una excusa para eludir el verdadero problema, y hacer tal cosa era una estupidez. ¿Realmente Elaida le había ordenado rastrear al Ajah Negro? No había mencionado el nombre en ningún momento. ¿Se habría referido a otra cosa? Elaida había arremetido siempre contra cualquiera que mencionase el Ajah Negro. Casi todas las hermanas harían lo mismo, pero…

—Elaida ha demostrado que es una necia —manifestó Saerin—, y en más de una ocasión he lamentado haberle dado mi apoyo, pero no creo que pertenezca al Ajah Negro; no sin tener más pruebas.

Prietos los labios, Pevara asintió mostrándose de acuerdo. Como Roja que era, exigiría algo más contundente que una suposición.

—Quizá sea como dices, Saerin —intervino Yukiri—, pero no podemos retener a Talene mucho más antes de que las Verdes empiecen a preguntarse dónde está. Por no mencionar a las… las Negras. Más vale que decidamos enseguida qué hacer, o seguiremos cavando el fondo del pozo cuando descarguen las lluvias.

Talene dirigió a Saerin una débil sonrisa que probablemente tenía intención de ser obsequiosa, pero se borró ante el ceño de la Asentada Marrón.

—No podemos contarle nada a Elaida antes de que estemos en condiciones de inutilizar de un golpe a las Negras —adujo finalmente Saerin—. No discutas, Pevara; sabes que tengo razón. —Pevara alzó las manos y su expresión se tomó testaruda, pero no abrió la boca—. Si Talene está en lo cierto —continuó Saerin—, el Negro está al tanto de la misión de Seaine, o lo estará muy pronto, de modo que tenemos que velar por su seguridad todo lo posible. No resultará una tarea fácil, siendo sólo cinco. ¡Pero no podemos confiar en ninguna otra hasta estar seguras de su inocencia! Al menos tenemos a Talene, y ¿quién sabe lo que descubriremos antes de haberle sacado toda la información que tenga?

Talene intentó adoptar una expresión de estar más que dispuesta a que le sacaran lo que quisieran, pero nadie le prestaba atención. A Seaine se le había quedado seca la garganta.

—Puede que no estemos totalmente solas —comentó Pevara de mala gana—. Seaine, cuéntales tu pequeño ardid con Zerah y sus amigas.

—¿Qué? —Seaine dio un respingo—. Oh. Pevara y yo descubrimos un pequeño nido de rebeldes aquí, en la Torre —empezó en voz baja—. Diez hermanas enviadas para sembrar la discordia. —De modo que Saerin iba a asegurarse de que estuviera a salvo, ¿no? Sin preguntarle siquiera. Ella también era Asentada, y hacía casi cincuenta años que era Aes Sedai. ¿Qué derecho tenía Saerin o cualquiera para…?—. Pevara y yo hemos empezado a poner fin a eso. Ya hemos hecho que una de ellas, Zerah Dacan, preste el otro juramento, el mismo que prestó Talene, y le hemos ordenado que lleve a Bernaile Gelbarn a mis aposentos esta tarde, sin levantar sus sospechas. —Luz, cualquier hermana fuera de ese cuarto podía ser una Negra. Cualquiera—. Después utilizaremos a las dos para atraer a otra, hasta que las hayamos hecho jurar obediencia a todas. Por supuesto, les haremos la misma pregunta hecha a Zerah, la misma que le hemos hecho a Talene. —El Ajah Negro podía conocer su nombre ya, saber que se le había encargado darles caza. ¿Cómo podía mantenerla a salvo Saerin?—. A las que den la respuesta equivocada se las interrogará, y las que den la correcta podrán resarcirse en parte de su traición persiguiendo al Negro bajo nuestra dirección. —Luz, ¿cómo?

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