Robert Jordan - Cuchillo de sueños

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La Rueda del Tiempo se acerca a su culminación. Mientras el entramado de la realidad se vuelve inestable, todo indica que el Tarmon Gai'don está cerca y que Rand al’Thor tiene que enfrentarse con el Oscuro. Pero antes deberá negociar una tregua con los seanchan. Perrin, por su parte, ya ha hecho un pacto con ellos y está di spuesto a todo para salvar a su esposa de los Shaido. En Caemlyn, Elayne lucha para conseguir el Trono de León al tiemp que intenta prevenir una guerra civil, y Egwene descubre que incluso la Torre Blanca ha dejado de ser un lugar seguro.

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Valda frunció el entrecejo cuando Galad y sus compañeros desmontaron y lo saludaron con el brazo cruzado sobre el pecho. Unos mozos obsequiosos se acercaron con premura para ocuparse de los caballos.

—¿Por qué no estáis de camino a Nassad, Trom? —Las palabras llevaban un timbre de desaprobación—. Los otros capitanes deben de estar a mitad de camino a estas alturas.

Él mismo siempre llegaba tarde cuando se reunía con los seanchan, quizás como una reivindicación de que los Hijos aún tenían una pizca de independencia, de modo que encontrarlo dispuesto a emprender la marcha era una sorpresa; esa reunión debía de ser muy importante. Sin embargo, siempre se aseguraba de que otros oficiales de alto rango llegaran a tiempo incluso cuando tal cosa requería partir antes del amanecer. Por lo visto era mejor no presionar demasiado a los nuevos amos. Los seanchan sentían una profunda desconfianza hacia los Hijos.

Trom no demostró nada de la incertidumbre que podría esperarse de un hombre que ostentaba su cargo desde hacía apenas un mes.

—Ha surgido un asunto urgente, milord capitán general —respondió suavemente al tiempo que hacía una reverencia precisa, ni un pelo más profunda ni menos de lo que marcaba el protocolo—. Un Hijo que está a mi mando acusa a otro de los Hijos de abuso a una mujer de su familia y reclama el derecho al Juicio de la Luz que, según la ley, os corresponde a vos conceder o denegar.

—Extraña petición, hijo mío —intervino Asunawa, que ladeó la cabeza en un gesto interrogante y entrelazó las manos anticipándose a Valda. Hasta el tono de voz del Inquisidor Supremo era compungido, como si estuviera dolido por la ignorancia de Trom, y los ojos parecían negros carbones ardientes en un brasero—. Normalmente era el acusado el que pedía dejar que las armas juzgaran y creo que lo hacía cuando sabía que las pruebas lo condenarían. En cualquier caso, el Juicio de la Luz no se ha invocado desde hace casi cuatrocientos años. Dadme el nombre del acusado y me encargaré del asunto con discreción. —La voz había adquirido la frialdad de una caverna oscura en invierno, aunque los ojos seguían irradiando un calor abrasador—. Nos encontramos entre extraños y no vamos a permitir que se enteren de que uno de los Hijos es capaz de semejante acción.

—La petición está dirigida a mí, Asunawa —espetó Valda con una mirada que podría interpretarse de odio, aunque quizás sólo era desagrado por la intromisión del otro hombre. Echándose uno de los picos de la capa sobre el hombro para dejar al descubierto la espada con guarda de recazo y gavilanes, apoyó la mano sobre la larga empuñadura y adoptó una postura más erguida. Amante de los grandes gestos, alzó la voz para que todos los Hijos presentes en el patio lo oyeran y habló con tono declamatorio.

»Opino que muchas de nuestras antiguas costumbres deberían recuperarse, y esa ley todavía sigue en vigor. Siempre lo estará, de acuerdo con lo escrito en tiempos remotos. La Luz garantiza justicia porque la Luz es justicia. Informad a vuestro hombre, Trom, que tiene permiso para presentar los cargos y desafiar al hombre que acusa a un duelo a espada. Si ese hombre rehúsa, declaro que habrá admitido su culpabilidad y ordenaré que lo ahorquen en ese mismo momento y que sus posesiones y su rango se le confisquen a favor del acusador, como marca la ley.

Dicho esto lanzó otra mirada ceñuda al Inquisidor Supremo. Quizá sí que había odio entre esos dos. Trom volvió a hacer una reverencia formal.

—Le habéis informado vos mismo, milord capitán general. Damodred…

Galad sintió frío. No por miedo, sino por la sensación de vacío. Cuando Dain, estando ebrio, había dejado caer los confusos rumores que habían llegado a sus oídos, cuando Byar confirmó a regañadientes que eran algo más que rumores, la ira se había apoderado de él cual fuego abrasador que casi lo condujo a la locura. Había creído que la cabeza le estallaría si no lo hacía antes el corazón. Ahora era un pedazo de hielo desprovisto de emociones. También hizo una reverencia formal. Mucho de lo que tenía que decir estaba estipulado en la ley, pero aun así eligió el resto de las palabras con sumo cuidado para ahorrar la mayor vergüenza posible a la memoria de alguien muy querido.

—Elmon Valda, Hijo de la Luz, os emplazo al Juicio de la Luz por abuso ilícito en la persona de Morgase Trakand, reina de Andor, y por su asesinato.

Nadie había podido confirmar que la mujer a quien consideraba su madre estaba muerta, pero no podía ser de otro modo. Había una docena de hombres que aseguraba que había desaparecido de la Fortaleza de la Luz antes de que ésta cayera en manos de los seanchan, y otros tantos habían testificado que no gozaba de libertad para partir por voluntad propia.

Valda no se escandalizó por los cargos presentados. La sonrisa que exhibía parecía denotar pesar por la estupidez de Galad al hacer semejante acusación, si bien en la mueca había un atisbo de desprecio. Abrió la boca pero, de nuevo, se le adelantó Asunawa.

—Es ridículo —clamó en un tono más de tristeza que de enojo—. Prended a ese necio y descubriremos en qué conspiración de los Amigos Siniestros para desprestigiar a los Hijos está involucrado. —Hizo un gesto, y dos de los corpulentos interrogadores dieron un paso hacia Galad, uno de ellos exhibiendo una mueca cruel y el otro con gesto inexpresivo, como un operario que se limita a realizar su trabajo.

Pero sólo dieron un paso. Por todo el patio se repitió el rasposo sonido del acero cuando los Hijos empezaron a desenvainar las armas. Al menos hubo doce que las sacaron del todo y las sostuvieron de esa guisa al costado. Los mozos amadicienses se encogieron en un intento de hacerse invisibles. Seguramente, de haberse atrevido, habrían salido corriendo. Asunawa miró fijamente a su alrededor, enarcadas las cejas exageradamente en un gesto de incredulidad y los puños apretados sobre la capa. Lo extraño fue que Valda también pareciera sorprenderse un instante. Desde luego, no esperaría que los Hijos permitieran ese arresto después de lo que él mismo había proclamado. No obstante, si lo había hecho, se rehízo enseguida de la sorpresa.

—Como veréis, Asunawa, los Hijos siguen mis órdenes y la ley, no los caprichos de un interrogador —comentó casi con alegría. Tendió el yelmo hacia un lado para que alguien lo recogiera—. Niego tus ridículos cargos, joven Galad, y te arrojo a la cara tu asquerosa mentira. Porque es una mentira o, como mínimo, una disparatada aceptación de un rumor maligno iniciado por Amigos Siniestros u otros que desean perjudicar a los Hijos. En cualquier caso, me has difamado del modo más vil, así que acepto tu desafío al Juicio de la Luz, donde te mataré. —Era una respuesta que se adecuaba al ritual a duras penas, pero había negado los cargos y aceptado el desafío; bastaría con eso.

Al darse cuenta de que todavía sostenía el yelmo en la mano extendida, Valda dirigió una mirada ceñuda a uno de los Hijos que estaban desmontados, un saldaenino flaco llamado Kashgar, hasta que éste se adelantó y lo cogió. Kashgar sólo era un subteniente y casi un adolescente a pesar de la gran nariz ganchuda y el espeso bigote con las puntas hacia arriba, pero se movió con clara renuencia y la voz de Valda adquirió un timbre más severo y agrio a medida que hablaba mientras se desabrochaba el talabarte para tendérselo también al joven suboficial.

—Cuida bien de eso, Kashgar. Es una hoja con la marca de la garza. —Desabrochó la capa de seda, la dejó caer al suelo empedrado, seguida del tabardo, y llevó las manos a las hebillas de la armadura. Por lo visto no estaba dispuesto a comprobar si más hombres eran reacios a ayudarlo. Parecía estar bastante tranquilo, a excepción de la ira que bullía en sus ojos y que prometía resarcimiento y no sólo de Galad—. Tengo entendido que tu hermana quiere hacerse Aes Sedai, Damodred. Puede que entienda exactamente dónde se originó todo esto. Hubo un tiempo en que habría lamentado tu muerte, pero hoy no. Tal vez mande tu cabeza a la Torre Blanca para que las brujas vean el fruto de su intriga.

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