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Poul Anderson: Eutopía

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Poul Anderson Eutopía

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Pero la mañana era demasiado fresca y resplandeciente para tales reflexiones. Allí estaba él, a salvo, limpio y descansado. Había habido poca conversación cuando llegó. Viendo las condiciones del fugitivo que le traían solicitando asilo, Bela Zsolt le había hecho servir la cena y lo había enviado a la cama.

«Pronto conferenciaremos —comprendía Iason—, y tendré que ser muy cuidadoso si quiero seguir viviendo.» Pero la salud que le había sido restituida era tan fuerte que no sentía la necesidad de suprimir las preocupaciones.

Una campanilla sonó en la habitación. Volvió a entrar en la estancia, que era espaciosa y aireada pese a estar demasiado ornamentada. Recordando que la costumbre desaprobaba la desnudez, se envolvió en una ropa de colores chillones con un dibujo en zigzag.

—Sean bienvenidos —dijo en magiar.

La puerta se abrió y una mujer joven entró con su desayuno.

—Buena suerte para ti, oh huésped —dijo con un pronunciado acento; era una tyrker, y llevaba todavía el atuendo bordado y orlado de su pueblo—. ¿Has dormido bien?

—Como Coyote tras una travesura —rió él.

Ella le devolvió la sonrisa, complacida de su alusión, y preparó la mesa. Luego se sentó ante él. Los huéspedes no debían comer solos, Iason encontró el venado más bien fuerte a aquella temprana hora del día, pero el café era delicioso y la muchacha charlaba encantadoramente. Estaba empleada como doncella, le dijo, y así ahorraba dinero para su dote cuando regresara a su país cherokee.

¿Me recibirá el voivode? —preguntó Iason cuando hubieron terminado.

—Te aguarda cuando tú desees. —Sus pestañas aletearon—. Pero no tenemos prisa.

Empezó a soltar su cinturón.

Una hospitalidad tan espléndida debía de ser el resultado de una superposición de costumbres, los hábitos libertinos de los danskar y los aún más libres de los tyrker influenciando a los austeros magiares, Iason se sintió casi como si estuviera en casa, en un mundo donde los individuos daban y recibían mutuamente placer cuando les apetecía. Se sintió tentado… aquella frente amplia y lisa le recordaba a Niki. Pero no. Tenía poco tiempo. A menos que estableciera firmemente su posición antes de que Ottar pensara en llamar a Bela, estaría atrapado.

Se inclinó sobre la mesa y palmeó una pequeña mano.

—Te lo agradezco, encanto —dijo—, pero he hecho votos.

Ella aceptó la respuesta tan naturalmente como había hecho la pregunta. Este mundo, que tenía los medios de unificarse, prefería permanecer deliberadamente separado en fragmentos de culturas separadas. Algo de su alienación volvió a él mientras la contemplaba cimbrearse cruzando la puerta. Porque tan sólo había captado un pequeño destello de libertad. La vida en Westfall seguía siendo un laberinto de tradiciones, modales, leyes y tabúes.

Lo cual había estado a punto de costarle la vida, pensó; y aún podía costársela. ¡Era mejor apresurarse!

Se enfundó rápidamente las ropas que habían dispuesto para él, y buscó su camino por los largos corredores de piedra. Otra sirvienta le dirigió hacia el trono del voivode. Había varias personas aguardando fuera para hacer oír sus quejas o pedir que fueran enjuiciadas sus disputas. Pero cuando se anunció, Iason fue introducido inmediatamente.

La sala en la que entró se hallaba en la parte más antigua del edificio. Columnas de madera cuarteadas por la edad, grotescamente talladas con dioses y héroes, sostenían una techo bajo. Un fuego excavado en el suelo lanzaba volutas de humo hacia un orificio; dentro quedaba el suficiente como para que los ojos de Iason empezaran a escocerle. Hubieran podido proporcionarle muy fácilmente una oficina más moderna a su magistrado en jefe, pensó… pero no; puesto que sus antepasados habían emitido sus juicios en esta perrera, él también debía hacerlo.

La luz que se filtraba por las estrechas ventanas rozaba los angulosos rasgos de Bela y se perdía entre las sombras. El voivode era grueso y de pelo gris; sus facciones hablaban de una considerable mezcla de cromosomas tyrker. Permanecía sentado en un trono de madera, su cuerpo envuelto en una manta, su cabeza llena de cuernos y plumas. Su mano izquierda sostenía un cetro adornado con una cola de caballo, y un sable desnudo estaba apoyado cruzando sus rodillas.

—Bienvenido, Iason Philippou —dijo gravemente. Señaló un taburete—. Siéntate.

—Doy gracias a mi señor.

El eutopiano recordó cómo su propio pueblo había prescindido de los títulos.

—¿Estás preparado para decir la verdad?

—Sí.

—Bien. —Bruscamente su silueta se relajó, cruzó las piernas y extrajo un cigarro de debajo de la manta—. ¿Fumas? ¿No? Bien, yo sí. —Una sonrisa frunció el correoso rostro, llenándolo de arrugas—. Siendo como eres un extranjero, no necesito seguir manteniendo esa maldita ceremonia.

Iason intentó responder de la misma forma.

—Es un alivio. No tenemos mucha en la República Peloponesa.

—Tu país natal, Oeh? He oído que las cosas no van demasiado bien por allí.

—No. Mi patria se está haciendo vieja. Miramos hacia Westfall para nuestro futuro.

—Dijiste la pasada noche que habías venido a Norlandia como comerciante.

—Para negociar un acuerdo comercial. —Iason deseaba mantenerse tan ajustadamente a su historia tapadera como fuera posible. Uno no podía contarles a las distintas historias que los helenos habían inventado el paracronión. Además de cambiar todas las condiciones que deseaban estudiar, sería demasiado cruel dejar que los hombres supieran que otros hombres vivían en la perfección—. Mi país está interesado en comprar madera y pieles.

—Hum. De modo que Ottar te invitó a quedarte a su lado. Puedo comprender por qué. No tenemos muchas ocasiones de recibir a personas procedentes de nuestra Madre Patria. Pero un día quiso arrebatarte tu sangre. ¿Qué ocurrió?

Iason podía haberse refugiado en el derecho a la intimidad, pero eso no hubiera sentado bien. Y una mentira completa sería peligrosa; ante aquel trono, uno estaba automáticamente bajo juramento.

—En una cierta medida, sin lugar a dudas, la falta fue mía —dijo—. Uno de los miembros de su familia, casi adulto, se sintió atraído hacia mí y… llevo mucho tiempo alejado de mi esposa, y todo el mundo me había dicho que los danskar eran partidarios de la libertad antes del matrimonio, y… bien, no quería causar ningún daño. Simplemente alenté… Pero Ottar lo descubrió, y me desafió.

¿Por qué no te enfrentaste a él?

Era inútil decir que un hombre civilizado no se enzarza en una lucha violenta cuando existe alguna otra alternativa.

—Considera, mi señor —dijo Iason—. Si perdía, estaría muerto. Si ganaba, este sería el final del proyecto de mi compañía. Los Ottarson nunca me hubieran perdonado, 6no? Como mínimo, nos hubieran barrido de sus tierras. Y los peloponesos necesitamos esa madera. Pensé que lo mejor que podía hacer era escapar. Más tarde mis asociados podrían desacreditarme ante Norlandia.

—Hummm…, un extraño razonamiento. Pero eres leal, de todos modos. 0Qué quieres de mí?

—Sólo un salvoconducto hasta… Steinvik. —Iason estuvo a punto de decir «Neathenai». Refrenó su vehemencia—. Tenemos un factor allí, y una nave.

Bela lanzó una bocanada de humo por la boca y frunció el ceño a la resplandeciente punta del cigarro.

—Me gustaría saber por qué Ottar se irritó tanto. No parece propio de él. Aunque supongo que cuando la hija de un hombre se halla implicada en el asunto, las cosas resultan algo distintas. —Se inclinó hacia delante—. En lo que a mí respecta —dijo con voz dura—, lo más importante es que esos norlandeses armados cruzaron mis fronteras sin solicitar permiso.

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