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Poul Anderson: Eutopía

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Poul Anderson Eutopía

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—Fui engañado —-dijo Iason amargamente—. Viendo lo libres que eran las mujeres no comprometidas…

—Oh, claro. Son unos libidinosos, esos danskar. Casi tan desvergonzados como los tyrkers. —Arpad tomó una pipa y una bolsa de tabaco de un estante—. ¿Fumas?

—No, gracias.

«No nos degradamos con drogas en Eutopía.»

Los perros estaban cerca. Sus ladridos se convirtieron en gañidos desconcertados. Los cuernos resonaron. Arpad cargó su pipa tan fríamente como si aquello fuera una diversión.

—¡Cómo deben de estar maldiciendo! —sonrió—. Tengo que reconocer que los danskar son poetas, incluso en sus maldiciones. Y hombres valientes, lo admito. Fui a sus posesiones hace diez años, cuando el voivode Bela envió a gente a ayudarles tras las inundaciones que sufrieron. Les vi reír mientras luchaban contras las desencadenadas aguas. Y también nos proporcionaron duros momentos durante las viejas guerras.

—¿Crees que habrá nuevamente guerras? —preguntó Iason. Lo que más deseaba era evitar hablar de sus propios problemas. No estaba seguro de cómo podía reaccionar su anfitrión.

—No en Westfall. Hay demasiado trabajo que hacer. Si la sangre joven no se enfría lo suficiente con un duelo de vez en cuando, entonces siempre les queda el recurso de hacerse mercenarios entre los bárbaros al otro lado del mar. O bien los planetas. Mi chico mayor sueña con ir allí.

Iason recordó que varios reinos más al sur estaban reuniendo sus recursos para misiones astronáuticas. Hallándose aproximadamente en el mismo nivel tecnológico que la historia americana, y no necesitando mantener enormes programas militares o sociales, habían instalado una base en la Luna y enviado expediciones a Ares. A su debido tiempo, suponía, conseguirían hacer lo que los helenos habían hecho hacía mil años, convertir Afrodita en una nueva Tierra. (Tero tendrían entonces una auténtica civilización… serían hombres racionales en una sociedad racionalmente planificada? Desanimadamente, lo dudaba.

Un retumbar en el exterior hizo saltar a Arpad sobre sus pies.

—Es tu vehículo —dijo—. Será mejor que te vayas. Caballo Rojo te conducirá a Varady.

—Los danskar llegarán seguramente muy pronto —se preocupó Iason.

—Dejémosles que vengan —se alzó de hombros Arpad—. Avisaré a los vecinos, y ellos no son tan estúpidos como para no saber que voy a hacerlo. Mantendremos un combate dialéctico, y luego les ordenaré que abandonen mis tierras. Adiós, amigo.

—Yo… me gustaría poder pagarte tus bondades.

—¡Bah! Ha sido divertido. Y me has dado también una oportunidad de ser un hombre ante mis hijos.

Iason salió. La aeronave era un helicóptero —aquí aún no habían descubierto la gravítica— pilotado por un joven autóctono taciturno. Explicó que era un criador de ganado, y que llevaba al extranjero menos por hacerle un favor a Arpad que para darles una respuesta a la imprudencia de los norlandeses de entrar en Dakoty sin permiso, Iason se sintió feliz de no tener que entablar una conversación.

El aparato se elevó en vertical. Mientras tomaba rumbo al sur vio racimos de caseríos, la edificación ocasional de algún magnate, y aparte eso tan sólo feraces llanuras ondulantes. La población era mantenida dentro de las posesions familiares, tanto en Westfall como en Eutopía. Pero no porque supieran que los hombres necesitaban espacio y aire puro, pensó Iason. No, actuaban por egoísmo, en bien de la familia materializada. Un padre no deseaba tener que dividir sus posesiones entre varios hijos.

El sol se puso, y una luna casi llena ascendió por el cielo, enorme y del color de una calabaza, desde el horizonte oriental del mundo, Iason se reclinó en su asiento, sintiendo en sus huesos el palpitar del motor, casi saboreando su cansancio, y observó. No era visible el menor signo de la base lunar. Debería regresar a casa antes de poder ver la luna resplandeciendo llena de ciudades.

Y su casa estaba más que infinitamente lejos. Podría viajar hasta la más lejana de aquellas estrellas que empezaban a parpadear contra el crepúsculo púrpura —si fuera posible superar la velocidad de la luz— sin hallar Eutopía. Estaba separada de aquel lugar por las dimensiones y por el destino. Nada excepto los campos de desviación de un paracronión podrían llevarle a través de las líneas del tiempo hasta los suyos.

Pensó en los porqués. Era una especulación vacía, pero su cansado cerebro hallaba alivio en la puerilidad. ¿Por qué había querido Dios que el tiempo pasara y volviera a pasar, enorme, sombrío, albergando universos como los yggdrasil de la leyenda danskar? ¿Era a fin de que el hombre pudiera realizar todas las potencialidades que había en él?

Seguramente no. Muchos de ellos eran un horror absoluto.

Supongamos que Alejandro el Magno no se recuperó de la fiebre que se abatió sobre él en Babilonia. Supongamos que, en vez de ser un hombre moderado que pasó el resto de su larga vida afirmando los cimientos de su imperio… supongamos que simplemente murió.

Bien, esto ocurrió, y probablemente en más historias que en las que no murió. Aquí el imperio se desmoronó en salvajes guerras de sucesión. La Hélade y el Oriente se separaron. La naciente ciencia se sumió en la metafísica, finalmente incluso en el misticismo. Un convulsionado mundo mediterráneo cayó en manos de los romanos: fríos, crueles, sin creatividad, proclamando ser los herederos de la Hélade pese a que habían destruido Corinto. Un profeta judío herético fundó un culto misterioso que cobró raíces por todas partes, porque los hombres desesperaban de sus vidas. Y ese culto ignoraba la palabra tolerancia. Sus sacerdotes negaban todas las manifestaciones de Dios excepto una; talaron los bosquecillos sagrados, retiraron de las casas los humildes ídolos, y martirizaron a los últimos hombres cuyas almas eran libres.

«Oh, sí —pensó Iason—, a su debido tiempo perdieron su poder. La ciencia pudo renacer, casi dos milenios más tarde que entre nosotros. Pero el veneno permanecía: la idea de que el hombre debe conformarse no sólo en su comportamiento sino también en sus creencias. Ahora, en América, a eso le llaman totalitarismo. Y debido a ello, los cohetes nucleares han sido incubados en una pesadilla.

»Odio esta historia, su suciedad, su derroche, su fealdad, sus restricciones, su hipocresía, su locura. Nunca tendré una tarea más dura que cuando tuve que pretender ser un americano a fin de ver desde dentro cómo creían ordenar sus vidas. Pero esta noche… Siento piedad por ti, pobre mundo violado. No sé si desear tu pronta muerte, como probablemente ocurrirá, o esperar que algún día tus descendientes puedan luchar para conseguir lo que nosotros hemos conseguido hace más de una era.

»Tuvieron más suerte aquí, debo admitirlo. El cristianismo cayó ante los asaltos de los árabes, vikingos y magiares. Después, el imperio islámico se suicidó en guerras civiles, y los bárbaros de Europa pudieron abrirse camino a su comodidad. Cuando cruzaron el Atlántico, hace un millar de años, no tenían el poder de cometer genocidio con los nativos; tuvieron que llegar a un acuerdo. No tenían industria, entonces, para destripar el hemisferio; forzosamente se vieron obligados a conquistar esta tierra lentamente, tomándola como un hombre toma a su recién desposada.

»Pero estos enormes bosques sombríos, esas tristes praderas, esos despoblados desiertos y montañas por donde pululan las cabras monteses… todo eso entró en sus almas. Seguirán siendo, inevitablemente y por siempre, unos salvajes.»

Suspiró, se reclinó, e intentó dormir. Niki pobló sus sueños.

Allá donde una catarata señalaba el principio de la navegación de ese gran río conocido variadamente como el Zeus, el Mississippi y el Longflood, un pueblo básicamente agrícola que no había desarrollado el transporte aéreo tanto como en Eutopía edificaría seguramente una ciudad. El comercio y la potencia militar trajeron consigo el gobierno, el arte, la ciencia y la educación. Varady albergaba a unas cien mil personas o así —no existían censos en Westfall—, cuyas casas abocadas hacia el interior rodeaban las torres del castillo del voivode. Despertándose, Iason salió a su balcón y oyó el rumor del tráfico. Más allá de los techos se alzaban las murallas defensivas. Se preguntó si una paz fundada en el equilibrio del poder entre pequeños estados podría durar.

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