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Poul Anderson: El valor de ser un rey

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Poul Anderson El valor de ser un rey

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Dijo con prudencia:

—Déjame consultar con algunos asociados. Podemos examinar en detalle todo el periodo. Puede que haya algún punto de inflexión que… No tengo competencia para manejar esto solo, Keith. Déjame regresar al futuro y buscar consejo. Si se nos ocurre algo volveremos a… esta misma noche.

—¿Dónde tienes el saltador? —preguntó Denison.

Everard movió una mano.

—En las colinas.

Denison se acarició la barba.

—No vas a decirme más, ¿eh? Bien, es un acierto. No estoy seguro de confiar en mí mismo, si supiese dónde conseguir una máquina del tiempo.

—¡No pretendía insinuar eso! —gritó Everard. —Oh, no importa. No nos peleemos por eso. —Denison suspiró—. Claro, vuelve a casa y mira qué puedes hacer. ¿ Quieres una escolta? —Mejor no. No es necesario, ¿verdad?

—No. Hemos hecho que esta zona sea más segura que Central Park.

—No es decir mucho. —Everard alargó la mano—. Pero devuélveme mi caballo. Odiaría perderlo: es un animal especial de la Patrulla, entrenado para viajar en el tiempo. —Miró a los ojos al otro hombre—. Volveré. En persona. Sea cual sea la decisión.

—Claro, Manse —dijo Denison.

Salieron juntos, pasaron por las diversas formalidades de notificar a los guardias. Denison le indicó un dormitorio palaciego, donde le dijo que estaría todas las noches durante una semana, como punto de encuentro. Y luego al fin Everard besó los pies del rey, y cuando la presencia real se hubo ido, subió al caballo y salió despacio por las puertas de palacio.

Se sentía vacío por dentro. Realmente no había nada que hacer; y había prometido regresar e informar personalmente de esa sentencia al rey.

8

Más tarde, ese mismo día, se encontraba en las colinas, donde los cedros se alzaban sobre riachuelos fríos y furiosos y el camino lateral que había tomado se convertía en un sendero lleno de baches. Aunque era muy árido, en esa época Irán todavía tenía bosques como aquél. El caballo pisaba cansado. Debería encontrar la casa de algún pastor y pedir acomodo, simplemente para dejar descansar al animal. Pero no, habría luna llena; podría caminar si debía hacerlo y llegar al saltador antes de la salida del sol. No creía que pudiese dormir.

Pero un lugar de hierba crecida y marchita y bayas maduras parecía un buen sitio para descansar. Tenía comida en las alforjas, un pellejo de vino y el estómago vacío desde el amanecer. Viró la montura.

Entrevió algo. Muy lejos por el sendero, la luz del sol se reflejaba en una nube de polvo. Se hacía más grande a medida que la miraba. Varios jinetes, supuso, avanzando muy rápido. ¿Mensajeros del rey? Pero ¿a esta zona? Empezó a sentirse inquieto. Se puso el protector del casco, el casco encima, se colgó el escudo del brazo y sacó la espada corta de la vaina. Sin duda el grupo se limitaría a pasar a su lado, pero…

Ahora podía ver que eran ocho hombres. Llevaban buenos caballos y el que iba más atrás traía un montón de monturas de refresco. Sin embargo los animales estaban bastante agotados; el sudor corría a choros sobre los flancos pardos y tenían las crines pegadas al cuello. Debía de haber sido una larga galopada. Los jinetes iban vestidos con los habituales pantalones completos, camisa, botas, capa y sombrero alto sin alas: no eran cortesanos ni soldados profesionales, pero tampoco bandidos. Estaban armados con espadas, arcos y lazos.

De pronto Everard reconoció la barba gris del que iba en cabeza. Fue como una explosión: ¡Harpagus!

Y por entre la confusión podía también ver, que incluso para ser antiguos iraníes los que le seguían parecían bastante duros.

—Oh, oh —dijo Everard medio en voz alta—. La escuela ha terminado.

Se le conectó el cerebro. No había tiempo de tener miedo, sólo de pensar. Harpagus no tenía otro motivo evidente para correr por las colinas que la captura del griego Meandro. Claro, en una corte llena de espías y bocazas, Harpagus habría descubierto en una hora que el rey había hablado con el extraño como un igual en alguna lengua extranjera y que le había dejado ir al norte. Le llevaría al quiliarca un poco más encontrar una excusa para abandonar el palacio, buscar a sus matones personales y darle caza. ¿Por qué? Porque «Ciro» había aparecido en su momento en aquellas tierras altas, cabalgando en un dispositivo que Harpagus codiciaba. No era un tonto, y el medo seguramente nunca se había sentido satisfecho con la historia que Keith le había contado. Parecía razonable que algún día apareciera otro mago del país natal del rey, y esta vez Harpagus no dejaría escapar el aparato con tanta facilidad.

Everard no esperó más. Sólo estaban a un centenar de metros. Podía ver relucir los ojos del quiliarca bajo las cejas caídas. Puso al galope el caballo, sacándolo del camino hacia el prado.

—¡Alto! —gritó tras él una voz que recordaba—. ¡Alto, griego!

Everard no obtuvo de su montura más que un trote cansado. Los cedros proyectaban sombras alargadas.

—¡Alto o disparamos!… ¡alto!… ¡disparad! ¡No a matar! ¡A la montura!

En el borde del bosque, Everard bajó de la silla. Oyó un zumbido furibundo y unos golpes. El caballo relinchó. Everard miró atrás; la pobre bestia estaba de rodillas. ¡Por Dios, alguien iba a pagar por eso! Pero él era un solo hombre y ellos ocho. Corrió bajo los árboles. Una flecha golpeó un tronco a su izquierda y se hundió en él.

Corrió, agachado, zigzagueando en la penumbra perfumada. De vez en cuando una rama baja le golpeaba la cara. Le hubiese venido bien más maleza, para intentar alguna maniobra algonquina, pero al menos el suelo blando era silencioso. Había perdido de vista a los persas. Casi instintivamente habían intentado adelantarlo a caballo. El sonido de golpes e insultos le indicó lo mal que había funcionado la estrategia.

Llegarían a pie en un minuto. Inclinó la cabeza. Un ligero susurró de agua… Se movió en su dirección, por una cuesta llena de pedruscos. Sus perseguidores no eran urbanitas indefensos, pensó. Estaba claro que alguno sería montañero, con ojos para leer hasta el más mínimo rastro de su paso. Tenía que ocultar el rastro; luego podría ocultarse hasta que Harpagus tuviese que regresar a las labores de la corte. Le dolía respirar. Detrás de él se oían voces, una nota de decisión, pero no conseguía entender lo que decían. Estaban demasiado lejos. Y la sangre le resonaba con mucha fuerza en los oídos.

Si Harpagus había disparado al invitado del rey, estaba claro que Harpagus no pretendía que el invitado pudiese informar al rey. El programa consistía en capturarlo, torturarlo hasta que revelase dónde estaba la máquina y cómo hacerla funcionar y, finalmente, la misericordia del acero. Judas —pensó Everard por entre el clamor de sus propias venas—. He estropeado tanto esta operación hasta ser un manual de cómo no comportarse como patrullero. Y lo primero en la lista es: no pienses tanto en una chica que no te pertenece que olvides las precauciones elementales.

Salió al borde de una ribera alta y húmeda. Por debajo corría un riachuelo hacia el valle. Le habían visto llegar hasta allí, pero no sabrían dónde se metería en el agua… ¿por dónde debía hacerlo?… al bajar sintió el barro frío y resbaladizo sobre la piel. Mejor ir corriente arriba. Eso le llevaría más cerca del saltador, y Harpagus podría considerar más probable que intentase regresar con el rey.

La piedras le hirieron los pies y el agua calmó el dolor. Los árboles formaban murallas en cada orilla, así que como techo tenía una franja delgada de un azul que se oscureció momentáneamente. En lo alto flotaba un águila. El aire se hizo más frío. Pero tuvo algo de suerte: el riachuelo se torcía como una serpiente en delirio y pronto perdió de vista el punto de entrada. Recorreré un kilómetro o dos —pensó—, y quizá encontraré una rama baja que pueda agarrar para no dejar un rastro.

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