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Poul Anderson: El valor de ser un rey

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Poul Anderson El valor de ser un rey

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—Bien… sí, te entiendo.

—Además —dijo Everard—, no eres de los que se suicidan. ¿Realmente querrías que tu yo, en este instante, no existiese? Piensa durante un minuto lo que eso implica exactamente.

Completó los ajustes. A su espalda Denison se estremeció.

—¡Mitra! —exclamó—. Tienes razón. No hablemos más de ello.

—Ahí vamos, entonces. —Everard pulsó el interruptor principal.

Flotó sobre una ciudad de planta desconocida. Aunque también era una noche iluminada por la luna, la ciudad era una mancha oscura a los ojos. Metió la mano en las alforjas.

—Toma —dijo—. Ponte este disfraz. Hice que los chicos del periodo medio de Mohenjo-Daro lo ajustasen a mis especificaciones. La situación es tal que ellos mismos a menudo necesitan este tipo de disfraz.

El aire silbó mientras el saltador iba hacia tierra. Denison pasó un brazo más allá de Everard para señalar.

—Ése es el palacio. El dormitorio real está en el ala este…

Era un edificio más pesado y menos grácil que el sucesor persa en Pasargada. Everard entrevió un par de toros alados blancos en el jardín de otoño, heredados de los asirios. Comprendió que las ventanas que tenía enfrente eran demasiado estrechas para entrar, soltó un juramento y se dirigió a la puerta más cercana. Un par de guardias montados levantaron la vista, vieron lo que venía y gritaron. Los caballos relincharon y los arrojaron al suelo. La máquina de Everard destrozó la puerta. Un milagro más no iba a afectar a la historia, especialmente cuando en esas cosas se creía tan devotamente como en las píldoras de vitaminas en casa, y posiblemente con más razón. Las lámparas lo guiaron por un pasillo donde los esclavos y guardias gemían de terror. En el dormitorio real sacó la espada y golpeó con el pomo.

—Ocúpate tú, Keith —dijo—. Tú conoces la versión meda del ario.

—¡Abre, Astiages! —rugió Denison—. ¡Abre a los mensajeros de Ahura-Mazda!

Para sorpresa de Everard, el hombre obedeció. Astiages era tan valiente como su gente. Pero cuando el rey —una persona rechoncha de mediana edad y rostro duro— vio dos seres de toga luminosa con halos en la cabeza y alas de luz a la espalda, sentados sobre un trono de hierro que flotaba en el aire, se postró.

Everard oyó a Denison rugir en el mejor estilo de predicador, usando un dialecto que apenas podía entender:

—¡Oh, infame vasija de iniquidad, la ira del cielo ha caído sobre ti! ¿Creías que tu menor pensamiento, aunque oculto en las tinieblas de donde nació, podía quedar oculto al Ojo del Día? ¿Creías que el todopoderoso Ahura-Mazda permitiría un acto tan terrible como el que tramas…?

Everard no escuchó. Se perdió en sus propios pensamientos: Harpagus se encontraba probablemente en algún punto de esa misma ciudad, lleno de juventud y todavía sin la carga de la culpa. Ahora ya no tendría que soportarla. Nunca tendería a un bebé sobre una montaña y se apoyaría en su lanza mientras lloraba, se estremecía y finalmente se quedaba quieto. En el futuro se rebelaría, por sus propias razones, y se convertiría en el quiliarca de Ciro, pero no moriría en los brazos de su enemigo en un bosque maldito; y a un cierto persa, cuyo nombre Everard no conocía, también se le evitaría una espada griega y una lenta caída en el vacío.

Pero el recuerdo de los dos hombres que maté esta impreso en las células de mi cerebro: tengo una delgada cicatriz blanca en la pierna; Keith Denison tiene cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como un rey.

—… Descubre, Astiages, que ese niño Ciro tiene el favor del cielo. Y el cielo es misericordioso: se te ha advertido que si manchas tu alma con esa sangre inocente, ese pecado nunca podrá ser lavado. ¡Permite que Ciro crezca en Anzán, o arde por siempre con Ahriman! ¡Mitra ha hablado!

Astiages se arrastró dando golpes con la cabeza en el suelo. —Vámonos —dijo Denison en inglés.

Everard saltó a las colinas persas, treinta y seis años en el futuro. La luz de la luna caía sobre los cedros cerca de una carretera y una corriente. Hacía frío y aullaba un lobo.

Hizo aterrizar el saltador, bajó y empezó a quitarse el disfraz. El rostro barbudo de Denison salió de la máscara, con la extrañeza escrita en él.

—Me pregunto —dijo. Su voz casi se perdió en el silencio bajo las montañas—. Me pregunto si no habremos asustado demasiado a Astiages. La historia registra que le dio a Ciro tres años de lucha cuando los persas se rebelaron.

Siempre podemos ir al comienzo de la guerra y darle una visión animándole a resistir —dijo Everard, luchando por ser práctico; porque le rodeaban los fantasmas—. Pero no creo que sea necesario. Apartará las manos del príncipe, pero cuando un vasallo se rebele… bueno, estará tan enloquecido como para dejar a un lado lo que para entonces le parecerá un sueño. Además, sus propios nobles, con intereses medos, no le permitirían rendirse. Pero comprobémoslo. ¿No encabeza el rey una procesión en el festival del solsticio de invierno? —Sí. Vamos. Rápido.

Y el sol ardía sobre ellos, en lo alto de Pasargada. Dejaron la máquina oculta y caminaron a pie, dos viajeros más en la corriente que venía a celebrar el nacimiento de Mitra. Por el camino, preguntaron qué había sucedido, explicando que llevaban mucho tiempo fuera. Las respuestas fueron satisfactorias, incluso en pequeños detalles que la memoria de Denison recordaba pero que las crónicas no mencionaban.

Finalmente estaban de pie bajo un cielo azul escarcha, entre miles de personas, y saludaron cuando Ciro el Grande pasó cabalgando con sus principales cortesanos, Kobad, Creso y Harpagus, y le siguió el orgullo, la pompa y el sacerdocio de Persia.

—Es más joven de lo que yo era —susurró Denison—. Tendría que serlo, supongo. Y un poco más pequeño… un rostro completamente diferente, ¿no?… pero valdrá.

—¿Quieres quedarte para la diversión? —preguntó Everard.

Denison se cerró la capa. El aire era frío.

—No —dijo—. Volvamos. Ha pasado mucho tiempo. Incluso si nunca sucedió.

—Aja. —Everard se sentía más solemne de lo que debería sentirse un rescatador victorioso—. Nunca sucedió.

10

Keith Denison salió del ascensor de un edificio en Nueva York. Se había sentido vagamente sorprendido de no recordar su aspecto. Ni siquiera recordaba el número de su apartamento, tuvo que comprobarlo en el directorio. Detalles, detalles. Intentó dejar de temblar.

Cynthia abrió la puerta cuando él iba a hacerlo.

—Keith —dijo ella, casi incrédula.

El no pudo encontrar más palabras que:

—Manse te advirtió sobre mí, ¿no? Dijo que lo haría.

—Sí. No importa. No comprendí que tu aspecto habría cambiado tanto. Pero no importa. ¡Oh, querido!

Ella lo hizo entrar, cerró la puerta y se hundió en sus brazos.

Keith miró el apartamento. Había olvidado lo pequeño que era. Y nunca había compartido el gusto de Cynthia en decoración, aunque se había rendido.

El hábito de rendirse a una mujer, incluso de pedirle su opinión, sería algo que tendría que aprender de nuevo. No le resultaría fácil.

Ella levantó un rostro húmedo para que él lo besara. ¿Era ése el aspecto de Cynthia? Pero no lo recordaba… no. Después de todo ese tiempo, él sólo recordaba que ella era baja y rubia. Había vivido con ella unos cuantos meses; Cassandane lo había llamado su estrella matutina, le había dado tres hijos y había aguardado para hacer su voluntad durante catorce años.

—Oh, Keith, bienvenido a casa —dijo la vocecita aguda.

¡En casa! —pensó—. ¡Dios!

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