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Poul Anderson: El valor de ser un rey

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Poul Anderson El valor de ser un rey

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Pasaron los minutos despacio.

En cuanto llegue al saltador —pensó—, voy al futuro y pido ayuda a los jefes. Sé muy bien que no van a dármela. ¿Por qué no sacrificar a un hombre para asegurarse su propia existencia y de todo lo que querían? Por tanto, Keith está atrapado aquí, dispone de trece años antes de que los bárbaros lo maten. Pero Cynthia seguirá siendo joven dentro de trece años, y después de una pesadilla de exilio tan larga y sabiendo que su hombre iba a morir, estaría apartada, sería una extraña en una época prohibida, sola en la corte asustada del loco Cambises II… No, tengo que ocultarle la verdad, mantenerla en casa haciéndole creer que Keith está muerto. El mismo querría que asilo hiciese. Y después de un año o dos ella volverá a ser feliz; yo podría enseñarle a ser feliz.

Había dejado de notar las rocas que le golpeaban los pies, el cuerpo que luchaba y resistía o el fragor del agua. Pero luego viró en un recodo y vio a los persas.

Eran dos, vadeando corriente abajo. Evidentemente su captura era lo suficientemente importante para romper el prejuicio religioso contra el envilecimiento de un río. Dos más caminaban arriba, moviéndose entre los árboles de cada orilla. Uno de ellos era Harpagus. Las largas espadas salieron con un silbido de las vainas.

—¡Alto! —gritó el quiliarca—. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!

Everard se quedó inmóvil. El agua le corría por entre los tobillos. Los dos que acudieron a cogerlo eran irreales allá abajo, en un pozo de sombras sus rostros imprecisos, de forma que sólo veía las ropas blancas y un reflejo en las hojas curvas. Lo comprendió de pronto: los perseguidores habían seguido su rastro hasta el riachuelo. Así que se habían dividido, la mitad a cada dirección, corriendo más rápido sobre tierra firme de lo que él podía moverse en el agua. Llegados más allá de la distancia que él podía recorrer, habían deshecho el camino, más lentos cuando estaban limitados por la corriente, pero bastante seguros de su éxito.

—Cogedle vivo —recordó Harpagus—. Atadle si es necesario, pero cogedle vivo.

Everard gruñó y se volvió hacia la orilla.

—Vale tío, tú lo has querido —dijo en inglés. Los dos hombres en el agua gritaron y empezaron a correr. Lino tropezó y cayó de cara. El hombre del lado opuesto bajó en tobogán sobre la espalda.

El barro era resbaladizo. Everard hundió la parte baja del escudo en él y subió. Harpagus se movió con frialdad para esperarlo. Al acercarse, la espada del viejo noble silbó, atacando desde lo alto. Everard movió la cabeza y recibió el golpe con el casco, que resonó. El filo resbaló y le cortó el hombro derecho, pero no mucho. Sólo notó un pinchazo y luego estaba demasiado ocupado para sentir nada.

No esperaba ganar. Pero haría que lo matasen y pagarían por el privilegio.

Llegó a la hierba y levantó el escudo justo a tiempo para protegerse los ojos. Harpagus buscó las rodillas. Everard lo apartó con la espada corta. El sable del medo silbó. Pero de cerca, un asiático ligeramente armado no tenía ninguna oportunidad contra un hoplita, como la historia demostraría un par de generaciones más tarde. Por Dios —pensó Everard—, si tuviese una coraza y grebas, ¡quizá pudiese encargarme de los cuatro! Usaba el gran escudo con habilidad, poniéndolo frente a cada golpe y ataque, y siempre conseguía casi meterse bajo la espada larga de Harpagus y llegar al estómago.

El quiliarca sonrió tenso por entre las patillas grises trenzadas y se alejó. Ganaba tiempo, claro. Tuvo éxito. Los otros tres hombres subieron la ribera, gritaron y cargaron. Fue un ataque desordenado. Grandes luchadores individualmente, los persas nunca desarrollaron la disciplina de grupo de Europa, con lo que se derrotarían a sí mismos en Maratón y Gaugamela. Pero cuatro contra uno sin armadura era muy fácil.

Everard se puso de espaldas a un tronco. El primer hombre se acercó impaciente, con la espada golpeando el escudo griego. La espada de Everard salió disparada de detrás del oblongo de bronce. Hubo una ligera pero pesada resistencia. Conocía la sensación de otros días, retiró la espada y se hizo rápidamente a un lado. El persa se sentó, derramando su vida. Se quejó una vez, vio que era hombre muerto y levantó el rostro hacia el cielo.

Sus compañeros ya estaban con Everard, uno a cada lado. Las ramas bajas hacían que el lazo fuese inútil; tendrían que batallar. El patrullero rechazó la hoja izquierda con el escudo. Eso desprotegía las costillas, pero como sus oponentes tenían órdenes de no matarlo, podía permitírselo. El hombre de la derecha intentó dar a los tobillos de Everard. Everard saltó en el aire y la espada silbó bajo sus pies. El de la izquierda atacó, apuntando bajo. Everard sintió un impacto romo y vio el acero en la pantorrilla. Se liberó de un salto. Un rayo de la puesta de sol penetró entre las agujas y tocó la sangre, volviéndola de un rojo imposible. Everard sintió que la pierna cedía.

—Venga —gritó Harpagus, moviéndose a tres metros de distancia—. ¡Cortadlo en trozos!

Everard gritó sobre el borde del escudo:

—¡Una tarea que el chacal de vuestro líder no tiene el valor suficiente de intentar por sí mismo, después de que yo lo obligase a retirarse con el rabo entre las piernas!

Era algo calculado. El ataque se detuvo un instante. Se echó hacia delante.

—Si los persas deben ser perros de un medo —dijo con voz ronca—, ¿no podéis elegir a un medo que sea un hombre, en lugar de a esta criatura que traicionó a su rey y ahora huye de un solo griego?

Incluso tan al oeste y tan en el pasado, un oriental no podía permitir que lo avergonzaran de semejante forma. No es que Harpagus hubiese sido un cobarde; Everard sabía que sus afirmaciones eran injustas. Pero el quiliarca escupió una maldición y lo atacó. Everard tuvo un momento para entrever los ojos salvajes hundidos en el rostro de nariz aguileña. Con torpeza se adelantó. Los dos persas vacilaron un segundo más. Eso fue suficiente para que Everard y Harpagus se encontrasen. La hoja del medo se levantó y cayó, rebotó en el escudo y el casco griego, y buscó por un lado cortar la pierna. Una túnica suelta ondeó blanca frente a la vista de Everard. Bajó los hombros y metió la espada.

La retiró con un giro cruel y profesional que garantizaba una herida mortal, dio una vuelta sobre el talón derecho y recibió un golpe en el escudo. Durante un minuto él y el persa intercambiaron furia. Por el rabillo del ojo, vio que el otro daba una vuelta para colocarse tras él. Bien, pensó de forma distante, había matado al hombre peligroso para Cynthia…

—¡Alto!

La orden fue una débil agitación en el aire, menos audible que la corriente montañosa, pero los guerreros se retiraron y bajaron las armas. Incluso el persa moribundo apartó los ojos del cielo.

Harpagus luchó por sentarse, en un charco de su propia sangre. La piel se le había vuelto gris.

—No… alto —susurró—. Esperad. Aquí hay un propósito. Mitra no me hubiese herido a menos que…

Hizo un gesto señorial. Everard dejó caer la espada, avanzó cojeando y se arrodilló junto a Harpagus. El medo se recostó en sus brazos.

—Eres de la tierra natal del rey —dijo con voz áspera por entre la barba ensangrentada—. No lo niegues. Pero ten claro… que Aurvagaush el hijo de Khshayavarsha… no es un traidor. —La forma delgada se envaró, imperiosa, como si ordenase a la muerte esperar—. Sabía que había poderes involucrados, del cielo o el infierno, hoy no sé de dónde, en la llegada del rey. Los empleé, lo empleé a él, no por mí, sino porque había jurado lealtad a mi propio rey, Astiages, y él necesitaba un… un Ciro… para evitar que el reino se fragmentase. Después, por su crueldad, Astiages perdió mi lealtad. Pero todavía era un medo. Vi en Ciro la única esperanza, la mejor esperanza de Media. Porque también ha sido un buen rey para nosotros… bajo su dominio sólo somos segundos tras los persas… ¿Lo entiendes, tú que vienes del hogar del rey? —Los ojos oscuros giraron, intentando ver a Everard pero sin suficiente control—. Quería capturarte… para robarte el ingenio y su uso, y luego matarte… sí… pero no para ganar yo. Era por el reino. Temía que te llevases al rey a casa, como sé que él desea. ¿Y qué sería de nosotros? Sé misericordioso, porque tú también debes esperar misericordia.

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