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Poul Anderson: Las cascadas de Gibraltar

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Poul Anderson Las cascadas de Gibraltar

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Nomura recordó su asombro cuando le encomendaron que fuese su ayudante. Tan corta como andaba siempre de personal, ¿podía permitirse artistas la Patrulla?

Bien, después de contestar a un críptico anuncio, someterse a varias pruebas desconcertantes y aprender sobre el tráfico intertemporal, se había preguntado si el trabajo policial y de rescate era posible y le habían dicho que, generalmente, lo era. Podía entender la necesidad de personal administrativo, agentes residentes, historiadores, antropólogos y, sí, naturalistas como él mismo. Durante las semanas que llevaban trabajando juntos, Feliz le había convencido de que unos cuantos artistas eran al menos igualmente vitales. El hombre no vive sólo de pan, ni de pistolas, burocracia, tesis y otros detalles prácticos.

Ella volvió a poner en marcha su aparato.

—Vamos— ordenó.

Mientras se alejaba hacia al este por delante de él, su pelo reflejó un rayo de sol y brilló como si estuviese fundido. Nomura la siguió en silencio.

El suelo del Mediterráneo se encontraba a 3.000 metros por debajo del nivel del mar. El flujo caía por un estrecho de 80 km. de ancho. Su volumen representaba unos 40.000 km3 al año, un centenar de cataratas Victoria o un millar de Niágaras.

Hasta ahí las estadísticas. La realidad era un estruendo de agua blanca, cubierta de espuma, capaz de agitar la tierra y estremecer montañas. Los hombres podían ver, oír, sentir, oler y saborear el espectáculo; no podían imaginarlo.

Donde el canal se ensanchaba, el flujo se suavizaba, hasta correr verde y negro. Después la neblina se desvanecía y aparecían las islas, como barcos que produjesen enormes estelas; y la vida podía de nuevo crecer o llegar a la orilla. Pero la mayoría de esas islas desaparecerían por la erosión antes de que terminase el siglo, y la mayor parte de esa vida perecería debido a los cambios climáticos. Porque ese acontecimiento llevaría al planeta del Mioceno al Plioceno.

Al avanzar volando, Nomura no oía menos ruido, sino más. Aunque allí la corriente era más tranquila, se movía hacia un clamor bajo que se incrementaba hasta que el cielo era un infierno bronco. Reconoció una cabeza de tierra cuyo resto gastado llevaría algún día el nombre de Gibraltar. No muy lejos, una catarata de 30 km. de ancho producía casi la mitad de toda el agua que entraba.

Con terrible facilidad, las aguas saltaban ese obstáculo. Eran de un verde cristalino sobre los acantilados oscuros y el ocre profundo de los continentes, La luz encendía sus cumbres. Al fondo, otro banco de nubes se desplazaba blanco por entre los vientos sin fin. Más allá había una hoja azul, un lago cuyos ríos grababan cañones, sobre el centelleo alcalino, el polvo del diablo y el estremecimiento de espejismos de una tierra homo que convertirían en un mar.

Feliz volvió a detener su volador. Nomura se situó a su lado. Estaban a gran altitud; el aire corría frío a su alrededor.

—Hoy —le dijo ella— quiero intentar conseguir una impresión del tamaño. Me acercaré a la parte alta, grabando mientras me muevo, y luego hacia abajo.

—No demasiado cerca —le advirtió él.

Ella mostró su desagrado.

—Eso lo juzgaré yo.

—Bueno, yo… no intentaba darte órdenes ni nada parecido. —Mejor que no lo haga. Yo, un plebeyo y un hombre. Hazlo por mi, por favor… —Nomura se estremeció al oír sus propias palabras torpes—. Ten cuidado, ¿sí? Es decir, para mí eres importante.

La sonrisa de Feliz le dio ánimos. Ella se inclinó en el arnés de seguridad para cogerle la mano.

—Gracias, Tom. —Después de un momento se puso seria—: Los hombres como tú me hacen comprender lo equivocada que estaba la época de la que vengo.

Ella a menudo le hablaba con amabilidad: de hecho, casi siempre. Si hubiese sido una militante estridente, la belleza no le hubiese mantenido despierto por las noches. Se preguntó si no habría empezado a amarla cuando se dio cuenta del cuidado que ponía en tratarlo como a un igual. No era fácil para ella, casi tan novata en la Patrulla como él… no más fácil de lo que era para hombres de otras épocas creer, en el interior, donde importaba, que ella tenía sus mismas capacidades y que estaba bien que las usase hasta el límite.

Ella no pudo permanecer solemne.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Date prisa! ¡Esa caída recta no va a durar veinte años más!

Su máquina salió disparada. Nomura se bajó la visera del casco y salió tras ella cargado con las cintas, baterías y otros elementos auxiliares. Ten cuidado —le suplicó—, oh, ten cuidado, querida .

Ella se había adelantado mucho. La vio como un cometa, una libélula, toda rapidez y hermosura, dibujada sobre un precipicio marino de kilómetros de altura. El ruido creció en él hasta que no hubo nada más, hasta que su cráneo estuvo lleno del juicio Final.

A varios metros del suelo, ella desvió el saltador hacia la sima. Tenía la cabeza enterrada en una caja llena de indicadores y con las manos trabajaba en los ajustes; guiaba el saltador con las rodillas. Las salpicaduras empezaron a empañar el protector de Nomura. Activó el limpiador.

La turbulencia lo agarró; siguió dando bandazos. Los oídos, protegidos contra el sonido pero no contra los cambios de presión, le dolían. Estaba bastante cerca de Feliz cuando el vehículo de ella se volvió loco. Lo vio dar vueltas, lo vio golpear la inmensidad verde, vio cómo la tragaba. No podía oírse gritar por entre el estruendo.

Le dio al control de velocidad, y corrió tras ella. ¿Fue el instinto ego lo que le hizo dar la vuelta, pocos centímetros antes de que el torrente se lo tragase? No la veía. Sólo quedaba el muro de agua, las nubes por debajo y la inmisericorde calma azul del cielo, el ruido que le agitaba la mandíbula y lo destrozaba, el frío, la humedad, la sal en la boca que sabía a lágrimas.

Fue a buscar ayuda.

En el exterior era mediodía. La tierra parecía desteñida, sin movimiento y sin vida exceptuando los buitres. Sólo la distante cascada tenía vida.

Una llamada a la puerta sacó a Nomura de la cama. Por entre el pulso ruidoso, dijo:

—Pasa.

Everard entró. A pesar del aire acondicionado, tenía la ropa empapada de sudor. Llevaba una pipa apagada y tenía los hombros caídos.

—¿Qué noticias hay? —le rogó Nomura.

—Como me temía. No regresó a casa.

Nomura se hundió en el sillón y fijó la mirada al frente.

—¿Estás seguro?

Everard se sentó en la cama, que chirrió bajo su peso.

—Sí. La cápsula de mensaje acaba de llegar. En respuesta a mi pregunta, etcétera, la agente Feliz a Rach no se ha presentado en su entorno de origen desde su puesto en Gibraltar, y no tienen ningún informe posterior de ella.

—¿En ninguna era?

—Nadie conserva expedientes de la forma en que los agentes se mueven por el tiempo, excepto quizá los danelianos.

—¡Pregúntaselo a ellos!

—¿Crees que iban a contestar? —le respondió Everard… ellos, los superhombres del remoto futuro que eran los fundadores y amos supremos de la Patrulla. Formó un puño sobre la rodilla—. Y no me digas que los mortales normales podrían tener mejor vigilancia si quisiesen. ¿Has comprobado tu futuro personal, hijo? No queremos que se haga, y eso es todo.

La aspereza lo abandonó. Movió la pipa y dijo con la mayor amabilidad:

—Si vivimos lo suficiente, sobrevivimos a aquellos que nos importan. Es el destino normal del hombre; no único del cuerpo. Pero lamento que tuvieses que pasar por esto tan joven.

—¡Yo no importo! —exclamó Nomura—. ¿Qué hay de ella?

—Sí… he estado meditando sobre tu informe. Mi teoría es que el flujo de aire es muy complejo alrededor de la catarata. Sin duda deberíamos haberlo previsto. Con sobrecarga, el saltador no era tan controlable como es habitual. Una bolsa de aire, un fallo, lo que fuese, algo la atrapó sin aviso y la arrojó a la corriente.

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