Poul Anderson - Marfil y monas y pavos reales

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Marfil y monas y pavos reales: краткое содержание, описание и аннотация

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—Creo —dijo Pum—, que mi señor tiene intención de luchar, en un reino extraño donde los magos son sus enemigos.

¿ Soy tan transparente para él?

—Sí, podría ser —contestó Everard—. Pero primero te recompensaré bien, porque has sido mi mano derecha.

El joven le tiró de la manga.

—Señor —imploró—, dejad que vuestro sirviente os siga.

Asombrado, Everard se detuvo a medio paso.

—¿Eh?

—¡No quiero separarme de mi señor! —Lloró Pum. Las lágrimas relucían en sus ojos y mejillas—. Mejor la muerte a su lado, sí, mejor que los demonios me condenen al infierno, que volver a la vida de cucaracha de la que me sacasteis. Enseñadme lo que debo hacer. Sabéis que aprendo rápido. No tendré miedo. ¡Me habéis convertido en un hombre!

Por Dios, creo que por primera vez su pasión es genuina.

Pero no puede ser, claro.

¿No puede ser? Se detuvo de pronto.

Pum bailaba frente a él, riendo y sollozando.

—¡Mi señor lo hará, mi señor me llevará con él!

Y quizá, quizá, cuando acabe todo esto, si sobrevive… quizá hayamos ganado algo precioso.

—El peligro será grande —dijo Everard despacio—. Más aún, espero cosas y hechos de los que huirían valientes guerreros, gritando de pánico. Y primero tendrás que adquirir conocimientos que la mayoría de los hombres sabios de este mundo ni siquiera comprenderían, si se los contase.

—Probadme, mi señor —contestó Pum. Sobre él había descendido una súbita calma.

—¡Lo haré! ¡Vamos! —Everard caminaba tan rápido que el joven debía correr para mantenerse a su lado.

El adoctrinamiento básico llevaría unos días, dando por supuesto que Pum lo soportase. Pero no era problema. Llevaría un tiempo reunir el equipo de inteligencia y organizar la fuerza. Además, mientras tanto tendría a Bronwen. Everard no sabía si él mismo sobreviviría al conflicto. Mejor era recibir primero cualquier alegría que viniese a su paso, e intentar devolverla.

El capitán Baalram se mostraba reacio.

—¿Por qué debería enrolar a tu hijo? —quiso saber—. Ya tengo una tripulación completa, incluidos dos aprendices. Éste ha nacido en tierra, y es pequeño y flacucho.

—Es más fuerte de lo que parece —contestó el hombre que se decía padre de Adiyaton (un cuarto de siglo después se haría llamar Zakarbaal)—. Descubrirá que es listo y está dispuesto. Y en cuanto a la experiencia, todo el mundo empieza sin tenerla, ¿no? Entendedlo, señor. Estoy ansioso por introducirlo en la carrera comercial. Por eso, estaría dispuesto a… hacer que para usted personalmente valiese la pena.

—Bien. —Baalram sonrió y se acarició la barba—. Eso es diferente. ¿Qué cantidad en pago tiene en mente?

Adiyaton (que, un cuarto de siglo después no tendría ninguna razón para no llamarse Pummairam) parecía jubiloso. Por dentro, temblaba porque miraba a un hombre que pronto estaría muerto.

Desde donde esperaba el escuadrón de la Patrulla, en lo alto del cielo, la tormenta era una cordillera montañosa que ocupaba el horizonte al norte. Por lo demás, el mar se extendía plateado y de color zafiro por toda la curva del planeta, excepto allí donde las islas rompían el brillo y, al este, donde la costa Siria formaba una línea oscura. En el oeste, el sol relucía tan frío como el azul que lo rodeaba. El viento silbaba en los oídos de Everard.

Estaba sentado, envuelto en un abrigo, en el asiento delantero del saltador temporal. El asiento de atrás estaba vacío, como los de la mitad de los cuarenta vehículos que compartían el cielo con el suyo. Los pilotos tenían la esperanza de transportar prisioneros. El resto cargaba armas, huevos de munición en los que el fuego aguardaba para nacer. La luz se reflejó de pronto en el n—letal.

¡Maldición! — pensó Everard —. Me estoy congelando. ¿Cuánto durará esto? ¿Ha salido mal? ¿Se traicionó Pum ante el enemigo, le ha fallado el equipo, o qué?

Un receptor colocado sobre la barra de dirección dio un pitido y parpadeó en rojo. Dejó escapar un suspiro, vapor blanco que el viento retorció y se tragó. A pesar de su años como cazador de hombres, tuvo que tragar antes de hablarle al micrófono de garganta.

—Señal recibida en el mando. Informen, estaciones de triangulación.

Frente a ellos, entre algas y salpicaduras, había aparecido la banda enemiga. Ya habían comenzado su malvada labor. Pero Pum había metido la mano en su ropa y había apretado el botón de un emisor de radio en miniatura.

Radio. Los exaltacionistas no anticiparían algo tan primitivo. O al menos eso esperaba Everard.

Ahora, Pum, muchacho, ¿podrás encontrar refugio, protegerte, como se te dijo? El miedo rodeó con sus dedos el gaznate del patrullero. Sin duda había tenido hijos, aquí y allá a lo largo de la historia, pero aquella situación era lo más cerca que había estado de sentirse como un padre.

La palabras resonaron en los auriculares. Después vinieron los números. Instrumentos a cientos de kilómetros de distancia habían determinado con precisión la posición exacta de la cercada nave. Los relojes ya habían grabado el primer segundo de la recepción.

—Vale —dijo Everard—. Calculad las coordenadas especiales de cada vehículo según nuestra estrategia. Agentes, esperad órdenes.

Eso exigió varios minutos. Sintió crecer en su interior una calma helada. La suya era una unidad comprometida. En aquel exacto momento, estaba en la batalla. Que se hiciese la voluntad de las Nornas.

Los datos llegaron con claridad.

—¿Todos listos? —gritó—. ¡Adelante!

Él mismo ajustó los controles y le dio al interruptor del impulsor principal. Su máquina saltó en el espacio y retrocedió en el tiempo hasta el momento que Pum había señalado.

El viento rugía. El saltador se agitaba y movía en el campo de antigravedad. A cincuenta metros por debajo, negras en las tinieblas, se agitaban las olas. La espuma que soltaban era del color del aguanieve. Everard vio en la distancia la luz de una gran antorcha. Un mástil resinoso, enmarcado por la tormenta, ardía con furia. Trozos alquitranados y en llamas de la nave quedaban envueltos en el vapor al saltar.

Everard bajó los amplificadores ópticos. La visión se volvió clara. Le mostraba que su orden había llegado correctamente, para cercar a la media docena de vehículos enemigos por todos los lugares sobre las olas.

No había llegado tan pronto como para impedirles comenzar su masacre, que habían iniciado en el momento mismo en que aparecieron. Al no saber dónde iba a estar cada uno de ellos, pero sabiendo que irían todos letalmente bien armados, Everard se había visto obligado a hacer aparecer a su grupo a una distancia desde la que pudiese evaluar la situación antes de que los asesinos los detectasen.

Cosa que harían en un segundo.

—¡Atacad! —rugió Everard sin necesidad. Su montura salió disparada.

Un rayo infernal blanquiazul atravesó la oscuridad. Volando en zigzag, sintió que no le daba por un centímetro: el calor, el olor a ozono, el crujido en el aire. No lo vio, porque las gafas habían corregido automáticamente un resplandor que podría haberle dejado ciego.

Ni tampoco devolvió el fuego, aunque sacó su arma. Ésa no era su tarea. El cielo ya estaba atravesado por esos rayos. Las aguas los reflejaban como si también estuviesen en llamas.

No había ninguna forma adecuada de capturar a los pilotos enemigos. Los artilleros de Everard tenían órdenes de matar, inmediatamente, antes de que los malvados comprendiesen que los superaban en número y escapasen por el espacio-tiempo. La tarea de los patrulleros que volaban solos era capturar a los espías que viajaban en el barco.

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