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Poul Anderson: El pesar de Odín el Godo

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Poul Anderson El pesar de Odín el Godo

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En esas asambleas él, que no pertenecía a la tribu, sólo observaba; pero después de las charlas del día, las cosas se animaban alrededor de su puesto.

Sin embargo, los hombres se hacían preguntas, y las mujeres también. Llegaban noticias de que un hombre, gris pero sano, que nadie conocía formalmente de antes, aparecía a menudo entre otras tribus godas …

Podía ser que sus ausencias fuesen la razón de que Jorith no se quedase inmediatamente encinta; o podría ser que ella era joven, apenas dieciséis inviernos, cuando fue a su cama. Pasó un año antes de que las señales fuesen inconfundibles.

Aunque sus náuseas iban en aumento, rebosaba de alegría. Nuevamente el comportamiento de Carl era extraño, porque parecía preocuparse menos de] niño que ella esperaba que de la salud de Jorith. Incluso vigilaba lo que comía, dándole frutas de tierras lejanas sin que importase la estación, aunque le prohibía tomar tanta sal como ella deseaba. Jorith obedecía con alegría, diciendo que eso demostraba que él la amaba.

Mientras tanto, la vida seguía en el vecindario, y la muerte. En los entierros y funerales nadie se atrevía a hablar con Carl; estaba demasiado cerca de lo desconocido. Por otra parte, los jefes de las casas que le habían elegido se sorprendieron cuando rechazó el honor de ser el hombre que mantendría relaciones con la próxima Reina de la Primavera.

Recordando lo que había hecho y lo que tenía de su parte, lo dejaron en paz.

Calor; cosecha; desolación; renacimiento; de nuevo verano, y Jorith llegó a su lecho de parturienta.

Sufrió durante mucho tiempo. Soportó con valor los dolores, pero las mujeres que la asistían se ponían más serias con el paso del tiempo. A los elfos no les hubiese gustado que un hombre estuviese presente en ese momento. Ya era bastante malo que Carl hubiese exigido una limpieza exagerada. Esperaban que supiese lo que hacía.

Carl esperaba en la sala principal de su casa. Cuando llegaron las visitas, tenía hidromiel y bebida dispuestos como debía ser, pero habló poco. Cuando se fueron a medianoche, no durmió sino que permaneció sentado a solas hasta el amanecer. De vez en cuando una comadrona o una asistenta venía a decirle cómo iba el parto. A la luz de la lámpara veían la mirada de Carl centrada en la puerta que siempre mantenía cerrada.

A finales del segundo día, la comadrona lo encontró con amigos. Entre ellos se hizo el silencio. Entonces, lo que llevaba entre los brazos dejó escapar un quejido… y Winnithar un grito. Carl se puso en pie, con el rostro pálido.

La mujer se arrodilló frente a él, abrió la manta y sobre el suelo, a los pies de su padre, se encontraba un niño hombre, todavía cubierto de sangre pero agitando los brazos y llorando. Si Carl no ponía al niño sobre su rodillas, ella lo llevaría al bosque y lo abandonaría a los lobos. Él ni se molestó en ver si tenía algún defecto. Cogió la forma lloriqueante mientras decía:

—¿Jorith, cómo está Jorith ?

—Débil —dijo la comadrona—. Ve ahora con ella si así lo deseas.

Carl le devolvió a su hijo y se apresuró al dormitorio. Las mujeres que allí se encontraban se hicieron a un lado. Se inclinó sobre Jorith. Ella estaba pálida, cubierta de sudor, vacía. Pero cuando vio a su hombre alargó la mano e intentó sonreír.

—Dagoberto —susurró. Ése era el nombre, antiguo en su familia, que había deseado, si era niño.

—Dagoberto, sí —dijo Carl en voz baja. Aunque era indecoroso hacerlo frente a otros, se inclinó para besarla.

Ella cerró los párpados y se hundió sobre la paja.

—Gracias —salió de su garganta, apenas audible—. El hijo de un dios.

—No …

De pronto Jorith se estremeció. Por un momento se agarró la frente. Volvió a abrir los ojos. Tenía las pupilas dilatadas y fijas. Perdió las fuerzas. Respiraba con dificultad.

Carl se enderezó, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Frente a la puerta cerrada, sacó las llaves y entró. Cerró de un portazo tras él.

Salvalindis se acercó a su hija.

—Se muere —dijo con calma—. ¿Podrán salvarla sus brujerías? ¿Deberían?

La puerta prohibida volvió a abrirse. Carl salió, con otra persona. Se olvidó de cerrarla.

Los hombres miraron una cosa de metal. A algunos les recordaba lo que había volado sobre los campos de batalla. Se apiñaron más, agarraron amuletos o dibujaron signos en el aire.

El acompañante de Carl era una mujer, aunque vestida con pantalones de muchos colores y una túnica. Su rostro no era como ninguno que hubiesen visto: —ancho y de mejillas altas como las de los hunos, pero de nariz corta, de tono cobrizo dorado, bajo un pelo negro recto. Llevaba una caja.

Los dos corrieron al dormitorio.

—¡Fuera, fuera! —rugió Carl, y expulsó a las mujeres godas como hojas en una tormenta.

Él las siguió, y entonces recordó cerrar la puerta de su montura. Al darse la vuelta vio que todos lo miraban y retrocedían.

—No temáis —dijo con rapidez—. No hay peligro. He traído una mujer sabia para ayudar a Jorith.

Durante un rato todos permanecieron en silencio en la oscuridad.

La extraña salió y llamó a Carl. Algo en ella le arrancó un gemido. Se tambaleó hasta ella y ella lo agarró por el hombro y lo condujo a la habitación. De allí sólo salía silencio.

Después de un rato la gente oyó voces, la de él llena de furia y angustia, la de ella calmada y precisa. Nadie entendía la lengua.

Volvieron. Carl parecía haber envejecido.

—Está muerta —le dijo a los otros—. He cerrado sus ojos. Prepara el entierro y el banquete, Winnithar. Estaré de vuelta para entonces.

Él y la mujer sabia entraron en la habitación secreta. Dagoberto lloró en brazos de la comadrona.

2319

Salté a Nueva York en los años treinta del siglo XIX porque conocía la base y a su personal. El joven de guardia insistió en las reglas, pero a él podía dominarlo. Realizó una llamada de emergencia pidiendo un médico de alto nivel. Resultó ser Kwei—fei Mendoza la que tuvo la oportunidad de responder, aunque nunca nos habíamos visto. No hizo más preguntas de las necesarias antes de unirse a mí en mi saltador y partir para el país de los godos. Más tarde, sin embargo, quiso que fuésemos los dos a su hospital, en la luna del siglo XXIV. No estaba en condiciones de protestar.

Me hizo tomar un baño caliente e irme a la cama. Una casco electrónico me ofreció muchas horas de sueño.

A su momento recibí ropa limpia, algo que comer (no vi qué), e instrucciones para llegar a su oficina. Tras una enorme mesa, me indicó que me sentase. Durante un par de minutos no hablamos.

Huyendo de la suya, mi mirada se movía por todas partes. La gravedad artificial que mantenía mi peso normal no hacía nada para que me sintiese en casa. No es que, a su modo, no fuese hermoso. El aire tenía un ligero olor a rosas y heno recién cortado. La alfombra era de un violeta intenso en la que brillaban puntos como estrellas. En la paredes fluían sutiles colores. Un ventanal, si era un ventanal, mostraba la grandeza de montañas, de un paisaje de cráteres en la distancia, del negro celeste pero presidido en lo alto por una Tierra casi llena. Me perdí en la visión de ese glorioso disco azul cubierto de retazos blancos. Jorith se había perdido allí, haría dos mil años.

—Bien, agente Farness —dijo al fin Mendoza en temporal, el lenguaje de la Patrulla—, ¿cómo se siente?

—Aturdido pero con la cabeza despejada —murmuré—. No. Como un asesino.

—Ciertamente debía haber dejado a esa niña en paz.

Forcé mi atención en su dirección y contesté:

—No era una niña. No en su sociedad, o en la mayor parte de la historia. La relación me ayudó mucho a conseguir la confianza de la comunidad, y por tanto en el avance de mi misión. No es que lo considerase con sangre fría, créame por favor. Estábamos enamorados.

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