Poul Anderson - El pesar de Odín el Godo

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Finalmente Salvalindis habló aparte con su hija. Buscaron un edificio en el que las mujeres se reunían para tejer y coser cuando no tenían otra cosa que hacer. Ahora sí había trabajo, por lo que estaban a solas en la oscuridad. Salvalindis puso a Jorith entre ella y el ancho y pesado telar, como si quisiese atraparla, y preguntó directamente:

—¿Has estado menos ociosa con el hombre Carl de lo que has estado en casa? ¿Te ha poseído?

La doncella enrojeció, entrecruzó los dedos y bajó la vista.

—No —dijo—. Puede hacerlo, cuando quiera. Cómo me gustaría que lo hiciese. Pero sólo nos hemos cogido de la mano, besado un poco, y …

—¿Y qué?

—Hemos hablado. Cantado canciones. Reído. Hemos estado serios. Oh, madre, no es distante. Conmigo es más amable y dulce que… de lo que sé que podría serlo un hombre. Me habla como hablaría a alguien que puede pensar, no como a una esposa.

Salvalindis apretó los labios.

—Yo nunca dejé de pensar cuando me casé. Tu padre puede que vea un poderoso aliado en Carl. Pero yo lo veo como un hombre sin tierra ni familia, más como un hechicero, pero sin raíces, sin raíces.

¿Qué podría ganar nuestra casa uniéndose a él? Bueno, sí; conocimiento; pero ¿de qué vale cuando ataca el enemigo? ¿Qué le dejaría a sus hijos? ¿Qué le uniría a ti pasada la novedad? Muchacha, estás siendo una tonta.

Jorith apretó los puños, pateó el suelo y gritó por entre lágrimas que eran más de furia que de pesar:

—¡Contén la lengua, vieja! —Inmediatamente se calló, tan asombrada como Salvalindis.

—¿Así le hablas a tu madre? —dijo—. Sí, hechicero es si te ha encantado. Tira al río el broche que te dio, ¿me oyes? —Se dio la vuelta y abandonó la habitación. Sus faldas se arrastraron furiosas sobre el suelo.

Jorith lloró, pero no obedeció.

Y pronto todo cambió.

Un día, cuando la lluvia caía como lanzas, mientras el carro de Donar corría en el cielo y el resplandor de su hacha cegaba, un jinete llegó galopando al asentamiento. Estaba apoyado en la silla y el caballo casi se caía del cansancio. Sin embargo, agitó una flecha en alto y les gritó a quienes habían desafiado al barro para acercarse:

—¡Guerra! ¡Los vándalos se acercan!

Llevado al salón, dijo frente a Winnithar:

—Mis palabras son de mi padre, Aefli de Staghorn Dale. Las recibió de un hombre de Dagalaif Nevittasson, que huyó de la masacre en Elkford para llevar el aviso. Pero ya Aefli ha visto una línea en el cielo, donde las granjas deben arder.

—Entonces son dos bandas —murmuró Winnithar—. Al menos. Puede que más. Este año vienen pronto, y con fuerza.

—¿Cómo pueden abandonar sus terrenos durante la siembra? —preguntó uno de sus hijos.

Winnithar suspiró.

—Tienen más hijos de los que necesitan para trabajar. Además, he oído hablar de un rey, Hildarico, que ha traído a varios clanes bajo el suyo. Así disponen de más efectivos, que se mueven con mayor rapidez y siguiendo un plan mejor que el nuestro. Sí, podría ser la forma de Hildarico de apropiarse de nuestras tierras, por el bien de su propio reino en expansión.

—¿Qué haremos? —quiso saber un viejo guerrero, firme como el hierro.

—Reunir a los hombres vecinos e ir por otros mientras tengamos tiempo, como ha hecho Aefli, si no han sido ya destruidos. En la Roca de los jinetes Gemelos como antaño, ¿eh? Puede que juntos no nos encontremos con una banda vándala demasiado grande para nosotros.

Carl se agitó allí donde estaba sentado.

—Pero ¿qué hay de vuestros hogares? —preguntó—. Los saqueadores podría venir por el flanco, ocultos, y caer sobre granjas como las vuestras. —No dijo nada más: saqueo, fuego, mujeres en sus mejores años violadas, todos los demás muertos.

—Debemos arriesgarnos. En caso contrario nos destruirán poco a poco. —Winnithar guardó silencio. El fuego saltaba y se agitaba. Fuera, el viento aullaba y la lluvia golpeaba los muros. Buscó a Carl con la mirada—. No tenemos ni casco ni malla de tu medida. Quizá puedas conseguirlas allí de donde sacas las cosas.

El extranjero se sentó envarado. En su rostro las arrugas se profundizaron.

Winnithar dejó caer los hombros.

—Bien, ésta no es tu batalla, ¿no? —Suspiró—. No eres un tervingo.

—¡Carl, oh, Carl! —Jorith salió de entre las mujeres.

Durante un largo momento, ella y el hombre gris se miraron. Luego él se agitó, se volvió hacia Winnithar y dijo:

—No temas. Ayudaré a mis amigos. Pero debe ser a mi modo, y debes seguir mis consejos, los entiendas o no. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

Nadie vitoreó. Un sonido como el viento recorrió la tenebrosa longitud del salón.

Winnithar hizo acopio de valor.

—Sí —dijo—. Ahora enviaremos a los jinetes para llevar flechas de guerra. El resto comeremos.

Lo que sucedió en las siguientes semanas nunca se supo en realidad. Los hombres partieron, plantaron su campamento, lucharon, y después volvieron a casa o no volvieron. Hablaron de un lancero de manto azul que recorría el cielo en una montura que no era un caballo. Hablaron de monstruos terribles que atacaban las filas vándalas, y de extrañas luces en la oscuridad, y del temor ciego que atenazaba al enemigo hasta que él liberaba sus armas y ellos huían corriendo. Se dijo que, de alguna forma, siempre encontraban una banda vándala antes de que hubiese llegado a un asentamiento godo y hacían que huyese, debido a la falta de botín, clan tras clan se retiraba y alejaba. Hablaron de victoria.

Sus jefes apenas podían contar nada más. Era el Errante el que les indicaba adónde ir, qué esperar, cómo disponerse mejor para la batalla.

Era él quien iba más rápido que el vendaval mientras traía avisos y ordenes, él quien obtuvo la ayuda de greutungos, taifales y amalingos, él quien asombró a los poderosos hasta que trabajaron lado a lado como había ordenado.

Esas historias se desvanecieron en un par de generaciones. Eran demasiado extrañas. En lugar de eso, volvieron a las historias de su pueblo. Anses, Wanes, trols, magos, fantasmas, ¿no se habían unido una y otra vez a las disputas de los hombres? Lo que importaba es que durante una década, los godos en el Vístula superior conocieron la paz. Sigamos con la cosecha, dijeron: o lo que quisiesen hacer con sus vidas.

Pero Carl regresó a Jorith como un rescatador.

Realmente no podía casarse con ella. No tenía parientes conocidos. Pero los hombres que podían permitírselo siempre habían tomado una compañera; los godos no lo consideraban una vergüenza, si el hombre cuidaba bien de la mujer y los niños. Además, Carl no era un simple mozo, terrateniente o rey. La mismísima Salvalindis le llevó a Jorith a la habitación alta cubierta de flores donde él la esperaba después de un festín en el que se intercambiaron espléndidos regalos.

Winnithar hizo que cortaran madera y la trajesen de más allá del río, y levantó una buena casa para los dos. Carl quería algunas cosas extrañas en el edificio, como un dormitorio independiente. Había además otra habitación, siempre cerrada menos cuando él entraba solo. Nunca estaba allí demasiado tiempo, y ya no fue más al bosquecillo de Tiwaz.

Los hombres decían que él tenía en demasiada consideración a Jorith. Habitualmente intercambiaban miradas, o se alejaban de los otros, como un muchacho y una muchacha esclava. Sin embargo… ella administraba bien la casa y, en todo caso, ¿quién iba a atreverse a reírse de él?

Él mismo dejaba la mayor parte de las tareas del marido a un ayudante. Traía las cosas que la casa necesitaba, o los medios para comprarlas. Y se convirtió en un gran comerciante. Aquellos años de paz no fueron años aburridos. No, llegaban más vendedores ambulantes que antes, que traían ámbar, pieles, miel, sebo del norte, vino, vidrio, metales, telas, cerámica fina del sur y el oeste. Siempre dispuesto a conocer a gente nueva, Carl recibía con esplendor a las personas de paso, e iba a las ferias y a las asambleas populares.

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